Religión

-Armando Durán / Laberintos: Habemos papa

Colombia: el séptimo destino latinoamericano del papa Francisco

   No, todavía no tenemos papa, pero dentro de muy pocos días, el próximo miércoles 11 de mayo, 133 cardenales elegirán a uno de ellos para ocupar el trono que ha dejado vacante la muerte del papa Francisco. Mientras tanto, periodistas, opinadores, adivinos y hasta casas de apuestas en Las Vegas hacen sus quinielas para despejar una incógnita nada esotérica generada por la confrontación  entre la espiritualidad de la doctrina religiosa y las maniobras, las artimañas y los crímenes que le han permitido a sus jerarcas, en el marco de inmensas turbulencias políticas y financieras, ejercer el poder terrenal del Vaticano con mano de hierro, nunca en función de su tradición evangélica, sino según los intereses más tangibles y profanos de la acción política y financiera. De ahí que hace 12 años, al ser electo papa el cardenal José Mario Bergoglio en medio de los gigantescos escándalos de abuso sexual a menores, “crímenes despreciables”, los llamó el papa Benedicto XVI, y los abrumadores casos de corrupción de los encargados de la gestión financiera del Vaticano revelados por las entregas de los llamados Vaticanleaks, adoptó el nombre de Francisco, precisamente en homenaje a Francisco de Asís, y caracterizó el estado de la Iglesia católica en aquella penosa encrucijada como la de un enfermo de “Alzheimer espiritual.”

   El tema central de este nuevo Cónclave pondrá en peligrosa evidencia la contradicción entre las verdades inmutables de la religión católica y las realidades materiales del quehacer de los hombres de carne y hueso en el implacable universo de la política y las finanzas. Por otra parte, mucho tendrán que ver sus decisiones con la conducta moral de quienes concentran en sus manos los privilegios que les concede el hecho de ser los representantes de un Dios humilde y desamparado en un mundo intoxicado por las guerras, la explotación de los más pobres e ignorantes y la acumulación sin límites de riqueza material. Por estas incoherencias inevitables, y ante la conducta impropia de muchos obispos y cardenales, quizá basándose exclusivamente en la estupenda Cónclave, última película del laureado director alemán Edward Berg sobre esa reunión a puertas herméticamente cerradas de unos pocos cardenales para seleccionar a quien de entre ellos va a dirigir los pasos de un rebaño compuesto por 1390 millones de fieles creyentes, y en cuyo desarrollo se muestra la trastienda de ese universo de cardenales enclaustrados como si a fin de cuentas fueran los intrigantes dirigentes de un partido político en busca de un candidato presidencial. Sería un grave error interpretar esas disputas internas en la cúpula de la Iglesia católica como un simple enfrentamiento sin cuartel entre tendencias grupales y ambiciones personales. Es eso, por supuesto, pero también mucho más. A fin de cuentas, desde que en 1929 Benito Mussolini, deseoso de contar con el respaldo de la Iglesia católica en un país absolutamente católico para impulsar su proyecto fascista, y el papa Pio II, que percibió en esa necesidad política de Mussolini la posibilidad de recuperar para el papado la condición de Estado que le arrebató Giuseppe Garibaldi al ocupar Roma en 1870 y convertir la capital de los Estados Pontificios en capital de su Roma por fin unida, firmaron ese año el tratado de Letrán, mediante la cual Mussolini le cedía a la iglesia 45 hectáreas en el centro de Roma, sin duda muy pequeño territorio, pero suficiente para salir de los muros de la basílica de San Pedro y reclamar ante el mundo su condición de Estado físico y político. Pocos años después, al conquistar Adolf Hitler el poder en Alemania, con la finalidad de salirle al paso al nuevo régimen, estrechamente vinculado al de Mussolini, mandó a Berlín a su secretario de Estado, el cardenal Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII, a negociar un concordato con el naciente régimen nazi, documento que firmó con el vice canciller Franz Von Papen.

