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Armando Durán / Laberintos: Joe Biden, rumbo a la Casa Blanca

 

Este miércoles 20 de enero, Joe Biden, tras cuatro años de ausencia, volverá a la Casa Blanca, ahora como 46º presidente de Estados Unidos. No ha sido una travesía fácil. Primero, una campaña electoral particularmente crispada; después, semanas de extenuantes desconciertos y turbulencias. Acciones y desaciertos sin medida que agitaron azarosa y excesivamente las aguas norteamericanas desde la misma noche del 3 de noviembre hasta la tarde del 6 de enero, cuando una multitud de enardecidos partidarios de Donald Trump trató de tomar por asalto el Capitolio Nacional, donde en esos momentos senadores y representantes de ambos partidos se disponían a recibir y validar o no el informe final del Colegio Electoral sobre el resultado de la elección presidencial. Sin la menor duda, una jornada inaudita, de ciega violencia callejera, transmitida a todo el mundo por la televisión en vivo y en directo, que terminó siendo el último episodio, por ahora, de la delirante estrategia adoptada por Trump para revertir por cualquier medio la voluntad ciudadana expresada en las urnas electorales. Es decir, su último afán por conservar el poder contra viento y marea, aunque ello entrañara subvertir el orden constitucional y poner en peligro la estabilidad del sistema político de Estados Unidos.

 

El tiro, sin embargo, le salió a Trump por la culata. Aquel acto de desesperación casi infantil por aferrarse a la silla presidencial provocó una ola de indignación de tal magnitud, incluso dentro de su propio partido, que se sintió obligado a dar un paso atrás para ganar tiempo, como hizo en su segundo debate televisivo con Biden para remediar la mala impresión que causo su feroz agresividad durante el primer debate. En este caso, por supuesto, Trump seguirá desconociendo la victoria de Biden hasta el último día del juicio final, porque nunca dejará de atribuirla a una conjura demócrata por desvirtuar el resultado de la votación. Por esa razón anunció que no asistirá este miércoles a la juramentación de su adversario, ceremonia que sí contará, en cambio, con la presencia solidaria de los tres expresidentes aun vivos, el republicano George W. Bush, quien a los pocos días de las elecciones de noviembre exhortó a Trump a admitir su derrota, y los demócratas Bill Clinton y Barak Obama. De todos modos, Trump condenó a medias el uso de la violencia, informó que no obstaculizaría en absoluto la pacífica transmisión de mando y de inmediato comenzó a mudar sus objetos personales fuera de la Casa Blanca. Gestos y palabras que nadie sabe si resumen un cambio de fondo real, o solo son más de los mismo.

 

En todo caso, y como reacción inevitable a los sucesos del 6 de enero, la Cámara de Representantes, con el voto unánime de la bancada demócrata y los votos de algunos representantes republicanos, primera señal del cisma que probablemente partirá en dos al partido republicano, aprobó solicitar al Senado abrir un segundo juicio político a Trump, mientras todavía sea presidente de Estados Unidos. Dos espectáculos simultáneos en el tiempo y el espacio, juramentación de un nuevo presidente de la Unión, y juicio político y posible condena del presidente saliente, en el escenario inimaginable de una ciudad, Washington, tomada esta semana por 25 mil efectivos militares y policiales en previsión de que los grupos de extrema derecha que apoyan a Trump cumplan sus amenazas de interrumpir violentamente la juramentación de uno y el juicio del otro. Una situación muy penosa, que lamentablemente se reproduce en todas las capitales de estado del país.

 

Este rápido e imprevisto deterioro del clima político norteamericano fue ocasionado por los sucesivos reveses que sufrieron Trump y sus abogados en los muchos tribunales a los que acudieron a reclamar “justicia”, incluyendo en el lote a la mismísima Corte Suprema de Justicia, que con los votos de sus 9 magistrados le negó a Trump sus argumentos. Frustración de niño malcriado al que le quitan la golosina que se llevaba a la boca, que condujo a Trump a cometer el irreparable error de excederse a sí mismo con la arenga que ese infausto 6 de enero le dirigió en Washington a sus partidarios, a quienes instó a ingresar al Capitolio Nacional y poner las cosas en su deseado sitio.

 

Queriéndolo o no, el asalto fue visto por buena parte del país y por casi todo el mundo como una agresión directa al mismísimo corazón de la democracia como sistema político de Estados Unidos, nada más y nada menos que instigada por Trump. Y ha hecho que un sector de la dirigencia republicana perciba ahora al derrotado presidente como una auténtica y muy peligrosa amenaza, al menos para el futuro del partido republicano. Porque como ha advertido el propio Trump, en su menú de opciones se destaca la posibilidad de aspirar a ser el candidato presidencial del partido en las elecciones de 2024. Una circunstancia que provocaría una crisis interna irremediable del universo republicano, que a su vez contribuiría a ponerle fin al bipartidismo, fórmula que hasta el día de hoy le ha garantizado a Estados Unidos estabilidad política y unidad nacional.

