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Armando Durán / Laberintos: La gran componenda venezolana

 

Al caer la noche del pasado 23 de enero, Nicolás Maduro estaba contra las cuerdas. Eso no lo duda nadie. No obstante, esta semana, a pesar de las sanciones y del creciente aislamiento internacional al que lo someten todas las democracias del planeta, se tiene la impresión de que Maduro y su gente han logrado superar, al menos por ahora, el peligro que entonces se creía inminente e irremisible.

Aquella encrucijada generada por la exigencia de un pronto “cese de la usurpación” convertido en mantra nacional de efectos fulminantes, fue producto de la imprevista aparición en el escenario político nacional de Juan Guaidó, joven y prácticamente desconocido diputado, que días antes, el 6 de enero, al asumir la Presidencia de la Asamblea Nacional, le había advertido al país y a la comunidad internacional que la única solución plausible de la crisis que devastaba a Venezuela debía inexorablemente comenzar con la salida urgente de Maduro y su gobierno de un poder que ocupaban mediante la grosera manipulación de unos comicios celebrados ilegalmente el 20 de mayo del año anterior. En segundo lugar, porque en su discurso Guaidó añadió que inmediatamente después del cese de la usurpación se conformaría un gobierno provisional, con el encargo de devolverle su legitimidad a todos los poderes y órganos del Estado. Finalmente, y sólo entonces, podrían celebrarse elecciones justas y transparentes para dar inicio a una auténtica transición de la dictadura a la democracia.

   La hoja de ruta de Guaidó

El impacto de esta propuesta fue inmediato y arrollador. Tanto, que muy pocos días después, el 23 de enero, ante una inmensa multitud de hombres y mujeres entusiasmados con el cambio político que ahora sí lucía viable, Guaidó se juramentó como presidente interino de Venezuela de acuerdo con el artículo 233 de la Constitución. “Juro asumir formalmente las competencias del Ejecutivo nacional como presidente encargado para lograr el cese de la usurpación, un Gobierno de transición y elecciones libres”, fue la categórica responsabilidad que contrajo Guaidó ese día, con Dios como testigo de su compromiso. “Esta es mi agenda”, añadió, “esta es mi ruta, y me apegaré estrictamente a ella.”

Desde ese instante crucial el país se puso en marcha. Desanimada porque a lo largo de los años los venezolanos habían sido abandonados por sus partidos políticos, buena parte de la población había descartado de su menú de opciones la posibilidad de un cambio político profundo, pero ahora, de golpe y porrazo, surgían razones para recuperar el optimismo. No contaban los venezolanos, sin embargo, con la capacidad de respuesta de esos partidos que habían traicionada su confianza una y otra vez en aras de entenderse y cohabitar con el régimen. Ese era el objetivo esencial de la presunta oposición venezolana desde la instalación, en noviembre de 2002, de la llamada Mesa de Negociación y Acuerdos, inventada por Jimmy Carter y servida con esmero por César Gaviria con el único propósito de darle contenido material al falso dilema de “o nos entendemos o nos matamos” que esgrimía Hugo Chávez. Fue una fórmula que desde entonces le ha permitido al régimen impedir “políticamente” la restauración de la democracia y del Estado de Derecho. Por su parte, los dirigentes de esa oposición que no era tal, gracias a su colaboración, han habían podido ocupar algunos espacios, sin duda insignificantes pero suficientes para evitar que se desvanecieran por completo en la nada de su propia insuficiencia política y moral.

La irrupción de Guaidó llenó de repente ese vacío político abismal y puso en primerísimo plano el contraste entre los patéticos partidos de esta colaboración sistemática con el régimen y el súbito ascenso de un dirigente joven y afortunadamente desconocido, es decir, un político no contaminado del agonizante pasado que condenaba sin remedio a los viejos partidos todavía vivitos y coleando, y algunos nuevos pero deseosos de seguir a pies juntillas los pasos de sus mayores. Gracias a ello se pasaba por alto la naturaleza dictatorial del régimen y los atroces sufrimientos que padecían y padecen millones de ciudadanos inocentes. Una circunstancia que amplificó con fuerza el mensaje de ruptura y regeneración democrática que Guaidó repetía cada día.

