Armando Durán / Laberintos: Juan Guaidó, 6 meses después (y III)
Seis meses y tantos después de haber asumido Juan Guaidó la Presidencia interina de la República, y a muy pocos días del fiasco del 30 de abril, exactamente el 16 de mayo, la televisión pública noruega informó al mundo de que el día anterior se había celebrado en Oslo una repentina nueva ronda de negociaciones entre representantes del régimen chavista y representantes de la oposición. Así, por sorpresa y de modo indirecto, confirmaron los venezolanos el rumor que circulaba desde hacía varios días en Caracas sobre un próximo cambio en la estrategia opositora. Esta noticia generó tres preguntas inquietantes:
- ¿Quiénes eran estos nuevos negociadores de la oposición, a quién representaban y quién los había designado para conducir un diálogo que se suponía finalmente muerto y sepultado desde febrero de 2018 cuando, tras 5 meses de infructuosas negociaciones, Maduro le propinó una patada definitiva a la mesa de negociaciones sobre las condiciones electorales mínimas que debían regir la elección presidencial prevista para diciembre de ese año?
- ¿Qué velas pintaba Guaidó en esta resurrección imprevista de una pantomima de diálogo entre las fuerzas democráticas y una dictadura que a lo largo de los años había demostrado hasta la saciedad que desde 2003 dialogar sólo era una estrategia para ganar tiempo, nada más, neutralizar así el acoso de contratiempos puntuales y continuar perpetuándose tranquilamente en el poder hasta el fin de los siglos?
- ¿Era esta una herramienta descartada pero que en la cambiante encrucijada del momento había adquirido de pronto justificada credibilidad como mecanismo capaz de facilitar sin violencia el anhelado cese de la usurpación y la dictadura, o sencillamente se trataba de repetir el mismo y maloliente capítulo protagonizado una y otra vez por el colaboracionismo de un sector de la oposición para darle de nuevo la espalda a la sociedad civil a cambio de algunos beneficios compartidos con el régimen?
¿Elecciones sí o cese de la usurpación?
En unas de sus primeras declaraciones como presidente interino de Venezuela, Guaidó había sostenido con firmeza que él no negociaría nada con el “dictador.” O sea, que aquella hoja de ruta en tres tiempos que de la noche a la mañana lo había catapultado en enero hasta lo más alto de la cúpula política del país no era ni jamás sería objeto de ninguna modificación negociada. ¿Qué sentido tenía entonces dar ahora, sin previo aviso ni explicación convincente, un paso que a todas luces constituía una evidente contradicción con aquella propuesta esperanzadora? ¿Y por qué, después de unas primeras y confusas declaraciones suyas en las que no confirmó ni negó su participación en esta nueva reproducción de la trampa chavista del diálogo se supo que una segunda ronda de negociaciones estaba a punto de iniciarse, también en Oslo, y que Guaidó no se opondría a explorar esta opción porque él estaba abierto a utilizar cualquier herramienta que sirviera para concretar el cese de la usurpación y el cambio de gobierno y de régimen?
Desde un punto de vista teórico, esta amplitud de criterios era sensata y se ajustaba al realismo político de la flexibilidad calculada, como lo había hecho años atrás en China Deng Xiaoping para justificar el brusco golpe de timón necesario para dejar atrás, pacífica y políticamente, la revolución cultural de Mao Zedong; según señaló entonces, porque “no importa si el gato es blanco o negro, lo que importa es que cace ratones.” La diferencia con el caso venezolano es que mientras Guaidó trataba de explicarle este evidente cambio de rumbo a una sociedad civil cada día más recelosa, también anunció que dos nuevos negociadores participarían en esa segunda ronda de negociaciones, el diputado Stalin González, vicepresidente de la Asamblea Nacional, y Vicente Díaz, ex representante de la MUD en el directorio del Consejo Nacional Electoral durante el período comprendido entre 2010 y 2015. Ambos, desde hacía años, enarbolaban ciegamente la vieja y tramposa tesis electoralista que a lo largo de los años le había permitido al régimen vender sus mentiras cuartelarias como aceptables verdades democráticas.
