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Armando Durán / Laberintos: La crisis de los misiles, 60 años después

   Hoy, viernes 14 de octubre de 2022, se cumplen 60 años del día en que un avión espía estadounidense U-2, en vuelo sobre la isla de Cuba, tomó una serie de fotografías que dispararon todas las alarmas nucleares en Washington. De acuerdo con la versión oficial de la historia, la crisis de los misiles en Cuba comenzó puntualmente ese día. Según sostienen Lawrence Chang y Peter Kornbluh en su libro The Cuban Crisis (publicado en 1992 por los National Security Archives), indispensable para entender la realidad de aquel suceso, y la progresiva desclasificación de documentos secretos norteamericanos ponen en evidencia que la instalación en Cuba de misiles ofensivos con ojivas nucleares, más que un episodio aislado de la Guerra Fría, debía ser percibida como la culminación de un proceso de creciente deterioro en las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y entre Estados Unidos y Cuba.

   El inicio de lo que a partir de esas fotografías colocó al mundo a un paso del holocausto nuclear, realmente se produjo en mayo de 1961, apenas un mes después del fiasco de Bahía de Cochinos, cuando Robert Kennedy, que no estaba dispuesto a aceptar así como así la humillación de aquella derrota, le entregó a su hermano, el presidente John F. Kennedy, un memorándum en el que lo exhortaba a asumir con firmeza el desafío cubano y entender que la gravedad de la situación lo obligaba a tomar con urgencia las medidas necesarias para superarla. “Lo mejor”, concluía tajantemente, es hacerlo ahora, porque dentro de uno o dos años la situación será muchísimo peor.”

   Vientos de guerra

   No sabemos qué habría ocurrido de haber escuchado el presidente Kennedy la recomendación de su hermano, porque su decisión fue la misma que cuando la fallida invasión de Bahía de Cochinos. Quería, sí que quería, pero no debía. De ese irresoluto modo, a partir de septiembre, en reuniones celebradas en la Casa Blanca por ambos hermanos con Robert McNamara, secretario de Defensa, Allen Dulles, todavía director general de la CIA, Richard Helms, su jefe de Operaciones, McGeorge Bundy, Asesor de Seguridad Nacional y los generales Lyman Lemister, jefe del Estado Mayor Conjunto, y Maxwell Taylor, a quien el presidente Kennedy le había encargado preparar un informe sobre las causas del fracaso militar estadounidense en Bahía de Cochinos, se puso en marcha la llamada Operación Mongoose. ¿Su objetivo? El derrocamiento a muy corto plazo del gobierno de Fidel Castro, incluso, mediante la intervención militar directa de Estados Unidos, “porque la primera prioridad del Gobierno es la solución del problema cubano”, como Helms dejó registrado en sus notas sobre aquellas reuniones.

   No obstante la explícita intención de los planes de la Casa Blanca, lo cierto es que durante los meses siguientes, víctima de las dudas y vacilaciones del presidente Kennedy, la Operación Mongoose se fue desvaneciendo gradualmente hasta y para julio de 1962 quedó reducida a la modesta  empresa de recrudecer el aislamiento diplomático y el acoso económico del gobierno revolucionario de Fidel Castro, “para proteger al resto de América Latina de la influencia cubana.” Sin embargo, en Cuba y en la Unión Soviética, la información que se fue acumulando sobre la Operación Mongoose alimentó la impresión de que Kennedy estaba dispuesto a desatar en cualquier momento un ataque directo de Estados Unidos a Cuba.

   El resultado de esta suerte de malentendido determinó que para finales de septiembre de ese año 1962 mientras en Washington se descartaban finalmente los planes originales de la Operación Mongoose, la Unión Soviética ya había desplegado en Cuba más de 40 mil efectivos militares, 750 piezas de artillería de campaña, 400 baterías antiaéreas, 200 tanques y 150 aviones de combate. Un arsenal, todavía sin capacidad ofensiva, pero cuya acumulación disparó en el gobierno de Estados Unidos todas las alarmas e indujo al presidente Kennedy a ordenar, el 9 de octubre, misiones fotográficas de aviones espías U 2 sobre territorio cubano para medir con precisión el desarrollo de la carrera armamentista de la Unión Soviética, a solo 90 millas de Estados Unidos.

