Armando Durán / Laberintos: ¿Guerra civil en Venezuela?
¿Quién le pone el cascabel al gato? Es decir, ¿quién podrá persuadir a Nicolás Maduro de abandonar la Presidencia de la República por las buenas, aunque solo sea para evitar daños mayores?
No se trata de una pregunta ociosa. Desde el pasado 2 de abril, decenas de miles de ciudadanos indignados marchan a diario por las calles y avenidas del país reclamando la inmediata restauración del hilo constitucional y el estado de Derecho, desmantelados a lo largo del año 2016 y rotos definitivamente por las sentencias 155 y 156 dictadas por el Tribunal Supremo de Justicia a finales de marzo. Mediante esta doble ilegalidad, el máximo tribunal venezolano le arrebató a la Asamblea Nacional todas sus competencias constitucionales solo porque tres cuartas partes de sus escaños están ocupados por diputados de la oposición. De este solo plumazo desaparecía del escenario político nacional el poder Legislativo, una existencia demasiado incómoda para un régimen que nunca ha creído en la democracia como sistema político y el gobierno bolivariano, de ser un gobierno de duro y antidemocrático autoritarismo, pasaba ahora a ser una dictadura plena.
Por supuesto, este exabrupto jurídico provocó la inmediata respuesta de los partidos de oposición, que lo calificaron de golpe de Estado, razón por la cual convocaron al pueblo a la rebelión civil, pero también hizo que la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, comunista de toda su vida y ficha clave en la estructura de poder armada por Hugo Chávez para garantizar la permanencia indefinida de su proyecto hegemónico, sorprendiera al gobierno y a la oposición con su pública denuncia al TSJ por usurpar con sus sentencias normas constitucionales básicas e imprescindibles.
Desde ese instante crucial del proceso político venezolano se han consolidado tres verdades que hasta el día de hoy lucen inmutables. La primera, que el régimen “bolivariano” está resuelto a llegar a los más terribles extremos represivos con tal de conservar el poder. Por otra parte, que la inmensa mayoría de los venezolanos, cruelmente acorralados por los efectos de una crisis económica y humanitaria sin precedentes en la historia republicana de Venezuela, también está determinada a resistir hasta donde haya que llegar para producir un hondo cambio político y rescatar a los ciudadanos de la miseria y el desamparo. Por último, que ninguno de estos dos contrincantes, el pueblo de un lado y la fuerza bruta del otro, dispone de los medios necesarios para derrotar al otro. En el mundo de los hechos concretos, una imposibilidad práctica para escapar políticamente del callejón sin salida en que Chávez primero y Maduro después han encerrado a millones de venezolanos. Realidad que a su vez hace cada día más factible la eventualidad de un estallido social fuera de control, la también indeseable pero en ese caso necesaria intervención del ejército para restablecer el orden y la amenaza más que cierta entonces de que en medio de estas turbulencias se quiebre la unidad de las fuerzas armadas, con todas sus funestas consecuencias.
Este peligro se ha hecho más temible estos días, porque el general Vladimir Padrino López, poderoso ministro de la Defensa, declaró el martes que no quiere “ver más a un guardia nacional cometiendo una atrocidad.” Al día siguiente, sin embargo, las tropas de choque de la Guardia Nacional reprimieron a los ciudadanos en Caracas con mayor saña que nunca. Es decir, que al margen del hecho de que las palabras de Padrino López no tuvieron el menor impacto en la forma de actuar de la Guardia Nacional Bolivariana, transformada por el régimen en su implacable guardia pretoriana, o precisamente porque sus subordinados en la Guardia Nacional no le hicieron el menor caso al ministro, su condena pública pone de manifiesto, desde el corazón mismo de las tinieblas castrenses, que la conducta de la Guardia Nacional es atroz y viola los derechos humanos consagrados expresamente en la Constitución nacional. La pregunta que genera esta ruptura flagrante de la línea de mando resulta, pues, obligada: ¿Es Padrino López el único jefe militar que siente la necesidad de señalar el mecanismo ya habitual de reprimir a sangre y fuego las protestas pacíficas de la población, o su actitud más bien expresa la opinión de un sector significativo de los oficiales del ejército, la aviación y la armada?
Hace dos años, precisamente para evitar la violencia de un régimen al que no le importan las muertes ni el sufrimiento colectivos, la comunidad internacional y un sector importante de la oposición impulsaron la improbable opción de un diálogo entre el gobierno y la oposición, a pesar de que la experiencia de estos años de chavismo dominante ilustra cabalmente el hecho de que el régimen no tiene intenciones de negociar nada, sino que recurriendo al dilema tramposo de “o nos entendemos o nos matamos” cada vez que se encuentra en apuros, por ejemplo, cuando los sobresaltos del año 2002, las movilizaciones populares de 2014 y las concentraciones populares del año pasado, sus jerarcas simplemente aspiran a lograr una tregua, ganar tiempo y apaciguar las voluntades más radicales de una población que anhela enderezar los entuertos de un régimen empeñado en la tarea de reproducir en Venezuela, al precio que sea, la muy penosa experiencia del socialismo a la manera cubana.
En política, las reglas de oro son el diálogo, las negociaciones y los acuerdos, pero en el caso de Venezuela eso ya no es posible porque el régimen ha dejado bien en claro que no está dispuesto a dar ni medio paso atrás. La oferta de diálogo que plantearon Maduro y compañía en la primavera de 2016 como vía para superar los alcances devastadores de la escasez de alimentos y medicinas, la inflación galopante, el colapso de los servicios públicos de salud y la inseguridad personal, los cuatro jinetes del actual apocalipsis venezolano, venía avalado por la activa participación del Vaticano y del Departamento de Estado norteamericano como muy válidos facilitadores. Pero gracias a la presencia de estos dos importantes imperios, la ostensible nueva burla del oficialismo cerró amargamente la alternativa de ese dichoso entendimiento. El régimen ni siquiera respeta al Vaticano ni a Washington, que a finales del año pasado se sintieron forzados a levantarse de la mal llamada Mesa de Diálogo hasta que el régimen acepte cuatro condiciones que siempre se ha negado a aceptar: libertad para todos los presos y perseguidos políticos, reconocimiento pleno de las competencias de la Asamblea Nacional, un cronograma electoral real y la apertura de canales internacionales de asistencia humanitaria.
Llegados a este punto de desencuentros sin aparente remedio a no ser que el gobierno de Cuba comprenda que lo mejor para todos es facilitar la salida de Maduro para poner en marcha una transición concertada, las alternativas son muy limitadas y pavorosas. Eso hace que en Venezuela, en el hemisferio y en la Unión Europea crezca el temor a que de pronto comiencen a producirse acciones y reacciones temerarias. Razón más que suficiente para que cada vez más voces se hagan la pregunta que sirve de título a estas líneas. ¿Guerra civil en Venezuela?