Armando Durán / Laberintos: España, críticamente fracturada
Tras dos días de muy enconado debate parlamentario, a la 1:44 la tarde del jueves 16 de noviembre, Francina Armengol, presidenta del Congreso de los Diputados de España, informó que, contados los Sí y los No, con el voto de 179 diputados, Pedro Sánchez, secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), quedaba autorizado para formar gobierno. A media mañana del día siguiente, Sánchez fue recibido en el palacio de la Zarzuela por Felipe VI, ante quien prometió una vez más cumplir y hacer cumplir la Constitución, y satisfecho este requisito protocolar, comenzó oficialmente su tercer mandato como presidente del Gobierno español.
Durante los días anteriores y parte del fin de semana, esa no fue, sin embargo, la noticia de la jornada. Sin duda, debían de haber sido horas de inmensa satisfacción para Sánchez, para su partido y para sus aliados de la alianza izquierdista Suma al materializarse el éxito de su esfuerzo por salir victorioso de una confrontación electoral contra un Partido Popular que en las elecciones municipales y autonómicas de mayo le había propinado a los candidatos socialistas una importante derrota. Una victoria obtenida gracias a los tejemanejes que definen la naturaleza institucional de los regímenes parlamentarios, pero también a los sucesivos errores estratégicos y tácticos que cometió Alberto Núñez Feijóo, sometido a la presión que de dos muy incómodos y ambiciosos aliados, Santiago Abascal, fundador del ultraderechista Vox, y de Isabel Díaz Ayuso, arrolladora presidenta de la Comunidad de Madrid.
No obstante haber logrado lo que parecía una misión imposible, en lugar de una gran fiesta para celebrar la victoria, los vencedores han reaccionado con extrema moderación, porque es evidente que el resultado de esta justa electoral en realidad ha marcado el inicio de lo que puede terminar siendo el más incierto y comprometido período de la historia política española desde el triunfo republicano en las elecciones municipales de 1931. Un hecho que no solo provocó entonces el colapso de la monarquía, sino que desencadenó una guerra civil que causó un millón de muertes y casi 40 años de dictadura implacable.
Precisamente la convicción de toda España de que esa trágica experiencia nunca más podía repetirse, y que lo peor sería tratar de saldar cuentas verdaderas o emocionales tras la muerte del dictador, propició que Adolfo Suárez, nombrado presidente del Gobierno por el rey Juan Carlos en 1976, convocara en 1977 a todos las fuerzas políticas y sociales del país con la finalidad de negociar lo que desde entonces se conoce como los dos Pactos de la Moncloa, sede de la Presidencia del Gobierno: uno para el saneamiento y reforma de la economía, el otro para el reordenamiento jurídico y político de España. Aquellos acuerdos dieron lugar al texto aún vigente de la Constitución de 1978 y permitieron, gracias a la lucidez de la dirigencia política de entonces, impulsar la transformación de una España hundida en el oscurantismo y la falta de libertades en una democracia moderna, europea y, sobre todo, estable.
Esa suerte de milagro político inimaginable lo avalaron con sus firmas y con la firmeza de su compromiso con España, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD), Felipe González (PSOE), Santiago Carrillo (Partido Comunista), Enrique Tierno Galván (Partido Socialista Popular), Josep Maria Triginer (Federación Catalana del PSOE), Joan Reventos (Convergencia Socialista de Cataluña), Miguel Roca (Convergencia i Unió), Juan Ajuziaguerra (Partido Nacionalista Vasco) y los más altos representantes de los sectores empresariales y sindicales del país. Es decir, un acuerdo que contó con el respaldo de la totalidad de la sociedad española.
Lamentablemente, las altamente peligrosas turbulencias de este momento crucial del proceso político español, que ponen en riesgo aquella estabilidad, no son exclusivamente indeseables efectos de los excesos políticos y la desmesurada teatralidad de las campañas electorales, sino en gran medida consecuencia del gradual agotamiento de las certezas que en 1977 habían facilitado la conciliación de los contrarios más empecinados y el borrón y cuenta nueva, y la transformación de los odios apasionados y los amores ciegos del pasado en civilizada disputa entre una izquierda moderada y una derecha igualmente moderada, en lucha democrática por conquistar el centro del espacio político español.
