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Armando Durán / Laberintos: La pavorosa crisis venezolana (I)

 

   La noche de este jueves ocurrió un hecho insólito a las puertas del Palacio de Miraflores. Centenares de vecinos se reunieron allí, el punto más y mejor custodiado de la ciudad, para hacer sonar sus cacerolas y exigirle agua a Nicolás Maduro. Más insólito aún resultó que para aplacar esa desesperada expresión de indignación ciudadana, el alto gobierno mandó al lugar varios camiones cisternas para llenar de agua las sonoras ollas de los manifestantes. Este mismo y penoso suceso ocurre a diario en innumerables espacios de la geografía nacional, como reacción natural a los muy diversos y gravísimos efectos de una crisis que ya se ha hecho sencillamente insostenible.

 

   La escasez de todo es la más dramática consecuencia de esta crisis que, combinada con la hiperinflación galopante de los últimos meses y una devaluación indetenible de la moneda nacional, ha convertido lo que en principio era una grave situación económica con resultados sociales devastadores, en una auténtica crisis humanitaria que ha disparado las alarmas de la comunidad internacional, altamente sensibilizada por hechos similares en los Balcanes, el norte de África y el Medio Oriente. Una situación que nos obliga a hacernos una pregunta inquietante. ¿Cómo es posible que Venezuela, país petrolero que hasta hace poco era modelo de democracia y desarrollo, sea hoy una nación miserable, al borde de un abismo que de manera tan patética queda perfectamente ilustrado por esta manifestación nada más y nada menos que frente al Palacio de Gobierno y al hecho de que el régimen se limite a repartir agua entre los ciudadanos, como desde hace muchísimo reparte bolsas de comida de muy mala calidad pero a precios muy bajos para atenuar el hambre de millones de venezolanos y hacerlos cada día más dependientes de la arbitraria voluntad del régimen?

 

   La causa de la crisis

   Por supuesto, es económico el origen de este desastre que ha generado la escasez de alimentos y medicinas, el colapso progresivo de los servicios de agua y electricidad, la ausencia de asistencia médica adecuada, calamidad que cada día sentencia a muerte a más y más ciudadanos con enfermedades letales como el cáncer, la hipertensión, el VIH, la diabetes, las enfermedades renales que necesitan ser sometidas a tratamientos regulares de diálisis para conservar la vida o con trasplantes que hacen necesarios ciertos medicamentos para evitar el rechazo a los órganos trasplantados. Se trata, sin embargo, de un trance que si bien afecta mortalmente el desempeño económico y social de la sociedad, tiene su origen en la decisión política de destruir sistemáticamente el aparato productivo nacional para construir una nueva sociedad, bajo rigurosos dominio estatal. La destrucción en primer lugar del sector privado de la economía, pero también del estatal, comenzando por la industria petrolera, que muy pronto dejó de ser una empresa ejemplar para pasar a ser la caja chica del régimen, ocupado en impulsar una economía de importaciones para suplir la oferta de productos procedentes de ese sector privado en proceso de desaparición, y para financiar, dentro y fuera de Venezuela, la puesta en marcha del proyecto político cuya meta ha sido desde siempre llevar a Venezuela a ese punto que Hugo Chávez decía que él veía allá a lo lejos, en el horizonte. “¿Es el comunismo la alternativa?”, preguntaba el 12 de noviembre de 2004 en el curso de una reunión con los miembros más destacados de su movimiento. Y él mismo se respondía: “No nos estamos planteando eliminar la propiedad privada, el planteamiento comunista, no. Hasta allá no llegamos. Nadie sabe lo que ocurrirá en el futuro, el mundo se está moviendo, pero en este momento sería una locura. No es el momento.”

 

   Para buen entendedor, pocas palabras bastan. Hace 14 años era prematuro dar ese salto en el vacío, pero como él le señaló a su gente de confianza, “el mundo”, es decir, Venezuela, se estaba moviendo y nadie podía aventurarse a precisar todavía que ocurriría en el porvenir nacional. Por el momento era una locura. Lo había intentado a finales del año 2001 con la promulgación de 47 decretos-leyes elaborados en secreto al cobijo de los plenos poderes que le había dado una Asamblea Nacional bajo control suyo con la finalidad de cambiar a fondo la estructura del Estado y de la sociedad, y su precipitación casi le cuesta perder el poder que tanto le había costado conquistar. Los gremios empresariales y el mundo sindical, con el respaldo absoluto de la Iglesia Católica, asumieron de inmediato la responsabilidad de movilizar a la sociedad y el 11 de abril del año siguiente se produjo la mayor manifestación ciudadana de la historia venezolana, cuando centenares de miles de venezolanos marcharon desde el este de Caracas hasta el Palacio de Miraflores para exigirle a Chávez su renuncia. Todos sabemos lo que ocurrió entonces, el asesinato de casi 20 manifestantes y en horas de la noche, el pronunciamiento de los cuatro componentes de las Fuerzas Armadas y su encarcelamiento, aunque apenas por dos días.

