El martes 23 de julio, al cumplirse 6 meses exactos de su juramentación como presidente interino de Venezuela, Juan Guaidó decidió celebrar la sesión ordinaria de la Asamblea Nacional correspondiente a esa mañana en la Avenida Principal de la caraqueña urbanización Las Mercedes, a muy corta distancia de donde había tenido lugar su primer encuentro callejero con un pueblo delirante de optimismo. Este martes, sin embargo, aquel gentío impresionante de enero y de tantas otras ocasiones no respondió a su llamado. Mucho menos a la movilización que convocó para el viernes 25 de la que nadie volvió a hablar. ¿Por qué? ¿Qué diablos ha sucedido desde entonces para producir esta sorprendente modificación en la conducta de sus seguidores? ¿Acaso nos hallamos ante el ocaso, muy prematuro por cierto, de lo que hace apenas 6 meses parecía ser el nacimiento de una fuerza democrática indetenible?
Se inicia la crisis
Desde el año 2000, buena parte de Venezuela comenzó a vislumbrar en el horizonte nacional la amenaza de una tormenta de altísima peligrosidad. Desde entonces, y a medida que el riesgo se hacía mayor, fue creciendo en el alma nacional la necesidad de imprimirle al país un nuevo rumbo político y social. Y desde entonces, cada día con mayor intensidad, se fue consolidando la impresión de que esa ilusión estaba a punto de hacerse realidad. Sin embargo, cuando Hugo Chávez primero y desde hace 6 años Nicolás Maduro parecían estar acorralados en un callejón sin salida, ¡Plufff!, la vieja y contaminada dirigencia de los partidos tradicionales volvían a no estar a la altura de las circunstancias. A fin de cuentas, las componendas y los acomodos por arriba que habían caracterizado la vida de esos partidos durante el antiguo régimen democrático y la insuficiencia colectiva de sus dirigentes volvían a hacer de las suyas mientras los ciudadanos comenzaban a hundirse en el abismo de miseria y desesperación en que actualmente se descompone la república.
Los primeros frenazos que sufrió este afán restaurador de la democracia venezolana se produjeron a lo largo del año 2002. La impaciencia y la indignación de la gente desembocó en la materialización de una alianza formidable e invencible de sindicatos obreros, gremios profesionales, todos los sectores empresariales agrupados en Fedecámaras, la Iglesia Católica y hasta del Alto Mando Militar. “Chávez, renuncia” fue el clamor del pueblo de Caracas que aquel 11 de abril terminó con Chávez preso por los oficiales disidentes de entonces. Al día siguiente, en el Palacio de Miraflores, se juramentó un improvisado gobierno provisional.
Nunca antes ni después Venezuela ha estado tan cerca de concretar sus anhelos de cambio, pero ya desde aquella lejana fecha, la escasa calidad del liderazgo de la oposición, las contradicciones en el seno de la dirigencia civil y militar del movimiento, los desencuentros y las mezquinas ambiciones personales, sumados a la incomprensión de la compleja y turbulenta realidad que Chávez venía construyendo desde que asumió la Presidencia de Venezuela en febrero de 1999, hicieron fracasar, en apenas 47 horas, esa confusa acción. Sin embargo, Chávez, reinstalado en su despacho presidencial pero obligado por la pavorosa circunstancia de su derrota y presión, en su alocución al país el 14 de abril, alzando un crucifijo de buen cristiano como señal de su compromiso a someterse a las presiones que casi lo habían puesto fuera de juego, le pidió a los venezolanos públicas disculpas por los errores cometidos y prometió hacer las correcciones que hicieran falta para retomar el camino de la democracia y la racionalidad económica.
En esa encrucijada decisiva de la historia republicana de Venezuela quedó definida la estrategia del régimen, aceptada de inmediato por las cúpulas políticas, económicas y sociales del antiguo régimen de acuerdo con el falso dilema de “o nos entendemos o nos matamos”. Fructífera cohabitación de beneficios compartidos instrumentada a partir de noviembre de ese año 2002, que muy pocos meses después le permitió a los ex presidentes Jimmy Carter de Estados Unidos y César Gaviria de Colombia servirle a Chávez la tristemente célebre Mesa de Negociación y Acuerdos. Tramposa negociación y tramposos acuerdos que a su vez validaron la fraudulenta victoria de Chávez en el referéndum revocatorio de su mandato presidencial celebrado el 15 de agosto de 2004. Comenzaba así, manipulado por la maquinaria en formación de régimen y por sus asesores cubanos, el hegemónico dominio político de Chávez.