   Sobre este punto controversial de la historia, el propio McNamara, secretario de Defensa durante los dos episodios, que viajó a La Habana en octubre de 1982 para participar en la histórica reunión convocada por Fidel Castro para examinar entre los principales protagonistas de las partes involucradas todos los pormenores de la crisis de los cohetes 20 años antes, declaró a los periodistas que cubrían el evento, que en aquel momento resultaba lógico suponer que la preparación de una invasión directa de Estados Unidos a Cuba estaba en una etapa muy avanzada. “El fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos”, afirmó en esa ocasión, “no interrumpió en absoluto las actividades encubiertas de Estados Unidos contra el régimen cubano, sino todo lo contrario”, y recordó que, además de poner en marcha la Operación Mongoose, el presidente Kennedy ordenó por esos días “la mayor expansión del poder militar estadounidense en tiempos de paz, a pesar de que las fuerzas estratégicas de Estados Unidos superaban en mucho a las de la Unión Soviética.” Luego añadió que “la instalación de misiles nucleares soviéticos a sólo 90 millas del territorio de Estados Unidos podría haber sido una manera absurdamente riesgosa y llena de peligros innecesarios para desestimular una posible acción de Estados Unidos contra Cuba como un ataque nuclear de Estados Unidos a la Unión Soviética (desde Italia y Turquía con cohetes Júpiter), pero dadas las circunstancias, era una reacción comprensible.”

   El acuerdo militar de Cuba y la URSS

   En todo caso, así fue como en Moscú y en La Habana se interpretó ese punto crucial del muy complejo conflicto entre Cuba y los Estados Unidos, y puede presumirse que en función de ello no debió haberle costado mucho a Nikita Jrushchov convencer a Castro de facilitarle a la Unión Soviética el territorio cubano como plataforma de lanzamiento de misiles con ojivas nucleares capaces de llegar a Washington o New York en apenas 5 minutos. Respuesta, según la Unión Soviética, perfectamente proporcional a la amenaza que representaban los cohetes Júpiter instalados en Italia y Turquía, y como argumento suficiente para disuadir a Estados Unidos de invadir Cuba.

   En el marco de esta peligrosa realidad, Raúl Castro, en su condición de ministro de las Fuerzas Armadas de Cuba, firmó en Moscú el 3 de julio un acuerdo estratégico entre las dos naciones, que contemplaba la instalación en Cuba, por parte de la Unión Soviética, de baterías de cohetes tierra-aire SA-2, cohetes tácticos tierra-tierra con ojivas nucleares, los Luna y los FKR, y cohetes de naturaleza ofensiva de dos tipos, los R-12, de alcance medio (1.600 kilómetros) y los R-14, de alcance intermedio (4.000 kilómetros).  El resto del armamento estratégico que la Unión Soviética trasladaría a Cuba de inmediato, y cuya existencia no descubrirían los servicios de inteligencia de Estados Unidos hasta después de haber estallado la crisis, incluía la cesión a Cuba de 42 bombarderos ligeros Ilyushin-28, ya obsoletos, pero con capacidad de arrojar sobre el cercano territorio de Estados Unidos su carga de bombas atómicas de 12 kilotones.

   Con la finalidad de ejecutar de inmediato lo que el Kremlin llamó Operación Anadyr, poco después de la visita de Raúl Castro a Moscú, desembarcó en La Habana una delegación soviética de muy alto nivel militar, al frente de la cual estaba el general de ejército, dos veces condecorado con la medalla de Héroe de la Unión Soviética, Issia A. Plíer. Para ese momento, los primeros aviones de combate enviados por Moscú el año anterior, los viejos MiG-15, ya habían sido sustituidos por escuadrillas de aviones MiG-19 y ahora, con el inicio de la Operación Anadyr, comenzaron a llegar a la isla los primeros cazas supersónicos MiG-21, muy superiores a los F-84 y F-86 estadounidenses.

   El precio de la paz mundial

   Como todos sabemos, las terribles consecuencias que pudo haber tenido aquella inaudita aventura soviética fue superada a tiempo gracias a la comunicación personal de Kennedy y Jrushchov, pero ni uno ni otro salieron ilesos del enfrentamiento. Quien sí resultó favorecido por la crisis fue la Cuba revolucionaria, pero Fidel Castro también tuvo que pagar un elevado precio a cambio de contar con el compromiso formal de Washington a no intervenir militarmente en Cuba, de manera directa o indirecta.

