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Armando Durán / Laberintos: La oposición venezolana legitimó a Maduro

 

El domingo 21 de noviembre, Nicolás Maduro y el régimen que preside se anotaron un resonante éxito político. Un triunfo inexplicable si tenemos en cuenta que desde hace años la popularidad del mandatario venezolano y del chavismo ni siquiera llega a 20 por ciento. Según el color de quien interprete esta evidente contradicción, así son las versiones que se han escuchado esta semana sobre estas elecciones, cuyos resultados muestran dos hechos lamentables, estrechamente vinculados entre sí, la suicida fragmentación del voto opositor y el sentido real de la masiva abstención que, aunque no existen cifras confiables, se notó en todo el país.

El origen de esta penosa realidad hay que buscarla en la derrota aplastante de los candidatos chavistas en las elecciones parlamentarias de 2015. En aquella histórica ocasión, los diversos partidos de oposición renunciaron a satisfacer sus instintos más elementales y acordaron aglutinarse en una sola lista de candidatos. Gracias a esta sabia decisión se redujo el menú de opciones electorales a solo dos posibilidades: votar por los candidatos del régimen, cuyo nivel de aceptación ya se había desplomado en todas las encuestas, o por los de la oposición, unida ahora en torno a esa lista con la esperanza cierta de que por ese camino sí se lograría salir de Maduro pacíficamente.

Esa belleza no fue posible. Durante los siguientes cuatro años, a pesar de ocupar dos terceras partes de los escaños de la Asamblea Popular, la complicidad de la mayoría de los jefes de la oposición con el régimen pudo más que el anhelo de darle un decisivo golpe de timón al proceso político venezolano. Del resto se ocupó Maduro, a quien no le tembló el pulso a la hora de emplear a fondo su dominio absoluto del Consejo Nacional Electoral y del Tribunal Supremo de Justicia para diluir a sangre y fuego, implacablemente, los deseos de cambio que impulsaron a los ciudadanos de a pie a tomar las calles de Venezuela en abril de 2017 y permanecer en ellas, teñidas con la sangre de muchas docenas de manifestantes asesinados por las fuerzas represivas del régimen,  hasta que cuatro meses después esa dirigencia colaboracionista desactivó la movilización ciudadana a cambio de que el régimen les ofreciera a ellos el caramelito envenenado de unas elecciones regionales como las que acaban de realizarse ahora.

El efecto de aquel perverso “entendimiento” del gobierno y la oposición a espaldas de la voluntad y las urgentes necesidades de una sociedad civil asediada por los efectos devastadores de la crisis económica y social, produjo la imprevista aparición de un joven y desconocido parlamentario, de nombre Juan Guaidó, que aprovechó la oportunidad que le brindaba ser designado en enero de 2019 presidente de la Asamblea Nacional para proponerle a los venezolanos y a la comunidad internacional una hoja de ruta rupturista que denunciaba a Maduro de usurpar la Presidencia de la República por haber sido reelecto en unos comicios a todas luces fraudulento y reclamar para sí el derecho constitucional de llenar, como presidente interino, el vacío de poder generado por esa falsificada reelección y dirigir la reinstauración en Venezuela del orden constitucional y la urgente transición de la dictadura a la democracia.

De este inaudito modo, los venezolanos, que se habían unido para conformar una Asamblea Nacional electa democráticamente y habían perdido esa ilusión por culpa de la conducta impropia de la dirigencia opositora, la recuperaron de golpe con la hoja de ruta que les propuso Guaidó. El problema fue que esa arrolladora alegría colectiva duró bien poco, porque Guaidó, presionado por su partido y por las maquinarias de los otros partidos que conformaban la llamada Mesa de la Unidad Democrática, cometió dos errores de los que no ha logrado recuperarse. El primero, el 30 de abril, cuando al liberar a Leopoldo López, su jefe político, sometido a prisión domiciliaria por los sucesos de junio de 2014, al llamar juntos a una insurrección cívico-militar, dio la impresión de que él, a pesar de ser reconocido por toda la Venezuela democrática y por las principales democracias del planeta como legítimo presidente interino de Venezuela, era en verdad un subalterno de López, confusión que a los ojos de muchos le hizo perder buena parte de su autoridad. El segundo, pocos meses después, el 15 de agosto, cuando se apartó de su propuesta al enviar a dos delegados suyos, Stalin González y Geraldo Blyde, a participar en las negociaciones con representantes del “usurpador” en una mesa de diálogo y negociaciones servida por la Unión Europea en Oslo.

La traición de los partidos de la MUD al mandato popular que recibieron en las lecciones parlamentarias de 2015 y la traición de Guaidó a su propia hoja de ruta sentándose a negociar con el “usurpador” las elecciones regionales que al fin se han celebrado ahora, determinó, por una parte, el fin de las opciones unitarias de la oposición; por la otra, el rechazo creciente de la población al régimen, pero también a la oposición. Un desapego de la actividad política, del signo que sea, cuyos efectos directos han sido la fragmentación de la fuerza opositora, la orfandad de una sociedad civil que no reconoce liderazgo político alguno y la masiva abstención que a fin de cuentas le dio la espalda el domingo al gobierno y a la oposición, una expresión de indiferencia absoluta que, a estas alturas, los condena a todos al infierno de la nada.

Esta desoladora realidad, legitima a Maduro y le lava la cara al régimen, porque una vez más se impuso la estrategia oficialista de presentarle a la codiciosa dirigencia política de la oposición la oportunidad de satisfacer sus modestas ambiciones personales con la adjudicación de unos pocos e insignificantes espacios burocráticos. Poco les importó a esos presuntos dirigentes opositores ser humillados, primero porque Maduro les impuso la agenda de esa nueva ronda de supuestos diálogos y negociaciones, para después, tan pronto aceptaron acudir a la convocatoria electoral sin exigir ninguna modificación en las condiciones electorales, abandonarlos en Ciudad de México. Sin que esos embajadores de una supuesta Plataforma Unitaria, almas en pena que desde las pasadas reuniones en Oslo y Barbados se dejan llevar y traer al antojo de Miraflores, sin siquiera simular  un leve reproche, no vaya a ser que Maduro los expulse definitivamente del terreno de juego.

Con este silencio cómplice con que aceptaron continuar desempeñando el papel de comparsa que hace 20 penosos años le asignó Chávez a una oposición arrepentida de haber propiciado el derrocamiento de Chávez en abril de 2002, esa dirigencia, derrotada en México desde que se sentaron a esa mesa y derrotada en los centros de votación este domingo 21 de noviembre en Venezuela, también perdió las últimas señas que los identificaba como dirigentes políticos.  Con esta última rendición sin condiciones, sencillamente han cumplido la triste tarea de legitimar a quien hace menos de tres años ellos denunciaban de haber usurpado el poder presidencial. De paso, y más allá de cualquiera duda, los dirigentes de esa oposición también reconocen que son tan usurpadores como Maduro y el régimen. Nada más.

 

 

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