“Nos entendemos o nos matamos”
Para completar esta “normalización” de la vida política nacional, dos años más tarde, en vísperas de las elecciones generales previstas para diciembre, los tres precandidatos presidenciales de la oposición, Teodoro Petkoff, Julio Borges y Manuel Rosales, acudieron a la sede del Consejo Nacional Electoral para notificarle a Tibisay Lucena, recién nombrada entonces presidenta de un organismo que todavía preside para mayor gloria del chavismo reinante, que la oposición reconocía la imparcialidad de un CNE que a los ojos del país ya había demostrado funcionar como simple extensión administrativa de la Presidencia de la República. En consecuencia, aquel día de comprometieron a aceptar los resultados oficiales de los comicios por venir. Tolerancia más que cómoda para Chávez, cuya “victoria” en las urnas la reconoció Rosales, el candidato seleccionado por la cúpula opositora para enfrentar a Chávez en las urnas electorales, incluso antes de que los funcionarios del CNE terminaran de contar los votos.
A partir de esa jornada crucial la suerte política de Venezuela quedó echada. Fue necesario que Chávez, víctima de un cáncer diagnosticado el año 2012, muriera el 5 de marzo de 2013 en Caracas según la versión oficial de la historia (otras versiones señalan que en realidad había muerto el 31 de diciembre del año anterior en La Habana), para que los venezolanos recuperaran la esperanza de hacer al fin realidad el apaciguado deseo de un cambio de gobierno y de régimen, pero tampoco ahora eso fue posible. El grosero ventajismo del oficialismo, los mecanismos bien engrasados de la manipulación electoral y la mansedumbre del colaboracionismo opositor levantaron una barrera infranqueable y en la elección presidencial realizada el 14 de abril de 2013 para suplir la falta absoluta del presidente de la República, Maduro resultó ser el elegido, aunque con apenas 50,61 por ciento de los votos emitidos. Henrique Capriles, derrotado en la elección presidencial de diciembre de 2012 por un Chávez visiblemente agonizante, ahora, de nuevo candidato unitario de la oposición, no reconoció la victoria de Maduro y le exigió al CNE un reconteo manual de los votos. Maduro y el directorio del CNE rechazaron la solicitud y Capriles convocó al pueblo a tomar las calles de toda Venezuela. Hasta el día de hoy nadie ha sabido explicar satisfactoriamente por qué, pero al día siguiente, con el respaldo de los partidos Primero Justicia, Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo, Capriles desmovilizó bruscamente las manifestaciones ciudadanas.
El malestar ciudadano se transformó en una notable fuerza de oposición, contra Maduro, por supuesto, también contra Capriles y contra los partidos de oposición que otra vez se dejaban atropellar dócilmente por un oficialismo abiertamente antidemocrático. Y quizá por la aparición de este sentimiento irrefrenable ya de frustración ciudadana, al iniciarse el año 2014 y estallar en la Universidad de los Andes una exasperada protesta estudiantil por la detención arbitraria de algunos compañeros de aula, la protesta se extendió rápidamente a todas las universidades del país y tres dirigentes que no compartían la “moderación” de Capriles y de quienes controlaban el funcionamiento de la alianza electoral llamada Mesa de la Unidad Democrática, Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado, se sumaron a las protestas universitarias.
La represión de las masivas movilizaciones ciudadanas que comenzaron entonces a exigir la salida de Maduro estremecieron las calles de Venezuela. La ferocidad con que esas masivas expresiones de protesta dejó un reguero de manifestantes asesinados en las calles y centenares de presos. Machado fue primero víctima de una paliza a manos de algunos diputados chavistas en plena Asamblea Nacional y después despojada de su condición de diputada, López y Ledezma fueron secuestrados y encerrados en la cárcel militar de Ramo Verde, la MUD le dio la espalda a estos tres dirigentes “radicales” y negociaron con Maduro en el palacio presidencial un acuerdo contra la violencia política de parte y parte, y las protestas ciudadanas, con el argumento de no matarse, pronto terminaron por desvanecerse.
El desánimo volvió a adueñarse del espíritu opositor mientras la MUD se preparaba para participar en las elecciones parlamentarias convocadas para el 5 de diciembre de 2015. Los sucesos del año anterior y al ostensible raquitismo de Maduro a la hora de calzar las botas de Chávez, más la participación de los candidatos de oposición en una lista unitaria, hicieron posible ese día lo que parecía imposible. No solo le propinaron a los candidatos del oficialismo una derrota electoral aplastante, sino que ese triunfo fue de tal magnitud que sus candidatos ocuparon dos terceras partes de los escaños, un dominio que desde ese momento le permitiría a la oposición presentarle al régimen el inédito desafío de enfrentarlo de poder a poder. Descolocado por esta derrota y por el discurso ahora rupturista de la oposición que le ofrecía al país cambiar de presidente, gobierno y régimen en un plazo no mayor de 6 meses, Maduro decidió tomar el toro por los cuernos. El CNE rechazó la solicitud opositora de convocar un referéndum revocatorio de su mandato presidencial y el Tribunal Supremo de Justicia, compuesto por magistrados al servicio del régimen, comenzó de inmediato a desautorizar todas y cada una de las decisiones que tomaba la Asamblea Nacional.
