Armando Durán / Laberintos: La caldera catalana
El lunes 2 de octubre, tras la tormenta desatada por el referéndum convocado al margen de la Constitución por las fuerzas políticas “soberanistas” de Cataluña y la decisión del gobierno de Mariano Rajoy de impedirlo por la fuerza, Carles Puigdemont, presidente del Govern catalán, anunció lo peor: “Los ciudadanos nos hemos ganado el derecho a tener un Estado independiente, que se constituya en forma de República.”
España parecía estar a punto de precipitarse en el abismo de lo impensable, su disolución como Estado plurinacional, y esta realidad obligó al rey Felipe VI a romper su silencio para recordarle al país, en un mensaje de poco más de 5 minutos, en primer lugar, que las autoridades catalanes se habían puesto fuera de la ley con su decisión unilateral de convocar un referéndum sobre la independencia de Cataluña y, en segundo lugar, que la Constitución obliga a todas las instituciones y poderes del Estado a defender y conservar la unidad de España.
La firmeza del rey no sofocó el “proceso” separatista, pero sí parece haber sembrado serias dudas en el ánimo del estado mayor de Puigdemont. Quizá por eso, en su editorial del miércoles, el diario catalán La Vanguardia calificaba de “tremendo error” la posibilidad de que se pronuncie una Declaración Unilateral de Independencia (DUI) durante la sesión plenaria del Parlament catalán convocada entonces para el lunes 9, y advertía que “la caldera ha alcanzado una altísima temperatura y puede estallar en cualquier momento.” Inmediatamente después añadía que aunque muchos han preferido pasar por alto su existencia, “los problemas de encaje de Catalunya en España existen, son de todo punto de vista innegables y la mejor prueba de ello es que nos han traído hasta la conflictiva coyuntura actual.”
Estos problemas, por supuesto, no son nada nuevos. Sus orígenes se remontan al 11 de septiembre de 1714, cuando en el marco de la guerra de sucesión desatada por la muerte sin herederos del rey Carlos II el Hechizado, tras 14 meses de sitio, las tropas borbónicas de quien pronto sería coronado rey de España como Felipe V, ocuparon Barcelona y disolvieron las instituciones de lo que hasta ese día era Cataluña. Desde entonces, aquella herida abierta en el corazón catalán no ha dejado de sangrar. Con mayor o menor intensidad, pero sin que nadie haya logrado hacerla cicatrizar. Hasta el extremo de que en 1932, en el Parlamento de la naciente segunda República, en debate sobre la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, José Ortega y Gasset sentenció que “el problema catalán no se puede solucionar, sólo se puede conllevar.”
Una vez más, ésa no ha sido la fórmula que han preferido aplicar los gobernantes de turno para despejar la incógnita de esta particularmente difícil ecuación política.
El franquismo en Cataluña
El catalanismo se benefició de manera muy notable con el advenimiento de la segunda República, al calor de la cual se aprobó la creación del autogobierno catalán. La euforia republicana y catalanista fue estruendosa y se impuso de tal manera en la región, que el partido Esquerra Republicana de Catalunya se convirtió en su más importante partido político. Esta esperanza nacionalista desapareció de golpe y porrazo el 5 de abril de 1938, cuando las tropas de Francisco Franco ocuparon la ciudad catalana de Lérida y el Generalísimo, de un solo plumazo, derogó el Estatuto catalán de 1932, acto que además aprovechó para anunciar lo que sería su implacable política para Cataluña: a partir de aquel momento se impondría en la región “una sola lengua, el castellano, y una sola personalidad, la española.” Dos años después, en octubre de 1940, Franco terminó su faena exterminadora con el fusilamiento de Luis Companys, líder de ERC y presidente de la Generalitat desde 1934 hasta el día de su captura en el exilio francés por agentes de la Gestapo nazi, que de inmediato lo entregaron a los cuerpos de seguridad de la España franquista.
Estos dos hechos marcaron el destino de Cataluña hasta la muerte de Franco en 1975. Yo tuve el privilegio de estudiar durante 7 años en la Universidad de Barcelona en los años sesenta, con profesores de calidad excepcional como Martín de Riquer, José Manuel Blecua, José María Valverde y Antoni Vilanova, una experiencia sin duda decisiva en mi vida, pero también viví allí los efectos devastadores de aquella suerte de castración política, institucional y cultural que durante casi cuatro décadas sufrieron los ciudadanos catalanes.