 

Mucho me temo que ese sueño se convierta pronto en pesadilla. Estados Unidos, acosado desde hace 10 meses por la indetenible pandemia del Covid-19 y por sus devastadoras consecuencias económicas y humanitarias, ¿está en condiciones de sobrevivir a una crisis política que podría adquirir muy pronto niveles de conflictividad explosivos? Por lo pronto, esta semana, en paralelo a la tensa juramentación de Biden, en el hemiciclo del Senado se librará la primera escaramuza de la batalla por venir. Sobre todo, porque tras la elección de los dos candidatos demócratas para ocupar los dos escaños de Georgia que estaban vacantes, se colocó el control de esa cámara en manos demócratas. Por otra parte, algunos senadores electos en las listas republicanas ya han manifestado su decisión de votar a favor de la destitución de Trump, una condena al parecer inevitable, pero sin que esa sentencia produzca la destitución del presidente, pues para cuando termine el juicio Trump ya no será presidente. No obstante, su reprobación en el Senado también acarrea una pena potencialmente explosiva, la de su inhabilitación inmediata para aspirar a cualquier cargo de elección popular.

 

De este sinuoso modo, la simple existencia de Trump como manzana de la discordia en el Senado de Estados Unidos, acorrala a los muy preocupados senadores republicanos y a los jefes de su partido. Si bien esa inhabilitación les quita un mortal dolor de cabeza al eliminar su eventual pretensión de volver a ser candidato presidencial del partido, la consecuencia de una sentencia en su contra puede ser provocar el mismo resultado, o sea, la división interna, ya que en ambas situaciones Trump sería expulsado de los futuros juegos electorales. Es decir, que bien si lo condenan como si no, el enigma Trump seguirá sin descifrar por tiempo indefinido, a no ser que decida abandonar su frenética carrera por seguir actuando como Donald Trump. O sea, que tanto como candidato de su partido o como jefe de un trumpismo populista, impetuoso y radical, Trump seguiría siendo una piedra en los zapatos de todos sus posibles enemigos y se nutriría de esas decenas de millones de ciudadanos a quienes durante los cuatro años de su gobierno les dio certificados de existencia.

 

Mientras tanto, los jefes republicanos continuarán pasando los días y las noches de insomnio sin superar del todo la incertidumbre actual ni el justificado temor a un porvenir peor. Frente a ellos, Biden y su equipo tendrán que asumir el probable reto que le presentarán Trump y su gente desde la calle, recurriendo a las fuerzas de la legalidad para transformar sus ofertas electorales en realidades que satisfagan las urgentes necesidades de los ciudadanos y derrotar las fuerzas “populares” que les echará Trump encima. Por ahora sabemos que su primera medida como nuevo Presidente será la firma de la orden ejecutiva mediante la cual Estados Unidos reingresa al Acuerdo de París sobre el cambio climático, tema prioritario de su oferta electoral que muy poco le dice a los ciudadanos corrientes, pero nada concreto sabemos del contenido de otras órdenes ejecutivas y diversas propuestas legislativas, anunciadas sin entrar en sus detalles por su jefe de Gabinete, como por ejemplo, la puesta en marcha de un frente único a nivel nacional fundamentado en razones exclusivamente científicas para enfrentar el desafío del Covid-19; sobre la manera de distribuir una partida presupuestaria de 1.9 trillones de dólares que se destinarán a mitigar los efectos de la pandemia y de otras iniciativas legislativas en materia migratoria y de desigualdad racial. A este lado incierto de la cancha de juego, el resto del planeta, muy especialmente América Latina, esperamos a conocer cuáles serán los caminos que a fin de cuentas tome Biden y su gente para remediar los distanciamientos, las alianzas y los desencuentros, los silencios, la indiferencia y el tono de las relaciones generadas y degeneradas por el gobierno anterior y no especificadas aun por un gobierno que da sus primeros pasos en un terreno minado por la crisis y por el desafío de sus feroces adversarios. De algo sí estamos casi seguros. Biden, como buen demócrata que es, y a todas luces bajo la influencia decisiva de Obama, tratará de negociar con el mundo exterior acosado por Trump alguna forma de reconciliación y entendimiento. Para muestra un botón: el gobierno Biden ya ha informado que levantará la prohibición de ingresar a territorio estadounidense a los ciudadanos de siete países musulmanes.

 

 

 

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