El año 2016 fue un periodo de gran turbulencia política. Grandes manifestaciones de protesta, como la impactante Toma de Caracas, cuando casi un millón de ciudadanos demostraron su decisión de resistir las arbitrariedades del régimen, obligaron a Maduro, ahora con la mediación del Vaticano, a negociar con la MUD mecanismos que facilitaran una salida democrática y electoral a la crisis institucional abierta por el conflicto entre la Asamblea y la Presidencia de la República, amparada tras las ilegalidades del TSJ. Pero no obstante la solemnidad que quisieron darle sus protagonistas nacionales e internacionales al evento, esta nueva y cordial ronda de negociaciones se disolvió en la misma nada de otros eventos parecidos. Y el régimen comprobó que la fórmula seguía siendo válida para impedir indeseables estallidos de protestas y manifestaciones callejeras. Por otra parte, gracias a la cómoda y útil moderación de unos parlamentarios que no le rendían cuenta a sus electores sino a las cúpulas de los partidos que ejercían el control de la MUD, en esta ocasión se completó el despilfarro total del inmenso poder que los electores habían puesto en manos de una Asamblea Nacional que al fin podía actuar con independencia absoluta del aparato intolerante del régimen.
Esta evidente falta de visión y de voluntad política por parte de los diputados a las Asamblea también le sirvió al régimen para darle al TSJ la audaz instrucción de sincerar la realidad institucional en crisis, instrucción que los magistrados cumplieron a cabalidad en enero de 2017 mediante dos sentencias inconstitucionales que le arrebataban todas las funciones y atribuciones que le fija la Constitución a la Asamblea Nacional y se las transferían al TSJ. Fue, sin la menor duda, un auténtico golpe de Estado ante el cual no le quedó a la MUD otro remedio que denunciar que con estas sentencias el régimen había roto el hilo constitucional y en consecuencia convocaba al pueblo a la “rebelión civil”.
Hacia la rebelión civil
Fueron cuatro meses, desde abril de ese año 2017 hasta finales de julio, de mucho ruido y mucha furia. Durante largos y difíciles días las calles de Venezuela se tiñeron con la sangre de casi 200 ciudadanos asesinados y miles de heridos. Hasta que el 18 de julio más de 7 millones de ciudadanos participaron en un referéndum convocado por la Asamblea Nacional y le dieron a la MUD su respaldo para propiciar con urgencia el deseado cambio de presidente, gobierno y régimen. Maduro y los suyos estaban heridos de muerte, pero contaban con el control de las fuerzas represivas y de todas las instituciones y órganos del poder, con la excepción de la Asamblea Nacional. Y así, el CNE le informó al país estar dispuesto a convocar para diciembre y enero las elecciones para gobernadores y alcaldes, previstas para el año anterior y canceladas porque después de su derrota en las parlamentarias el régimen estaba resuelto a no volverse a contar en ninguna consulta electoral, a cambio de que los partidos de oposición desmovilizaran las manifestaciones y sus candidatos formalizaran su participación en esos comicios en un plazo inaplazable.
Los asesores de Maduro habían previsto, con razón, que este caramelito envenenado de ir a votar funcionaría una vez más; los partidos de la MUD escucharon embelesados el anuncio, de inmediato se desmovilizaron las manifestaciones, y admitieron más bien tranquilamente que mientras tanto el CNE realizara el 28 de julio, al margen de la constitución y las leyes, la elección de una supuesta Asamblea Nacional Constituyente, compuesta de 545 diputados preseleccionados todos por el partido de gobierno. Completada de este modo la liquidación de la Asamblea Nacional, las nuevas elecciones de gobernadores y alcaldes le salvaron la vida al régimen en ese punto crucial del proceso político venezolano, pero también sentenciaron a muerte a la MUD.
El último capítulo de esta patética agonía del pasado político venezolano, con la siempre sonriente facilitación del ex presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, fue una nueva ronda de conversaciones con la oposición, la vista de todos clavada en la elección presidencial por venir, aunque en esta ocasión fue imposible que lo que quedaba de la MUD y el régimen se pusieran de acuerdo. La espuria Asamblea Nacional Constituyente y las fraudulentas elecciones regionales y municipales no le habían resultado a la MUD lo que ellos esperaban y sus “estrategas” temían que la aplanadora puesta en marcha en esas ocasiones por el régimen convertirían la elección presidencial prevista para diciembre de 2018 en la peor pantomima de la ya institucionalizada farsa electoral del régimen, así que a estos nuevos encuentros en República Dominicana dispuestos a vender cara su rendición. No lo consiguieron. Ronda va, ronda viene, hasta que ni los complacientes representantes de la MUD pudieron aceptar las inadmisibles condiciones bajo las cuales pretendía el régimen asegurar la victoria de Maduro en esa elección.