La primera irregularidad que me impactó fuertemente entonces fue la lingüística. A pesar de que la mayoría de mis profesores y compañeros de clase eran catalanes y a pesar de que estudiaba Filosofía y Letras en la especialidad de Filología Románica, todas las clases, incluso la de literatura catalana, se impartían en castellano. De acuerdo con la decisión anunciada por Franco en Lérida, la lengua y la cultura catalanas habían quedado reducidas a las penumbras de las catacumbas. Sólo se hablaba catalán en la intimidad de los hogares, donde los niños, sin clases de catalán ni de cultura catalana en sus escuelas, se aferraban a una suerte de bilingüismo coloquial castellano-catalán aprendido informalmente y a duras penas. Una factura que luego tratarían de cobrar con elevados intereses. Igual marginación sufrían los catalanes en materia institucional y administrativa. Cualquier trámite oficial requería -aunque en Cataluña, como en el resto de las provincias españolas, funcionaban delegaciones de los diferentes poderes del Estado- que el interesado se trasladara a Madrid para gestionarlo en la capital española en persona. El acoso y persecución oficial a todo lo que oliera a catalán como política de Estado generó, por supuesto, un fuerte sentimiento anti-madridista, hasta el extremo de que muchísimos catalanes se jactaban esos años de no haber visitado Madrid y juraban que nunca lo harían. Un desencuentro que finalmente, al morir Franco, se liberó de manera también arbitraria y excesiva contra todo lo que no fuera catalán que por fortuna, al cabo de algunos años, comenzó a normalizarse gradualmente.
El catalanismo en democracia
En el marco de la nueva España que surgió a raíz de la muerte de Franco, el 11 de septiembre de 1976 los catalanes pudieron salir a las calles a celebrar la Díada, día nacional de Cataluña desde 1886, en recuerdo de aquella gran derrota catalana de 1714, para no olvidarla. Dos incidentes claves se produjeron por aquellos días. Por una parte, el nuevo presidente del Gobierno español, Adolfo Suárez, con el respaldo del joven rey Juan Carlos, procedió a legalizar los partidos comunista y socialista de España. Por la otra, por primera vez desde el estallido de la guerra civil en 1936, los españoles fueron convocados a participar en elecciones generales libres y transparentes.
Como era de esperar, en Cataluña los electores se volcaron a las urnas para votar mayoritariamente a los candidatos nacionalistas. A los más radicales, socialistas y comunistas, que casi sumaron la mitad de los votos, y también a los de la alianza de movimientos nacionalistas conservadores, agrupados en lo que terminaría siendo el partido Convergencia y Unión, que obtuvo alrededor de 30 por ciento de los votos. Esta respuesta visiblemente favorable a las propuestas catalanistas y autonómicas impulsó a su vez a sus dirigentes políticos a promover la Díada de 1977 en un auténtico y formidable desafío catalán al gobierno de Adolfo Suárez. Y lo consiguieron. Casualmente me encontraba por esos días en Barcelona y el espectáculo del desfile interminable de ciudadanos, entre un millón y millón y medio de manifestantes que portaban banderas y otros símbolos catalanistas avanzando a lo largo del amplio Paseo de Gracia rumbo a las Ramblas y la plaza de San Jaume, en la parte baja de la ciudad, me emocionó profundamente.
Adolfo Suárez tampoco pudo permanecer indiferente ante ese mensaje y quizá también porque los redactores de la nueva y democrática Constitución sobre la que se construiría la España de hoy, y que ya pensaban y debatían sobre la necesidad de encontrar la manera de establecer ese delicado equilibrio entre la indisoluble unidad de la nación española y la autonomía de las regiones que la integran (la que ahora está a punto de romperse), tomó la decisión de abordar el tema frontalmente. Para ello lo primero que hizo fue reunirse en Madrid poquísimos días después, el 27 de septiembre, con Josep Tarradellas, ex secretario general de Esquerra Republicana y presidente de la Generalitat en el exilio desde 1954. En ese encuentro Suárez reconoció la legitimidad del cargo de Tarradellas y lo nombró presidente del gobierno catalán preautonómico. Dos días más tarde ordenó preparar un nuevo Estatuto de la Autonomía Catalana. Estas decisiones tuvieron la fulminante virtud de frenar en seco la alternativa soberanista que se había hecho peligrosamente patente en la impresionante manifestación de la Díada de aquel año.
