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Armando Durán / Laberintos: ¿Hacia dónde va Venezuela?

 

 

                   Nicolás Maduro y Maikel Moreno

   Caracas amaneció, este martes 4 de abril, en virtual estado de guerra. Todos los accesos a la ciudad quedaron cerrados desde la medianoche anterior por efectivos militares. Piquetes de la Policía Nacional Bolivariana y la Guardia Nacional se apostaron en puntos claves de la ciudad. Una docena de estaciones del metro en el centro de la ciudad no abrieron sus puertas esa mañana. Y grupos de paramilitares rojos-rojitos rodearon el Palacio Federal Legislativo para impedir el ingreso de los diputados al recinto de la Asamblea Nacional. Todo, porque ante las dos sentencias del Tribunal Supremo de Justicia mediante las cuales Maduro decidió usurpar lo poco que le quedaba de incómoda existencia a la Asamblea -grosera respuesta del régimen a la rotunda defensa hecha por la mayoría de los gobiernos de la región a los valores de la democracia que la deriva totalitaria del gobierno Maduro ponía en evidente peligro- el régimen chavista no iba permitir que el repudio de la mayoría de los países miembros de la OEA rompiera el cerco oficialista a una oposición que ahora, por primera vez en 18 años, con el respaldo de la comunidad internacional, se sentía con fuerza suficiente para enfrentar al régimen, incluso en la calle.

   Fue la más desesperada, infeliz, y como se ha visto, más infructuosa de las decisiones tomadas por Maduro para conservar un poder que por su propia incompetencia ya se le escapaba de las manos a velocidad vertiginosa, y cuyo resultado inmediato ha sido demostrarle al mundo que en Venezuela se había producido un golpe de Estado. Ante esta realidad, Almagro convocó una nueva reunión del Consejo Permanente y, a pesar de la maniobra venezolana por impedirla por intermedio del representante de Bolivia en la OEA, quien casualmente asumía esa mañana la Presidencia del Consejo Permanente, Almagro logró el respaldo mayoritario de los países miembros. Si una semana antes el embajador Luis Alfonso de Alba, representante de México en la OEA, había resumido aquella primera reunión sobre la situación política de Venezuela afirmando que en los próximos días la OEA decidiría el mecanismo que permitiera trazar una hoja de ruta capaz de promover la restauración del orden democrático y el estado de Derecho en el país, esa conclusión resultaba ahora insuficiente. Según el acuerdo aprobado el lunes 3 de abril, en Venezuela, como consecuencia directa de las dos sentencias dictadas por la Sala Constitucional del TSJ, se había roto el orden constitucional, razón por la cual se considera “esencial” que el gobierno Maduro resuelva este problema en los próximos días.

   A finales de la semana pasada, la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, comunista de toda su vida y muy destacada figura del chavismo que desde hace años se ha echado sobre los hombros la tarea de perseguir y encarcelar a los principales adversarios del régimen, sorprendió a Maduro y a buena parte de sus lugartenientes declarando a la prensa que las dos sentencias de la discordia constituían en efecto una ruptura del hilo constitucional. Esta imprevista declaración sembró la incertidumbre en el ánimo de un país que se creía curado de espantos. ¿Qué significaba que Ortega desafiara de este inaudito modo la decisión del TSJ, es decir, de Maduro? Algunos analistas recordaron que Ortega había llegado al cargo de la mano de Diosdado Cabello y que su insubordinación podía formar parte de las luchas internas que desde la muerte de Hugo Chávez corroen las entrañas del régimen. ¿O se trataba acaso de una ardid de Ortega para impedir que el TSJ, gracias a sus sentencias ejerciendo las funciones de la Asamblea, único poder en capacidad de sustituirla, pudiera sacarla anticipadamente del juego?