Maduro denunció entonces a la MUD de negarse a aceptar una solución pacífica al problema venezolano y los partidos de la MUD declararon que bajo esas condiciones no participarían en ninguna otra convocatoria electoral del régimen. Resulta imposible saber si Maduro y compañía esperaban esta reacción opositora, pero en vista de ella el régimen tomó las dos decisiones que de manera inevitable marcarían la naturaleza de la crisis por venir. Por una parte su CNE anunció que la elección presidencial se adelantaba para el 20 de mayo; por la otra, Henri Falcón, ex sargento técnico del ejército y ex alcalde chavista de Barquisimeto, gris dirigente de un gris sector de la oposición, anunció que él se enfrentaría a Maduro en esa jornada electoral.
Con una abstención jamás vista en la historia electoral de Venezuela, Maduro fue reelecto ese 20 de mayo, aunque la fecha de su nueva toma de posesión siguió siendo el 10 de enero de este año. La noticia hizo que la oposición se sintiera ahora más débil que nunca, la MUD, demostrada la insuficiencia de sus dirigentes y la naturaleza abiertamente colaboracionista de su política sencillamente dejó de existir en el mayor de los silencios y los venezolanos, que jamás se habían sentido tan desamparados, corrieron despavoridos hacia las fronteras terrestres con Colombia y Brasil. Lo que ya era una migración de importancia desconocida en la historia del país, comenzó a ser entonces lo que es hoy en día, el mayor éxodo de la historia latinoamericana, un problema que afecta muy seriamente la vida de todos en Colombia, Ecuador, Perú y Chile. Mientras tanto, la crisis venezolana pasaba a ser crisis humanitaria, se disparaban todas las alarmas de la comunidad internacional y los gobiernos democráticos de las dos Américas le exigieron a Maduro actuar de inmediato para permitir el ingreso al país de la ayuda humanitaria que asistiera a millones de ciudadanos a remediar lo que ya era una situación insostenible.
En medio de esta desolada realidad, la Asamblea Nacional eligió al joven diputado Juan Guaidó para ser su presidente durante los próximos 12 meses. Tras la victoria electoral del 15 de diciembre de 2015 los partidos de la MUD decidieron que la directiva de la Asamblea se rotara anualmente entre los parlamentarios que representaban a los cuatro partidos, llamados el G4, que gestionaban el funcionamiento de la Asamblea. Para el período que se iniciaba en enero de este año, le correspondía la Presidencia de la Asamblea a Voluntad Popular, y como sus principales dirigentes estaban presos, asilados, exiliados o apartados de su militancia, le correspondió a Guaidó asumir esa gran responsabilidad. Y la asumió, en un principio con todos los honores. Desconocido fuera del mundillo estrictamente político, su designación tomó por sorpresa al país. Pero nada más juramentarse como presidente de la Asamblea Nacional el 6 de enero se transformó en un verdadero fenómeno político al anunciarle a los venezolanos y a la comunidad internacional tres puntos esenciales de la crisis política venezolana y las acciones que emprendería desde la Asamblea para afrontarlos:
El primero, que Maduro solo podría ser considerado como legítimo presidente de Venezuela hasta el 10 de enero y, en consecuencia, a partir de ese momento se producía en Venezuela la falta absoluta del Presidente de la República.
El segundo, que si Maduro insistía en juramentarse ese día para otro mandado presidencial estaría cometiendo un flagrante delito de usurpación de funciones.
Y el tercero, que el único camino que podía emprender la sociedad venezolana y la comunidad internacional ante esta inaceptable circunstancia tendría que hacerlo según una hoja de ruta no negociable: cese inmediato de la usurpación, conformación de un gobierno provisional para devolverle su legitimidad a todos los poderes y órganos del Estado y, finalmente, celebración de elecciones limpias y democráticas.
Una corriente de aire fresco recorrió el país con una fuerza sorprendente. El país entero y los gobiernos democráticos de las dos Américas y del resto del planeta le ofrecieron su más amplio apoyo al joven y nuevo presidente de la Asamblea Popular de Venezuela. Juan Guaidó, en olor de fervorosas multitudes, inició así la singladura más asombrosa de la historia política del país, cuyo desarrollo, sus luces y sus sombras, trataremos de analizar en la segunda parte de esta entrega la próxima semana.