En otras palabras, que esta nueva ruta que Guaidó le fijaba a su estrategia le transmitía al país el perturbador mensaje de que por las razones que fuera se abandonaba el camino trazado en su propuesta renovadora. Una interpretación perfectamente razonable, pues los voceros de la oposición, de repente, dejaron de mencionar el cese de la usurpación como primer paso para conformar un gobierno provisional y convocar después a elecciones libres y democráticas, y en su lugar hablaban de celebrar elecciones como fórmula única para enfrentar al régimen.
Este fue el enigma que se le presentó a los venezolanos desde aquel mes de mayo en Oslo. Como si esta radical inversión de los términos esenciales de la ecuación estratégica de la oposición no afectara en lo esencial la política propuesta por Guaidó y como si no se tratara de la tácita aceptación de la ilegítima reelección de Maduro en la adelantada consulta electoral del 20 de mayo. En otras palabras, al descartarse el cese de la dictadura mediante la acción conjunta del pueblo, las fuerzas armadas y la comunidad internacional, ¿se pensaba que por este camino diametralmente opuesto al de la hoja de ruta original se alcanzaría el mismo resultado ya que en definitiva un cambio en el orden de los factores no tiene por qué alterar su producto? Es decir, ¿se volvía a las andadas del pasado opositor más repudiable y a los artificios colaboracionistas del entendimiento con el régimen, o solo se trataba de dar esta impresión para confundir al régimen y sorprenderlo con un ataque por el flanco y poder emprender al fin un nuevo y democrático rumbo?
El fondo de la negociación
El otro problema que surgió en Oslo y se profundizó en Barbados es que el manejo mediático que ha hecho la oposición de la mecánica negociadora no ha despejado en absoluto las crecientes dudas y suspicacias generadas por la decisión de sentarse a negociar con el “usurpador”.
Por otra parte, ni Guaidó ni nadie de su entorno han explicado satisfactoriamente si la dirección que en definitiva venía dándole a su Presidencia interina se correspondía libremente con su voluntad personal, o si el hecho de no haber sido elegido por el voto popular sino por un acuerdo consensuado de los 109 diputados de la oposición, lo obligaba a condicionar su poder ejecutivo a la aprobación colectiva de esos diputados. Esta situación adquiere mayor gravedad aún si tenemos en cuenta que este cuerpo colegiado lo conforman 5 grupos parlamentarios, cuatro de los cuales dirigían la hegemónica y excluyente dirección política de la MUD y son responsables directos de la pésima manera de conducir la oposición después de su histórica victoria en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015. Los múltiples pasos en falso de ese llamado G4 provocaron la patética disolución de la alianza, pero el espíritu que condenó a la MUD, y la turbia mezcla de oportunismo, mezquinos intereses grupales y simple colaboracionismo con el régimen sobreviven en el seno de la Asamblea Nacional. Basta revisar la banalidad de la agenda y del funcionamiento de la Asamblea Nacional para comprender los alcances de esta muy seria insuficiencia de los honorables diputados.
Desde esta perspectiva, es conveniente recordar que la hoja de ruta propuesta por Guaidó al asumir la Presidencia de la Asamblea Nacional ha contado desde el primer día con el respaldo de los venezolanos y de la comunidad internacional. De ahí el desconcierto en Venezuela y en la inmensa mayoría de los gobiernos de las dos Américas y Europa ante las negociaciones en Oslo y en Barbados, escenarios donde el “cese de la usurpación” parecía ceder su lugar como primer paso de la transición, a sabiendas de que sacar a Maduro del poder “electoralmente” y sustituir al gobierno chavista por un gobierno provisional y ponerle así fin a la usurpación, es un imposible total. De ahí la importancia de precisar, antes de que sea demasiado tarde, no solo con palabras, sino con hechos, cuál es la línea central del verdadero programa político encarnado en la actualidad por Juan Guaidó, y si sus palabras y sus decisiones son suyas o si sus incoherencias y vacilaciones más bien debemos atribuirlas a la intervención de sus colegas parlamentarios.