No soy amigo de Guaidó. Es decir, no lo conozco al derecho ni al revés, pero he tenido la oportunidad de dialogar largamente con él y puedo decir que más allá de unas pocas diferencias en cuanto a la estrategia a seguir, me hizo sentir que tenía lo que se necesita para llevar a feliz término su proyecto restaurador. Hoy por hoy, sin embargo, no puedo afirmar lo mismo, pero todavía me niego a creer que su liderazgo, que ciertamente ya no es el de aquella fenomenal oferta de movilizar al pueblo, a las fuerzas armadas y a la comunidad internacional en un esfuerzo conjunto, “estrictamente” apegado a su agenda de ruptura y renovación, haya terminado hundiéndose en el penoso pantano que se ha tragado otros liderazgos parecidos.

En el fondo, pienso, la ventaja que representaba ser joven y sin culpas pasadas también han constituido su mayor problema para salir airoso del aprieto que significa haber sido elegido para presidir la Asamblea Nacional por un colectivo cuyo historial no ha dejado de oponerse siempre a la ruptura como estrategia de lucha. Sin fuerza política propia para imponer su visión de la realidad política, es lógico sospechar que se vio obligado a aceptar que quienes antes manejaban a su antojo el funcionamiento de la alianza electoral llamada Mesa de la Unidad Democrática y todavía ejercen un poder hegemónico en la Asamblea, le impusieran a Edgar Zambrano y a Stalin González, ambos destacados partidarios del entendimiento con el régimen, como primer y segundo vicepresidente de la Asamblea. Y que esa tarea limitante parece que la han hecho muy bien, pues han frenado la desviación rupturista que le daba sentido a la hoja de ruta propuesta por Guaidó. Sobre todo después del improvisado y fallido llamamiento de Guaidó a la sublevación cívico-militar del 30 de abril, paso en falso que propició la incorporación de Guaidó a las negociaciones con el régimen, que ya estaban en discreta marcha, con la mediación del gobierno noruego.

A partir de ese punto, primero en Oslo y después en Barbados, comenzó a sustituirse el cese de la usurpación y la dictadura como objetivos fundamentales de una nueva oposición, por la harto conocida fórmula electoral administrada por el régimen. En esta ocasión con algunas capas de oportuno maquillaje para darle mejor aspecto al mecanismo, pero elecciones que al fin y a cabo son idénticas a las celebradas durante estos últimos 19 años, como herramienta esencial para facilitarle al régimen conservar “democráticamente” el poder. Y a la oposición, compartir con el régimen algunos beneficios políticos y materiales.

   En lugar de ruptura, cohabitación    

Esta variante ha determinado un cambio drástico en la hoja de ruta de Guaidó, tal como quedó acordado en las reuniones celebradas en Oslo y en Barbados. Un diálogo inexplicable de los representantes de Maduro, el usurpador que debía cesar de inmediato, con los representantes de una Asamblea Nacional en busca de un recurso que le permitiera volver a ser la oposición oficial eclipsada por el liderazgo de Guaidó. Diálogo y negociaciones que a medida que pasaban las semanas fueron dejando de lado el reiterado “cese de la usurpación” para que ese espacio lo ocupara ahora la negociación de condiciones electorales aceptables para ambas partes, como si la crisis venezolana fuera fruto de la confrontación de dos partes que no se entienden. Resurrección de un argumento que hizo posible que este domingo Stalin González señalara la necesidad, no de lograr el cese de la usurpación, sino de “aprender a entenderse con el otro”. Es decir, con el usurpador, razón por la cual de la agenda opositora, en algún momento indeterminado, desapreció de la hoja de ruta oficializada el 23 de enero, cuyo primer paso no era precisamente entenderse con ese otro, sino todo lo contrario. O sea, expulsar al otro del poder, como fuera y sin contemplaciones, como primer paso inevitable para iniciar la transición.