   A partir de esas dos decisiones papales, a la que pronto se sumó la neutralidad del Vaticano decretada por Pío XII al estallar en 1939 la Segunda Guerra Mundial, la suerte política del papado estaba en veremos. No bastó que bajo cuerda el Vaticano se convirtiera a partir de 1943 en refugio para miles de judíos romanos amenazados por las tropas alemanas tras el desembarco aliado en Sicilia como paso previo a la invasión de Italia para que la ambigüedad papal obligara a la todopoderosa Curia romana, al morir Pío XII, a inclinarse en 1958 a la elección de un cardenal italiano sin mácula política, y resultó seleccionado Angelo Roncalli, Juan XXIII, quien para sorpresa y estupor de la Curia romana que lo había elegido para que le lavara la cara al Vaticano, pero sin alterar sus viejos equilibrios, tres meses más tarde convocó el Concilio Vaticano segundo, con la finalidad, sostuvo, de “actualizar” al Vaticano. A partir de ese punto controversial, el enfrentamiento entre quienes estaban resueltos a defender sus privilegios tradicionales contra viento y marea y quienes ansiaban un cambio estalló el 25 de enero de 1959, fecha en que Juan XXIII lo convocó. Un trasfondo que sigue vigente el día de hoy.

   A partir de aquel año 1959, y sobre todo cuando el sucesor de Juan XXIII, el papa Pablo VI, dio por terminado el Concilio en 1965, se hizo realidad la sustitución del latín por las lenguas vernáculas, un cambio que iba mucho más allá del ámbito estrictamente lingüístico, porque le permitió a la Iglesia católica acercarse a las poblaciones más humildes del planeta, sobre todo en el Tercer Mundo. Tras el Concilio, el Vaticano, pudo extender su poder político y financiero a todo el planeta, pero paradójicamente, la jerarquía eclesiástica, contra lo que muchos creían que ocurriría, dominada por los cardenales italianos, aumentó su poder hasta extremos que llegaron a superar con creces los más delirantes deseos y ambiciones de sus miembros.

   Para llegar a ese punto y desembocar en la encrucijada que significó la elección del cardenal Bergoglio para ocupar el trono que dejaba vacante Benedicto XVI con su renuncia, las posiciones adoptadas por el papa Francisco ahondarían esta contradicción entre el trabajo pastoral de la iglesia y las más desaforadas ambiciones personales de la Curia. Ni siquiera los escándalos que jalonaron los años trascurridos desde el Concilio Vaticano segundo y la entronización del papa Francisco redujeron el poder de la Curia. Nada, ni siquiera las groseras ilegalidades del banco Vaticano y el banco Ambosiano, del que el Vaticano era principal accionista, asociados a la mafia italiana y newyorkina de la mano de Michel Sindona, banquero de la familia Gambino, que terminaría encarcelado en Nueva York y asesinado con cianuro en su celda; ni la infiltración en el Vaticano de la logia masónica P 2 gestionada en el mejor estilo mafioso por su gran maestre, Licio Gelli; el asesinato de Roberto Calpi, presidente del Ambosiano, ni la orden judicial de busca y captura de Paul Marcinkus, el cardenal estadounidense presidente del banco Vaticano y artífice de todos los turbios negocios financieros del Vaticano, incluyendo el lavado de dinero de la mafia; ni la muerte por causas misteriosas del papa Juan Pablo Primero apenas 33 días después de haber sido entronizado y haber denunciado la influencia inaceptable de la criminal logia masónica P2 en la gestión del Vaticano; ni la alianza de Juan Pablo II con los servicios de inteligencia de Estados Unidos durante el mandato de Ronald Reagan para facilitar su objetivo político de financiar al sindicato independiente Solidaridad y asistirlo a él en su propósito de desestabilizar el poder soviético en su natal Polonia y en el resto de Europa, objetivo irrefutable pero ajeno a su tarea apostólica; ni la renuncia de Benedicto XVI, la primera de un papa en 600 años porque entendió que esa era su única alternativa para enfrentar el desafío que representaba la impunidad de la Curia romana para cometer todo tipo de desmanes, como revelada los Vaticanleaks. Pero a pesar de todos pesares, nada, ni siquiera la elección de Bergoglio en el Cónclave del 2013 produjo los cambios que deseaban la mayoría de los cardenales. Una elección que para muchos fue un grave error, pero cuyas reales consecuencias solo la veremos la semana que viene, cuando más allá de los acertijos y las apuestas, se anuncie la identidad del nuevo papa. Solo entonces podremos percibir si los 12 años del papado de Francisco han sido significativos o si como advertía Tomasi de Lampedusa en su Gatopardo, todo debe cambiar solo para que todo siga igual.

 

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