Esta versión de la realidad no es discutible. A lo largo de las tensas semanas transcurridas desde el 15 de mayo en Oslo hasta el 6 de agosto en Barbados, se ha producido una aproximación muy cierta de la opinión pública a lo debatido. Una visión sin duda muy limitada, pero suficiente para saber que el tema central de las conversaciones no ha sido la aplicación de la hoja de ruta de la llamada Operación Libertad sino el tema electoral, en exclusiva. Desde el domingo 4 de agosto, gracias a un cable de la AP, que cita fuentes confiables aunque no identificadas, sabemos que el tema central de las negociaciones ha sido el electoral, y no como último paso de una transición que se pondría en marcha con el cese de la usurpación, sino como un único paso. El gobierno de Maduro habría aceptado ir a una nueva elección presidencial, a celebrarse dentro de 9 o 12 meses, pero a cambio de dos concesiones, el levantamiento previo de todas las sanciones al régimen y a sus jefes, y la permanencia de Maduro en la Presidencia de la República. La oposición, y la comunidad internacional, rechazaron por supuesto las condiciones del oficialismo. Esta contradicción insoluble fue la materia interminable de la negociación, como era de esperar, un nudo imposible de desanudar.
Guaidó siempre había negado que una supuesta elección presidencial fuera tema de negociaciones, pero desde Oslo nadie lo pone en duda. Más aún, todo indica que ese nudo ha sido el centro del tira y afloja que para mayor satisfacción del régimen le ha permitido a sus negociadores alargar las conversaciones hasta el día de hoy, de modo que a medida que los representantes de Maduro se salían con la suya, la paciencia de los aliados internacionales de Guaidó, especialmente de los gobiernos de Estados Unidos, Colombia y Brasil, se fue agotando. Hasta que ese domingo 4 de agosto, el presidente Donald Trump, harto de la archiconocida artimaña chavista, firmó una orden ejecutiva congelando todos los bienes del régimen chavista en territorio estadounidense y aplicando una nueva serie de sanciones a Maduro y compañía, pero también a los gobiernos o empresas internacionales que negocien con el régimen chavista.
Al día siguiente, desde Lima, donde por invitación del gobierno peruano se reunían representantes de casi 60 gobiernos para analizar la situación venezolana, John Bolton, asesor de Seguridad Nacional del gobierno Trump, tras advertir que con esta medida se buscaba negarle a Maduro acceso a sus bienes en Estados Unidos y al financiamiento internacional, añadió que ya había pasado el tiempo del diálogo y las negociaciones, porque sencillamente “no puede haber diálogo de buena fe ni negociaciones con Maduro.” Al día siguiente Maduro anunció que su gobierno daba por terminada las negociaciones, cuyo reinicio estaba previsto para el jueves 8 de agosto.
¿De vuelta al entendimiento con el régimen?
De este brusco modo, Trump y Maduro le dieron un vuelco decisivo a las negociaciones y hoy por hoy, dentro y fuera de Venezuela, medio mundo se pregunta si Maduro, al abandonar abruptamente la mesa de negociaciones, ha puesto punto final al diálogo con representantes de Guaidó, o si la finalidad de la orden ejecutiva de Trump y la tajante respuesta de Maduro solo buscan modificar la agenda del diálogo y cambiar a los protagonistas venezolanos de las negociaciones por representantes de Trump.
En primer lugar, es necesario saber si en esta aparente ruptura de las conversaciones Trump ha coordinado sus gestiones con Guaidó, o también se ha cansado del presidente interino de Venezuela. En segundo lugar, si estamos en vísperas de lo que puede ser un diálogo bien diferente al iniciado en Oslo el 15 de mayo, o si la ruptura con el régimen chavista será el tema central de una nueva y decisiva etapa del proceso político venezolano.
