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Armando Durán / Laberintos: La resurrección de Lula Da Silva

   La historia de Luis Inácio Lula da Silva tiene mucho de realismo mágico. De origen muy humilde, nació en el sertao, vasta y despoblada región del nordeste de Brasil; se vio obligado a abandonar la escuela cuando cursaba quinto grado por las dificultades económicas de la familia y se fue a trabajar en una fábrica de tornillos. Años después, en plena dictadura militar, ya como tornero, se inició en las luchas sindicales. Convertido en dirigente político después de la dictadura militar, fue derrotado en 1989 como candidato presidencial del Partido de los Trabajadores. Tres veces más volvió a intentarlo y las tres veces perdió, la última en segunda vuelta por Fernando Henrique Cardoso. Su sueño los haría realidad en las elecciones de 2003 y en reelección cuatro años más tarde. Ese fue el desenlace del primer capítulo de su novela personal y política, como segundo presidente socialista electo en América Latina. El primero había sido Salvador Allende.

   El segundo y muy penoso capítulo comenzó al iniciarse en marzo de 2014 la llamada Operación Lava Jato (autolavado), encargada de investigar la complicidad de altos funcionarios del gobierno y de la estatal Petrobras con dirigentes políticos y grandes empresas de construcción, con Odebrecht a la cabeza. En aquel escándalo de corrupción, el mayor puesto al descubierto en Brasil y América Latina, Lula y Dilma Rousseff, su sucesora en la Jefatura del Estado, se vieron implicados durante años de diversos procesos judiciales, que le costaron a Rousseff perder abruptamente la Presidencia de Brasil y a Lula una condena a 12 años, de los que solo cumplió 580 días, porque  en sentencia del 8 de marzo de 2021, el Supremo Tribunal de Justicia de Brasil anuló la sentencia contra Lula por “defectos procesales” y dictaminó que el juez que lo condenó, Sergio Moro, que después sería nombrado ministro de Justicia por Jair Bolsonaro, había actuado de forma parcial. “No existe evidencia adecuada”, señaló tajantemente el tribunal, “ni siquiera mínimamente capaz de demostrar la existencia de un acuerdo ilícito de los imputados.”

   Ahí arrancó el tercero y casi mágico capítulo de la historia de Lula, quien al verse libre de toda culpa, pudo anunciar su decisión de recuperar plenamente su vida política presentando su candidatura presidencial en las elecciones celebradas el pasado 2 de octubre. Un milagro al que todas las encuestas adornaron espléndidamente al anunciar a los cuatro vientos la cómoda ventaja que le llevaba Lula a su principal contrincante, el presidente Bolsonaro, de entre 10 y 15 puntos. Una victoria de tanta magnitud, que muchos analistas se atrevieron a vaticinar que Lula volvería al palacio de Planalto con su triunfo en la primera vuelta electoral.

   EL milagro no se produjo. En efecto, Lula fue el candidato más votado, gracias al respaldo de 48,41 por ciento de los electores, pero le faltó un último soplo de impulso, apenas punto y medio, para superar el prácticamente inaccesible 50 por ciento necesario para definir en Brasil una victoria electoral sin necesidad de validarla en las urnas de una segunda vuelta. Ya sabemos que no fue posible, pero también sabemos que a pesar de su victoria, Lula, la izquierda latinoamericana y sus camaradas de América Latina recibieron ese domingo un mensaje mucho peor: a pesar del triunfo indiscutible de Lula, la votación arrojó el muy significativo  -desde todos punto de vista- ascenso de Bolsonaro en el corazón de los brasileños, al reducir a solo 5 puntos su desventaja con respecto a Lula. Un impacto cuya gravedad aritmética se agravó considerablemente, cuando se supo que el Partido Liberal (PL) de Bolsonaro consolidó el domingo su posición como primera minoría en ambas cámaras del Congreso, porque sus candidatos regionales ganaron las elecciones en 9 de los 15 estados, y no necesitarán volver a las urnas dentro de tres semanas, y porque en Sao Paulo, el más poblado estado del país con 46 millones de habitantes y considerado feudo de Lula y de su Partido de los Trabajadores (PT), Fernando Haddad, ex alcalde de la ciudad de Sao Paulo y hombre destinado a ser el sucesor de Lula, al obtener solo 35 por ciento de los votos emitidos, fue derrotado por Tarcisio Freites, quien obtuvo 42 por ciento de los votos, una diferencia que se supone suficiente para garantizar su victoria en las urnas de la segunda vuelta.

   A pesar de estos descalabros, todo indica que el 30 de octubre Lula da Silva conseguirá sumar los votos que le permitan superar la barrera del 50 por ciento. En todo caso, para ese momento seguirá siendo el favorito de las encuestas, porque la candidata sorpresa del 2 de octubre, Simone Tebet, que quedó en tercer lugar con algo más de 4 por ciento de los votos emitidos, el martes declaró que le daba su apoyo a Lula da Silva, con el argumento de que Lula “respeta las normas de la democracia y la constitución y Bolsonaro no.” Un respaldo y un argumento que un día después  repitió el expresidente Fernando Henrique Cardoso, socialdemócrata moderado de gran influencia en el país, que hasta ahora era adversario a tiempo completo de Lula.

   No obstante estos puntos a favor, los resultados de la primera vuelta y el “desacierto” común de todos los sondeos de opinión, también deben entenderse como efecto de un notable número de votos de la derecha ocultos en el amplio universo de quienes se identificaban en las encuestas como “indecisos.” Bien porque les daba vergüenza decir públicamente que son de derecha, por falta de convicción o simplemente porque los que dicen no saber por quién votar son por naturaleza reacios a favorecer cambios que puedan terminar siendo saltos en el vacío y al final se inclinan en favor de las opciones más conservadoras, aunque solo sea, en este caso, preferir a Bolsonaro como mal conocido, que a un Lula del que no se sabe ahora qué esperar.

   Así las cosas, nadie puede meter la mano a favor del triunfo anunciado de Lula o de una nueva sorpresa de Bolsonaro. Sí podemos afirmar que la polarización alcanzará un alto grado de radicalización, tanto si los electores deciden resucitar a Lula, como si optan por enterrarlo, ahora sí, para siempre. A fin de cuentas, en este incendio que se cocina por el momento a temperatura no muy elevada, la segunda vuelta del 30 de octubre, más que una elección entre dos candidatos presidenciales será una elección a favor o en contra de Lula, a favor de una izquierda sin disimulos o de la reafirmación de una derecha también sin disimulos. Con todas sus peligrosas consecuencias, en una América Latina donde los malestares de todos los colores se hacen cada día más insoportables.

 

 

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