 

   Chávez logró superar ese obstáculo, pero tuvo que morder el freno. Restaurado en el poder, pero no ileso del todo, comprendió que debía cambiar de estrategia. Surgió entonces la tesis de “O nos entendemos o nos matamos”, al calor de la cual le dio algo de oxígeno a unos partidos políticos en franca decadencia desde la década de los 90, fenómeno que había facilitado la victoria de Chávez en las elecciones de 1998, al invitarlos a una mesa de diálogo para acordar la normalización de la situación. De esa inesperada manera los hizo cómplices políticos en la tarea de neutralizar la fuerza demostrada por la llamada sociedad civil a cambio de un trozo, muy pequeño sin duda, pero trozo a fin de cuentas, de la gran torta nacional.

 

   Rondas de diálogo y elecciones

   Tras aquel fallido intento de entenderse con los partidos de oposición, César Gaviria, secretario general de la OEA, y el ex presidente estadounidense Jimmy Carter, acudieron en ayuda de Chávez. El resultado de ese esfuerzo conjunto de gobierno, partidos de oposición, un sector de la sociedad civil y dos representantes muy significativos de la comunidad internacional fue la instalación de una Mesa de Negociación y Acuerdos, que tras meses de retóricos debates, firmaron un acuerdo muy pomposo pero que decía poco o nada, que sin embargo le ofreció a los venezolanos y a los gobiernos del hemisferio la esperanza de que Venezuela dejaba atrás la opción de matarse, como había ocurrido el 11 de abril, y de ahora en adelante, al parecer sin cuentas por cobrar, estaba resuelta a dirimir sus diferencias por medios pacíficos y democráticos. Es decir, con rondas de diálogo entre las partes y con votos.

 

   En la práctica, el mensaje que lograron darle Chávez y la oposición al mundo en ese punto crucial del proceso político venezolano era que en Venezuela había democracia, aunque para algunos espíritus intransigentes y radicales fuera una democracia maltrecha e insuficiente. Se trataba de reafirmar que a partir de ese instante la conflictividad política y social no desencadenaría estallidos de violencia que perturbaran el desarrollo normal de la convivencia civilizada gracias a una doble válvula de escape: diálogo entre gobierno y oposición reconocida por el gobierno y por lo tanto oposición oficial, ese era el premio político que recibían los partidos políticos que se adaptaran a las circunstancias cada vez que el régimen se sintiera acosado por algún peligro inminente, y elecciones a cada rato y para lo que sea, pero bajo el control de poderes públicos manejados por chavistas disciplinados y que la oposición aceptaba de mejor o peor grado pero con suficiente aquiescencia para darle a los resultados de las urnas electorales legitimidad política e institucional para continuar navegando sin mayores sobresaltos hacia ese punto aún no definido con claridad, pero que Chávez veía en el horizonte como único destino de la Venezuela por venir.

 

   De esa manera, sinuosa pero hasta el día de hoy muy fructífera, se redujo el problema venezolano a un problema exclusivamente económico. Desde entonces, la oposición se limita a excluir de su discurso la naturaleza ideológica del desastre venezolano actual y achacarle a la incompetencia de los gobernantes a la hora de aplicar políticas públicas equivocadas. Nada más. El hecho de que las decisiones en materia económica fueran la causa esencial de la crisis que hoy acorrala a los venezolanos, es decir el proyecto de reproducir en Venezuela la fracasada experiencia cubana, quedó excluido del discurso de una oposición que, para poder seguir jugando en el tablero político, había entendido la necesidad del régimen de no agitar excesivamente las aguas de sus razones ideológicas, y a apostarle todo su capital al diálogo con el régimen y al respeto a las normas políticas y jurídicas impuestas precisamente por el régimen, aunque significara sacrificar su posible significación política y su trasfondo ideológico. Dos casos concretos ponen de manifiesto la magnitud de lo que ha significado esta estrategia política de la componenda con el régimen.