Debemos tener presente que la fragmentación que ha afectado por igual al PSOE y el PP hizo que las tendencias que cohabitaban tranquilamente en el seno de esos dos grandes bloques de izquierda y de derecha, cobraran carta de naturaleza. Y que así, los intereses grupales fueran imponiéndose y diluyendo el bipartidismo. Se hicieron palpable entonces los malabarismos típicos de los regímenes parlamentarios, cuya consecuencia directa es la inestabilidad crónica como santo y seña de las acciones políticas. Que es, exactamente, lo que ocurre en la España actual, pero con dos nuevos añadidos: la reactivación del legajo franquista como persistente expresión de extrema derecha y la pulsión independentistas que contamina el legítimo sentimiento nacionalista de vascos y catalanes, agravado durante la dictadura por la tóxica obsesión de control totalitario hasta en áreas tan naturales como las lenguas y las culturas regionales.
En el caso que nos atañe ahora, Núñez Feijóo, presidente del PP desde el año pasado como solución de emergencia para enfrentar la crisis interna de su partido generada por el enfrentamiento de Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado, su antecesor, no ha tenido tiempo para sentirse con suficiente fuerza política propia para ejercer su jefatura personal como candidato de su partido a la Presidencia del Gobierno y conducirlo a la victoria en las elecciones generales previstas para fin de año, pero adelantadas para el 23 de julio por astuta solicitud de Pedro Sánchez. De ahí quizá el doble error de convertir la campaña electoral del PP en un tema estrictamente personal: ponerle fin al sanchismo para que la elección sea de tú a tú con Sánchez y así acometer la tarea de fortalecer protagonismo, y por otra parte aliarse con Vox, sin medir los alcances que tendría sumar esos votos a cambio de identificarse con los propósitos extremistas de Santiago Abascal, que no compartía pero necesitaba, pero que en la práctica le cerraba las puertas con el conservador Partido Nacionalista Vasco (PNV) y alienaba el voto de votantes independientes del PP.
Algo muy similar le ocurrió a Sánchez. Como ni con los votos de Suma conseguía esa mayoría absoluta de la mitad más uno de los 350 escaños del Congreso de los Diputados para salir airoso de la prueba, no le quedó más remedio que negociar el voto de los 7 diputados del muy minoritario Junts per Catalunya, partido del prófugo de la justicia y exiliado en Bélgica expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, convertido por las operaciones básicas de la aritmética parlamentaria en el impresentable fiel de la balanza, al menos por ahora, de la política española. Un paso que ha traído tormentas que, cuando menos, crean una pérdida de equilibrio que a su vez ha sido combustible para alimentar multitudinarias manifestaciones de indignadas protestas callejeras en algunas ciudades de España, principalmente en Madrid, y un amenazante recrudecimiento de la crispación que caracterizó el desarrollo de las dos jornadas del debate parlamentario de investidura de Sánchez, crispación que sin la menor duda continuará enturbiando la vida política de España, más allá incluso de toda racionalidad, cuando dentro de nada comience el debate sobre la ley de amnistía que presente la bancada socialista sobre la acordada amnistía general a los imputados por su participación en la unilateral proclamación de independencia catalana el caliente 27 de octubre de 2017. Una ley que a todas luces no cuenta con respaldo alguno fuera de los reductos nacionalistas, y por lo tanto, circunstancia que aprovecharán Abascal y Núñez Feijóo para profundizar aun más las contradicciones del gobierno de Pero Sánchez con los más diversos sectores políticos y sociales del país, incluyendo en ese lote a la tendencia que dentro del PSOE encarnan dos de sus líderes históricos: Felipe González y Alfonso Guerra. Mal, pésimo comienzo, de este nuevo mandato presidencial del cada día más enigmático Pedro Sánchez.