   En primer lugar, el líder de la revolución cubana tuvo que permanecer impávido ante la degradación que significó no haber sido invitado a participar en las negociaciones entre Kennedy y Jrushchow sobre el presente y futuro de Cuba, y si bien el primer ministro soviético le informó que estaba negociando con el presidente de Estados Unidos, ni siquiera le adelantó los términos del convenio que discutían. Por supuesto, Castro debió temer que la Unión Soviética contemplaba la opción de cancelar la Operación Anadyr y retirar sus cohetes nucleares de Cuba, y por eso, en carta a Jrushchov del 26 de octubre, le comunicó que, según los informes de la inteligencia cubana, los Estados Unidos se disponen a atacar Cuba en un plazo de entre 24 y 72 horas. En segundo lugar, Castro le advirtió a Jrushchov que, “si Estados Unidos invade Cuba en violación de la ley y la moralidad internacional, el peligro de esa agresión imperialista para la humanidad obligaría a la Unión Soviética a eliminar ese peligro con un acto de legítima defensa, por duro y terrible que sea, porque esa sería la única alternativa posible.”

   En Moscú se entendió que Castro pretendía escalar el conflicto antes de que las negociaciones en marcha encontraran la forma de solucionarlo por vía diplomática. Por esa razón, angustiado por la impaciencia de su aliado caribeño, Jrushchov le respondió a su impaciente aliado caribeño que las conversaciones con Kennedy estaban a punto de lograr que Estados Unidos se comprometiera oficialmente a no intervenir militarmente en Cuba jamás. Por ese motivo le pidió a Castro no dejarse llevar por las emociones y que demostrase firmeza. “Comprendo su indignación ante las acciones agresivas y la violación de las más elementales normas de la ley internacional por parte de Estados Unidos”, le escribe, “pero ahora, en lugar de la ley, lo que prevalece en Washington es la insensibilidad militarista del Pentágono, que busca cualquier excusa para impedir el acuerdo que estamos a punto de alcanzar con Kennedy. En consecuencia, y de manera amistosa, quisiera aconsejarle mostrar paciencia, firmeza e incluso más paciencia.”

   En un primer momento, Castro atendió la prudente recomendación de Moscú, pero luego, al comprobar que Kennedy y Jrushchov lo seguían manteniendo al margen de sus negociaciones, reaccionó de muy mala manera. Aceptó a regañadientes que Moscú desmantelara sus cohetes estratégicos y los embarcara de vuelta a la Unión Soviética, porque reconocía que eran propiedad de la Unión Soviética, pero se negó categóricamente a que se retiraran los misiles tácticos nucleares y los bombarderos Il-28 con sus bombas atómicas, pues mediante el acuerdo estratégico firmado con Moscú en julio, la Unión Soviética los había cedido a Cuba. También rechazó que un grupo de inspectores de Naciones Unidas, tal como habían acordado Kennedy y Jrushchov a espaldas suyas, supervisara sobre el terreno la retirada de los cohetes. “Quienes vengan a Cuba a inspeccionar”, fue su famosa respuesta al entonces secretario general de Naciones Unidas, el birmano U-Thant, “que vengan en zafarrancho de combate.” Al final, la comprobación de que en efecto los 42 misiles estratégicos soviéticos trasladados a Cuba habían sido debidamente embalados y embarcados en buques mercantes de regreso a la Unión Soviética tuvo que realizarse en alta mar por navíos de guerra estadounidenses.