Esta modificación no era una cuestión de formas. Descartar el cese de la usurpación porque sí, sin debate ni explicación convincente, para terminar calcando el eterno discurso de esos diputados supuestamente de oposición, siempre negados a respaldar cualquier tesis rupturista, incluso la del cese de la oposición propuesta por el presidente de la Asamblea Nacional, y proponer en cambio la celebración de elecciones sin necesidad de conseguir antes ese cese de la usurpación ni la conformación de un gobierno provisional, constituye un cambio radical de la política planteada por Guaidó. Como si de nuevo, a pesar de lo sucedido en estos años de destrucción de Venezuela, viviéramos realmente en aquellos años 2002 y 2003, un tiempo aún no definido del todo, por lo que era posible pensar en la conveniente posibilidad de entenderse con el régimen, al menos, para que no se repitiera la tragedia del 11 de abril. A estas alturas, sin embargo, no es posible modificar los términos de la hoja de ruta planteada en enero por Guaidó y olvidar el origen y la naturaleza de aquella hoja de ruta, y no reconocer que hacerlo equivale a traicionar sin ninguna excusa válida la confianza que desde enero depositan los venezolanos en los tres pasos perfectamente definidos en la hoja de ruta original de Guaidó.

En otras palabras, hablar ahora de elecciones como primer e imposible capítulo de la transición en lugar de ser, como fue previsto por Guaidó, capítulo final de un complejo proceso cuyo desenlace sería la restauración de la democracia, no solo niega el liderazgo de Guaidó, sino que además indica que tanto la vieja como la nueva oposición reconoce que el régimen, aunque a todas luces usurpador, actúa de buena fe y, en consecuencia, está plenamente justificado sentarse a negociar con sus representantes. Peor aún, al suponer la buena fe de Maduro y compañía, hoy sólo demostraría la complicidad de la Asamblea Nacional y la mala fe de sus diputados. Sólo así se explicaría por qué se ha aceptado dialogar con quien hasta hace cuatro días se señalaba de usurpador y por qué la transición ha perdido su significado real en negociaciones interminables cuya única finalidad desde el año 2002, ha sido la conservación del poder hasta el fin de los siglos.

Por otra parte, sostener ahora que en lugar del cese de la usurpación basta celebrar esas elecciones que ya están en trámite de ser aprobadas por los representantes de Maduro y Guaidó, justificaría un inadmisible acuerdo político entre Maduro y Guaidó, no para ponerle fin a la indiscutible y canalla usurpación, sino simplemente para corregir con una nueva votación los posibles “errores” cometidos aquel 20 de mayo. Todo ello con el argumento de que en cualquier democracia, como si en Venezuela viviéramos en democracia, las discrepancias políticas se resuelven pacíficamente, a fuerza de diálogo y de votos.

En la Venezuela chavista actual, no diferenciar en el grano de la paja, valga decir entre la ruptura y la cohabitación, negar la contradicción irreductible entre los intereses del régimen y los de la nación, aceptar los ultrajes inimaginables en nombre de ya no se sabe qué, y enarbolar las banderas del entendimiento para abogar por la eliminación de las sanciones internacionales que asfixian al régimen y repetir con Maduro y compañía las mismas sandeces retóricas, como si lo que en verdad ocurre en Venezuela desde hace 20 años no hubiera ocurrido, y admitir un proceso electoral que de nuevo solo serviría para proporcionarle al régimen aliento para seguir haciendo lo que hace desde hace 20 años, más allá de lo que digan los dirigentes de la oposición, incluido Guaidó, no sería transición ni nada que se le parezca. Dicho con otras palabras: si en Venezuela no se retoma el camino abandonado del cese de la usurpación y la conformación de un gobierno provisional antes de hablar de elecciones, los venezolanos sencillamente estarían aceptando ser de nuevo y fatalmente sacrificados en el altar de la mayor componenda acordada en estos 20 años entre el régimen chavista y sus presuntos opositores, cómplices ahora del mayor atraco de la historia venezolana.

 

 

 

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