 

   El primero de estos casos ocurrió con la elección presidencial del año 2013. La muerte de Chávez había dejado a Nicolás Maduro como presidente encargado y de acuerdo con la Constitución debían celebrarse elecciones para normalizar la situación. Los partidos de oposición, agrupados desde hacía algunos años en la alianza llamada Mesa de la Unidad Democrática, convocó elecciones internas y los electores decidieron que el abanderado de la oposición fuera Henrique Capriles, quien ya había asumido ese desafío al enfrentar a un Chávez moribundo pero todavía invencible, en las urnas electorales. Ahora todo parecía distinto. Las encuestas daban a Capriles como ganador y cuando el Consejo Nacional Electoral anunció el triunfo de Maduro por muy escaso margen, Capriles exigió un reconteo de los votos. En un primer momento Maduro respondió estar de acuerdo, pero muy poco después, sin duda porque le hicieron ver que eso sería un gravísimo error, cambió de opinión. Él reconocía el veredicto del CNE y le exigía a Capriles hacer otro tanto. Seguro de que había ganado, Capriles convocó entonces al pueblo a manifestarse ante las oficinas del CNE en Caracas y en todos los estados del país para exigir el dichoso reconteo. Las manifestaciones provocaron duros y sangrientos enfrentamientos y Capriles, aunque en ningún momento reconoció la victoria de Maduro, desactivó las protestas. Perdió ese día Capriles y le arrebató a los ciudadanos la oportunidad de orientar a Venezuela hacia la restauración plena de la democracia y la normalización de la economía y la producción, pero de este controversial modo impidió que el país reencontrara en el camino democrático y electoral los fundamentos de la Venezuela contraria a la que Chávez pretendía imponer.

 

   El segundo caso ha resultado aún más dramático. El 2 de abril de 2016, después que el régimen, para eludir las consecuencias fatales de la histórica victoria opositora en las elecciones parlamentarias celebradas en diciembre de 2015, había reaccionado con sucesivos desconocimientos de su derrota, hasta que a finales de marzo el Tribunal Supremo de Justicia dictó dos sentencias que despojaban a la Asamblea de todas sus atribuciones constitucionales y se hacía cargo de ellas. Era un claro y definitivo golpe de Estado que suprimía de un plumazo el Poder Legislativo y la voluntad de los electores, y a la dirigencia de la MUD no le quedó más remedio que renunciar a su controversial acomodo con el régimen, denunciar lo sucedido como lo que en verdad era, un golpe de Estado, y convocar al pueblo a rebelarse en las calles de toda Venezuela hasta restituir el hilo constitucional roto irremediablemente por la voluntad totalitaria de Maduro. Cuatro meses más tarde, a pesar del sacrificio de aquellos días terribles y de la sangre derramada a raudales por centenar y medio de ciudadanos asesinados, a cambio de la oferta del régimen a celebrar las elecciones regionales y municipales canceladas sin ninguna explicación, abandonaron el mandato popular de cambiar de presidente, gobierno y régimen en el menor plazo posible y se lanzaron de cabeza a conquistar unos pocos espacios burocráticos de origen teóricamente electoral. Un mortal paso tan en falso, que fue burlado de inmediato por un régimen que al fin comprendía que su dilema era rendirse ante la presión de la calle o aprovechar la inexplicable claudicación de la MUD para tomar impulso y dar ese salto en el vacío que Chávez no había podido dar. Un salto que se inició actuando de frente y sin la menor consideración contra las dos oposiciones. Contra la oposición disidente y radical, y contra la dialogante y enfermizamente electoralista, herida ya de muerte por sus incorregible conducta de reiteradas incoherencias y deslealtades.

 

   El fin del camino

   Las nuevas circunstancias condenaban sin remedio a la MUD. De ahí que mientras en una nueva e injustificable ronda de conversaciones con representantes del régimen en Republica Dominicana intentaban lograr algunas condiciones que flexibilizaran las condiciones que el CNE imponía para la elección presidencial programada para diciembre, Maduro ordenaba al CNE adelantar esos comicios para el mes de abril. De paso, su presidenta anunció que quedaban inhabilitados para participar en este nuevo y definitivo fraude la MUD como alianza electoral y Primero Justicia, su principal partido. Quedaba así echada la suerte de los más cómodos opositores del régimen. Obligados a ir contra su propia razón de ser, no tuvieron otra alternativa que convocar a los electores a abstenerse de votar. Desde ese instante, la alianza y sus dirigentes comenzaron a disolverse en la niebla del no ser, sin pena ni gloria, melancólicamente.

 

   Mientras tanto, la crisis, profundizada por estos componentes políticos abiertamente desestabilizadores y sin solución alguna a la vista, colocaba a los venezolanos ante una realidad desde todo punto de vista insostenible. Sin alimentos ni medicamentos o solo disponibles a precios inalcanzables para la inmensa mayoría de la población, vastos sectores de esa población condenada además a vivir sin servicios de agua ni electricidad, sin transporte terrestre por la falta de repuestos para el parque automotor, sin servicios asistenciales o médicos medianamente adecuados, con el hampa dueña cada día más absoluta de las calles, sin siquiera tener acceso al dinero efectivo excepto en el mercado negro y una juventud que se siente despojada de su legítimo futuro, Venezuela entra en una dimensión desconocida. La próxima semana trataremos de analizar cuáles son las opciones que la realidad le presenta a los ciudadanos.        

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