Para despejar esta nueva incógnita solo disponemos por ahora de algunas pocas revelaciones. La primera de ellas desde Lima, donde Bolton, después de aclarar la finalidad de las nuevas sanciones de su gobierno al régimen chavista, añadió que era imposible dialogar con Maduro de buena fe y anunció que ha no era hora de negociar nada sino de tomar acciones para hacer realidad el cese de la usurpación y de la dictadura.
El sábado pasado se filtró la noticia de que Diosdado Cabello, segundo hombre fuerte del régimen, en su condición de presidente de la espuria Asamblea Nacional Constituyente, se había reunido con un alto funcionario de la Casa Blanca. No se mencionó el tema de ese encuentro ni el nombre de su interlocutor, pero se insinuó que Cabello podría estar dispuesto a sacrificar a Maduro a cambio de que un eventual cambio político profundo el chavismo no significara el fin del chavismo como fuerza política legítima en la futura Venezuela democrática. Cierta o falsa la noticia de un posible borrón y cuenta más o menos nueva, lo que sí sabemos es que Cabello la negó, pero el domingo por la noche, en cadena de radio y televisión, Maduro desmintió a Cabello. “Voy a contar algo que es secreto, nadie lo puede saber. Confirmo que desde hace meses hay contactos de altos funcionarios del gobierno de Estados Unidos y del gobierno bolivariano, bajo mi autorización expresa.”
En esta guerra de declaraciones, Elliot Abrams, el hombre designado por Trump para ocuparse directamente del caso Venezuela, comentó el miércoles que ni Cabello ni Tarek El Aisamí podrían formar parte de un gobierno de transición. Este mismo miércoles Bolton le añadió leña al fuego que comienza a deshacer la unidad chavista cuando notificó, en abierto desmentido a Maduro, que en efecto había intensas negociaciones con funcionarios del gobierno venezolano, pero no autorizados por Maduro sino a espaldas suyas, y que “los únicos puntos discutidos son la salida de Maduro del poder y después la realización de elecciones libres y justas”, o sea, que la Casa Blanca estaba totalmente de acuerdo con la hoja de ruta propuesta por Guaidó en enero.
A la luz de estas noticias y declaraciones, se pueden insinuar en algunas conclusiones probables. La primera de ellas, que cualquiera que hayan sido las coincidencias y las discrepancias entre el gobierno de Estados Unidos y Guaidó, en estos momentos actúan en sintonía. La segunda, que la resistencia del régimen comienza a no ser numantina, no solo porque la vida cotidiana en Venezuela se agrava día a día y muy pronto se hará insostenible, sino porque en el seno de la nomenclatura chavista ya comienza a hacerse palpable una clara tendencia al ¡sálvese quien pueda! Nadie puede precisar los extremos de la descomposición interna del chavismo, pero a estas alturas se estima que sólo es cuestión de tiempo que la desintegración de las lealtades rojas-rojitas terminen de precipitar la derrota del proyecto chavista. Por ahora, delegados de Guaidó se encuentran en Washington para coordinar con funcionarios estadounidenses los próximos pasos a dar. Un diálogo que a todas luces nada tiene que ver con Oslo ni con Barbados sino todo lo contrario.
Según estas últimas incidencias podemos concluir que más allá de las luces que han alumbrado el tránsito del presidente interino hacia su destino y de las sombras que lo oscurecen, es decir, al margen de sus aciertos y sus insuficiencias, como en política y en el fútbol, si bien importan la calidad de los jugadores y de su desempeño en el campo de juego, lo que cuenta es el resultado; en el caso venezolano, la restauración de la democracia o la consolidación de la dictadura, marcará, a muy corto plazo, el futuro político definitivo de Guaidó. También, y eso es lo que más importa, la suerte de casi 30 millones de venezolanos.