   Al final de este cuento de enredos, la declaración de Ortega contra las dos sentencias del TSJ le sirvieron a Maduro para intentar salirse de la trampa que de repente se había abierto a sus pies: ese mismo viernes 31 de marzo convocó a una reunión de urgencia del llamado Consejo Nacional de Defensa, organismo de consulta al presidente en materia de seguridad y defensa, al cual pidió lo asesorara en virtud del impase entre el TSJ y la Fiscalía, generado por la muy controversial declaración de Ortega. O sea, que para salirse por la tangente, pasó por alto la verdadera intención de las sentencias y redujo lo que a todas luces era un golpe de Estado a un conflicto de poderes. En todo caso, pasada la medianoche, el Consejo “exhortó” al TSJ a revisar sus sentencias, sugerencia que los magistrados del máximo tribunal acogieron de inmediato. Aunque la ley no permite que un tribunal revoque total o parcialmente una sentencia suya, la Sala Constitucional del TSJ reculó, una decisión tan o aún más escandalosa que el hecho de haberse prestado a liquidar la Asamblea Nacional de un solo plumazo. En la práctica, sin embargo, los asesores de Maduro, que consideraron posible eludir la amenaza que significaba el repudio regional al régimen chavista, así fuera al muy elevado precio de mostrar ante propios y extraños la debilidad ya inocultable de Nicolás Maduro como cabeza visible de un proceso político que en realidad parecía entrar en su fase terminal, se equivocaron por completo. Ni la OEA aceptó como buena la rectificación in extremis del TSJ, ni la oposición venezolana siguió deshojando la margarita de sus indecisiones. 

   Este fue el preludio de lo que comenzó a producirse este martes 4 de abril, fecha prevista por la oposición para que en la sesión de esa tarde la mayoría opositora destituyera a los 7 magistrados de la Sala Constitucional del TSJ, un acto que profundizaría dramáticamente la crisis política. La ocupación militar y paramilitar de Caracas perseguía el objetivo de impedir que los diputados de la oposición pudieran materializar, esta vez acompañado de miles de ciudadanos comprometidos con la consigna NO + DICTADURA que coreaban a gritos y reproducían en carteles y pancartas, un desafío que le imprimía a la situación un tono completamente nuevo. Y lo lograron, aunque sólo fuera por unas pocas horas, y a cambio de exhibir, sin ningún pudor, la brutalidad de que son capaces los supuestos guardianes del orden público.

   Las protestas con que un sector de la oposición liderizado por Leopolodo López, María Corina Machado y Antonio Ledezma conmocionó al país desde febrero a junio de 2014 fracasó entonces, porque otro sector, liderizado por Henrique Capriles, Julio Borges y Henry Ramos Allup, le dieron la espalda a los “radicales” y corrieron a reunirse con Maduro en el palacio de Miraflores para tratar de encontrarle una salida negociada a la crisis. La situación, ahora, es muy distinta. Por primera vez en esta larga lucha entre las fuerzas democráticas y el chavismo la oposición comparte, no sólo el objetivo de un cambio político, sino la estrategia para lograrlo. La finalidad sigue siendo la celebración de elecciones para cambiar de presidente, gobierno y régimen pacíficamente lo antes posible, pero para todos el único camino posible para lograrlo es finalmente la calle. Esta unidad de propósitos y estrategia cuenta ahora, además, con dos aliados invalorables. Por una parte, la comunidad internacional, harta de los desmanes y las burlas de un régimen que ya resulta inaceptable para todos, y una iglesia que por intermedio de la Conferencia Episcopal Venezolana ha declarado al diálogo con el gobierno muerto y enterrado, y que en homilía leída el domingo 2 de abril en todas las iglesias del país convoca a los venezolanos a la rebelión civil.

   Imposible predecir cuál será el resultado de esta nueva confrontación. Una cosa sí parece quedar clara. Cualquiera de ellas pasa por la salida de Maduro del palacio de Miraflores. O el régimen, una vez sacrificado Maduro, permanece en el poder a sangre y fuego, o en un plazo muy breve de tiempo el régimen tendrá que rendir sus armas y dar paso a un período de transición que le permita a los venezolanos, sin injerencia cubana o de ningún otro poder extraterritorial, trazar el camino que le devuelva a la patria de Bolívar la democracia y la libertad. Una realidad que a estas alturas del proceso y de la crisis, luce absolutamente inevitable.  

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