Armando Durán / Laberintos: Hacia la transición en Venezuela
Dos nuevos y muy importantes ingredientes se añaden estos días a la grave crisis política venezolana. Por una parte, los protagonistas de las grandes movilizaciones que desde hace casi 50 días acorralan a Nicolás Maduro y a su gobierno, a pesar de la represión brutal, de decenas de muertos, centenares de heridos y miles de detenidos no dan la menor señal de debilitamiento sino todo lo contrario: cada día aumenta el número de ciudadanos en las calles de todo el país y cada día la indignación popular es mayor.
Por otra parte, ante la magnitud creciente de esta auténtica y al parecer indetenible marea popular, la comunidad internacional, por comodidad siempre partidaria de distanciarse de los conflictos internos de los demás, comienza a preocuparse seriamente por la crisis política venezolana. Como señalaba el miércoles Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional, “Venezuela es el mayor problema de América Latina.” En consecuencia, no sólo la OEA, también la Unión Europea y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas han colocado la crisis venezolana en la agenda de sus prioridades.
La suma de estos dos factores coloca al gobierno Maduro, al régimen chavista y, por supuesto, al gobierno de Cuba, que más allá de la posible solidaridad política depende de la asistencia económica y energética de Venezuela aunque desde hace más de un año viene dejando de ser lo que era, en un ingrato callejón sin salida. Por ejemplo, hace un par de días, el general Vladimir Padrino, ministro venezolano de la Defensa, anunció que ante la gravedad de la situación creada por las protestas en el estado Táchira su despacho ha decidido reforzar la presencia militar en esa entidad estadal con el envío de dos mil efectivos de la Guardia Nacional y 300 miembros de tropas especiales. No obstante, la rebelión popular y la presión internacional no son suficientes para sacar a Maduro del poder y cambiar de gobierno y régimen, los tres grandes objetivos políticos de ese 80 por ciento de la población decidida a restaurar el hilo constitucional y el estado de Derecho.
¿Qué quiere decir esto? ¿Que la rebelión popular venezolana, una experiencia inédita en los anales de las luchas políticas latinoamericanas, es un sacrificio que a la larga resultará inútil? Por supuesto que no. Lo que ocurre en Venezuela desde el pasado 2 de abril es una realidad irreversible. Los venezolanos no lucen a punto de dar ni medio paso atrás, pero este extraordinario esfuerzo colectivo no basta para rendir a un gobierno que tampoco puede salirse con la suya y que a todas luces, obligado por la obsesión de permanecer en el poder a toda costa y por la presión de factores que tampoco pueden permitirse el lujo de bajar la guardia, está inclinado a a seguir gobernando a pesar del estado de ingobernabilidad que impera en el país.
En la historia de los conflictos sin opciones de solución a favor de uno o de otros, surge la necesidad de negociar y llegar a acuerdos que permitan superar cuanto antes las contradicciones al menor costo posible para todos. El problema es que la pésima experiencia en materia de diálogos entre el gobierno venezolano y la oposición, desde los remotos tiempos del breve derrocamiento de Hugo Chávez el 11 de abril de 2002 y las turbulencias de llamado paro petrolero de diciembre de ese año y enero del siguiente, hasta la Mesa de Diálogo instalada en Caracas el otoño del año pasado con el auspicio del Vaticano y del Departamento de Estado norteamericano, en Venezuela ya nadie cree en pajaritos preñados ni otros recursos de ilusionista de feria. Ni Chávez antes no Maduro ahora han promovido la opción del diálogo para destrancar situaciones agónicas como aquellas o como esta, sino para enfriar el ánimo de sus adversarios políticos y ganar tiempo para reorganizar sus fuerzas y continuar avanzando en el desarrollo de lo que Chávez llamaba “el proceso.” Un engaño sistemático del oficialismo que determina un problema sin solución: el dirigente opositor que a estas alturas mencione la palabra “diálogo” sabe de antemano que hacerlo equivale a un irremediable suicidio político. Por esta simple razón se evita referirse a esa opción y se recurre, como hizo esta semana la Asamblea Nacional, a otro término: la transición. Aunque al hacerlo, sin marcar distancia de lo que puede confundirse con una política de apaciguamiento, como le acaba de suceder Freddy Guevara, vice presidente de la AN y uno de los más destacados dirigentes de estas grandes movilizaciones de protesta. Al no saber cómo plantear el tema de una negociación para la transición sin dar la impresión de que su voluntad de lucha no es tan firme como se le suponía, también sintió el súbito, inmediato y terminante rechazo de la calle.
Se trata, sin duda, de la más difícil maniobra a ensayar por la oposición. ¿Cómo aspirar a poner en marcha la anhelada transición si no se llega antes a un acuerdo con algunos factores, civiles y militares, del llamado régimen chavista? En otras palabras, ¿es posible pensar una salida pacífica de esta crisis política sin negociar esa salida con factores chavistas, incluyendo en el lote al gobierno de Cuba, resueltos a sacrificar una porción importante del poder acumulado a lo largo de los últimos 18 años, aunque sólo sea para no perderlo todo? Sin duda, una tranca difícil, muy difícil, casi imposible, pero que mientras no se supere le cerrará el paso a la necesaria transición y en cambio alimentará el caos que ya está contaminando la vida nacional con los peores gérmenes de la descomposición política y social.
En esta compleja maniobra política deben participar muy activamente el Vaticano, el gobierno de Estados Unidos y el de Cuba. Si no se logra armar este dispositivo, y si no se deposita en las manos de sus representantes el poder para hacer avanzar a Venezuela hacia un gobierno de transición tras la previa la salida de Maduro de la Presidencia de la República, no será posible satisfacer la urgente necesidad de devolverle sus competencias constitucionales a la Asamblea Nacional, de poner en libertad a todos los presos políticos, y de reestructurar a los demás poderes públicos, comenzando por el Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral, pasos imprescindibles para celebrar, en el menor plazo posible, con total transparencia y bajo supervisión de los organismos internacionales correspondientes, elecciones generales.
Para alcanzar este objetivo es que la Venezuela democrática ha tomado las calles y está resuelta a no abandonarlas. Si no lo consigue, si a pesar de todos los pesares continúa la inmensa mayoría de la población la peligrosa tarea de negarse a buscar canales de comunicación válidos con esos factores internos y externos, civiles y militares, inclinados aunque sea por oportunismo a facilitar un cambio político, el camino que tendrán que emprender los ciudadanos será el de las más enconadas y sombrías espinas. Muy costoso y sin posible vuelta atrás. O sea, el camino que nos conducirá al más insondable de los abismos.