   El desenlace de la crisis

   Mientras tanto, Kennedy le hizo saber a Jrushchov que si no se retiraban los Il-28, sus bombas atómicas y los misiles tácticos, tal como exigía Castro, el compromiso de no invadir Cuba quedaba sin efecto y Washington se sentiría en libertad de emprender acciones militares directas para neutralizar esos medios en territorio cubano. Fueron momentos de extrema tensión en las relaciones de La Habana con Moscú, que impulsó al gobierno cubano a sustituir las vallas de propaganda que adornaban las calles de Cuba alabando la “eterna y fraternal amistad” que unía a las dos naciones por otras vallas, que denunciaban la actitud soviética. “Nikita, Nikita, lo que se da no se quita”, decían, y pronto comenzó a circular por todo el país un ofensivo chascarrillo: “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita.” Para colmo de males, China acusó a Jrushchov de puro “aventurerismo” por su decisión de instalar en Cuba cohetes nucleares y después de cobardía por haber capitulado ante Estados Unidos con su abrupta decisión de retirarlos.

   En vista de esta difícil situación, Anastas Mikoyan viajó a La Habana el 2 de noviembre. Su misión, persuadir a Castro de autorizar la retirada de los Il-28, sus bombas atómicas y los misiles tácticos con ojivas nucleares. Para el primer viceprimer ministro soviético fueron días de esfuerzos extraordinarios. Ni la rabia de la dirigencia política cubana, que se sentía traicionada por Jrushchov, ni siquiera la muerte repentina de su esposa en Moscú, a cuyos funerales no pudo asistir, hicieron desistir a Mikoyán. Su hijo Sergo, que lo acompañaba en función de secretario privado, y la investigadora rusa Svetlana Saranskaye, han reconstruido en todos sus detalles los trabajos de la misión soviética en La Habana en un libro revelador, The Soviet Cuban Crisis: Castro, Mikoyan, Kennedy, Kruschchev and the Missiles of November, publicado en octubre de 2012 por el Woodrow Wilson Center y la Universidad de Stanford, en cuyas páginas se incluyen documentos de importancia vital para comprender la magnitud de la crisis, incluyendo las instrucciones que le dio Castro a Carlos Lechuga, su embajador ante Naciones Unidas, y la transcripción de la dura conversación que sostuvo Mikoyan, el 22 de noviembre, con Castro, el presidente Oswaldo Dorticós, Ernesto Che Guevara y Carlos Rafael Rodríguez, la cúpula política de Cuba entonces, al final de la cual Castro aceptó la retirada de los 80 misiles tipo crucero con ojivas nucleares, los bombarderos Il-28 y sus bombas atómicas de 12 kilotones.

   Días después, en la reunión del Soviet Supremo de la Unión Soviética del 12 de diciembre, Jruschcow se preguntó, “¿quién ganó?” Su intención era, por supuesto, minimizar su culpa y sacar algún provecho político del desenlace de una crisis que acababa de arrebatarle su prestigio y pronto lo obligaría a abandonar todos sus cargos en el partido y en el gobierno. Luego destacó que “como resultado de mutuas concesiones y compromisos se había alcanzado un entendimiento entre Washington y Moscú, que permitió eliminar aquella peligrosa tensión y normalizar la situación mundial.”

   Esta afirmación parecía ajustarse a su política de “coexistencia pacífica”, pero no era del todo cierta. En efecto, se evitó el estallido de una guerra nuclear, pero ese peligro podía haberse neutralizado mucho antes, así como el altísimo costo político que tuvo que pagar la Unión Soviética al verse forzada a ceder ante la firme respuesta de Washington. Por su parte, Estados Unidos, si bien podía jactarse de haberle propinado a la Unión Soviética una derrota política de enorme significación, no le quedó otro remedio que comprometerse oficial y públicamente a que jamás intentaría invadir ni ayudar a nadie a invadir Cuba de nuevo. Sin la menor duda, derrotas inocultables para ambas partes.

   En cuanto a Cuba, más allá de la  deshonra que significó ser ignorada por Estados Unidos y ser tratada como un simple y sumiso satélite de la Unión Soviética, gracias a la crisis pudo terminar de neutralizar la contrarrevolución cubana, seriamente debilitada tras el fiasco de Bahía de Cochinos, y eliminar definitivamente la amenaza estadounidense de invadir la isla en cualquier momento con todo el poder de su fuerza militar. Por ello pudo Castro consolidar la revolución dentro de Cuba como una realidad política estable y entregarse de lleno, sin temor a sufrir represalia alguna, a la tarea de poner en práctica la tesis guevarista de la lucha armada en toda la región.

   A partir de ese punto, y durante muchísimos años, ya no habría paz en América Latina.

 

 

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