Los largos gobiernos de Felipe González y de Jordi Pujol, este último líder de la tendencia nacionalista catalana de ideología conservadora, aplicaron a fondo la tesis orteguiana del “conllevar”, y gracias a sus continuas negociaciones y acuerdos estatutarios reforzaron la política del entendimiento puesta en marcha por Suárez a partir de su reunión con Tarradellas. Lamentablemente este clima de armonía se interrumpió bruscamente el 10 de julio de 2010, ya sin Felipe González ni Jordi Pujol al timón de las naves española y catalana, cuando el Tribunal Constitucional aprobó el recurso presentado meses antes por el Partido Popular, entonces bajo el mando de José María Aznar, negándole valor jurídico a los artículos del nuevo Estatuto Autonómico de Cataluña en los que hacía referencia a la nacionalidad catalana.
El desenlace de la crisis
Aquella controversial decisión del Tribunal Constitucional trajo estos vientos. La terca inflexibilidad de Rajoy y su partido se ocuparon del resto. En lugar de contener la tormenta antes de que fuera demasiado tarde, esa intransigencia radicalizó las posiciones maximalistas de los soberanistas catalanes. A partir de ese punto crucial, las cosas entre Madrid y Barcelona fueron de mal en peor, hasta llegar este domingo primero de octubre al callejón sin salida del referéndum ilegal y a su represión, desde todo punto de vista desproporcionada. Una situación que por ahora ha provocado tres reacciones importantes por parte de importantes y naturales aliados del Gobierno nacional.
La primera reacción fue una declaración a la prensa de Felipe González que originó lo que puede terminar dando lugar a una agria polémica interna en el PSOE, pues según dijo, si él hubiera estado gobernando, ya habría aplicado el artículo 155 de la Constitución, que establece lo siguiente: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendida, con la mayoría del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general.”
La segunda reacción fue la del rey Felipe VI, quien en su alocución por televisión del martes, aunque no se refirió directamente al artículo, sí destacó lo esencial de esa norma constitucional al afirmar que “es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional.” Por último, ante el enigmático distanciamiento de Rajoy, José María Aznar lo emplazó el miércoles públicamente a actuar, o sea, a aplicar el artículo 155, o a convocar elecciones generales de inmediato.
Por su parte, Puigdemont, quien había anunciado que el próximo lunes el Parlamento catalán en sesión plenaria podría promulgar la irremediable Declaración Unilateral de Independencia, en discurso pronunciado la noche del miércoles pasado, si bien criticó al rey porque según él sus palabras, en lugar de conciliar las contradicciones, sólo habían servido para echarle gasolina al fuego, empleó un tono muchísimo menos tremendista. Según diversas voces que ya comienzan a escucharse en Cataluña pidiendo moderación, en el seno del separatismo catalán habría comenzado a surgir el temor de que proclamar la independencia unilateralmente generaría consecuencias políticas y económicas letales e imprevisibles, algunas de las cuales, como el traslado fuera de Cataluña de empresas instaladas allí, y hasta bancos catalanes como la Caixa y el banco Sabadell, el cuarto en importancia de España, ya han sido anunciadas por sus Consejos Directivos. A ello se une ahora la sentencia del Tribunal Constitucional prohibiendo la sesión plenaria del Parlament catalán anunciada para el lunes.
No parece probable, entonces, que Puigdemont se atreva a hacer realidad su consideración del pasado lunes sobre la proclamación unilateral de Cataluña como Estado independiente y republicano. Tampoco parece factible, sin embargo, que modere sustancialmente su postura de enfrentamiento con las fuerzas políticas no catalanas, pues la única manera de que su oferta de entablar un diálogo permita alcanzar una solución negociada de la crisis implica primero que todo el abandono de su pretensión unilateral de independencia de Cataluña. O sea, que la suerte de su causa está echada y no parece viable que siga por ese camino pero tampoco que lo abandone. Por su parte, el Gobierno de Rajoy tampoco tiene espacio para la maniobra y todo permite suponer que en su comparecencia ante el Congreso de los Diputados el martes que viene, anuncie su decisión de invocar el artículo 155. Una situación que sin duda profundizaría el carácter explosivo de la crisis. Desde esta ingrata perspectiva, lo que puede decirse es que emprendan los protagonistas de este drama político el camino que emprendan, la actual suspensión de la crisis en el vacío no puede prolongarse indefinidamente. Y pronto tendrá que ponerse en marcha. La cuestión es que a estas alturas del proceso, como advertía el editorial de La Vanguardia, cualquier paso en falso de cualquiera de ellos, aunque nadie quiera que suceda, puede hacer estallar la caldera catalana. Y ese sería el origen del peor todos los desenlaces imaginables.