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Armando Durán / Laberintos: La segunda oportunidad de Juan Guaidó

 

Pocas veces las circunstancias les ofrecen a los hombres una segunda oportunidad. Buena fortuna, pues, la de Juan Guaidó. Sobre todo, porque este suceso se produce en el momento más bajo de su todavía breve pero vertiginosa carrera política.

Si volvemos la vista atrás, la ligereza y la improvisación que pusieron él y su equipo en Cúcuta hace ahora casi un año, arrojó sobre sus hombros las primeras y para muchos decisivas dudas sobre su liderazgo. En aquella delicada situación los gobiernos de Colombia, de Estados Unidos y del entonces muy activo y vigoroso Grupo de Lima le ayudaron a superar el mal paso. Su regreso a Caracas en vuelo comercial sin que el régimen se atreviera a hacerlo preso por haber violado la sentencia dictada por el Tribunal Supremo de Justicia prohibiéndole salir del país, y el recibimiento que le dieron una buena cantidad de embajadores acreditados ante el régimen chavista, pero cuyos gobiernos también reconocían su legitimidad como presidente interino de Venezuela, hicieron el resto.

   El colaboracionismo de cierta oposición

Tras regresar a Caracas después de haber viajado en plan presidencial a Bogotá, Brasilia, La Asunción, Buenos Aires, Lima y Quito, Guaidó recorrió el país en olor de multitudes. Sin embargo, con el paso inexorable de los días y las semanas, las movilizaciones populares fueron cada vez menos masivas. A fin de cuentas, llenar calles y plazas sin provocar cambios en el proceso político pronto agotó la justa impaciencia ciudadana. Quizá por esta suerte de desconexión con las masas que poco antes lo aclamaban, Guaidó cayó en la tentación de hacer un precipitado llamamiento a la sublevación cívico-militar el 30 de abril. La presencia a su lado de un Leopoldo López “rescatado” esa madrugada le añadió un ingrediente de confusión al episodio. ¿Quién encabezaba aquel movimiento, Guaidó o su jefe político? ¿Realmente creía posible Guaidó que su pronunciamiento movilizaría al país, o aquella aventura simplemente fue un recurso para devolverle a López su libertad? En todo caso, desde ese controversial día, posiblemente porque con la presencia innecesaria de López también perdía buena parte de su autoridad presidencial, sus siguientes convocatorias a manifestarse los sábado al mediodía, sin otro objetivo real que manifestarse y nada más, parecían más bien actos de una campaña electoral que no estaba precisamente en la conciencia colectiva de los venezolanos, acorralados por los efectos devastadores de una crisis que ya era una crisis humanitaria.

De este ingrato modo, en la medida que su prometido cese de la usurpación desaparecía del horizonte nacional y del día de mañana ciudadano, se hizo evidente que la fuerza del liderazgo del diputado guaireño ya no era lo que había sido. Lo cierto es que lo ocurrido esa mañana y lo que no ocurrió, le hizo comprender a la gente que su liderazgo estaba en serio peligro de extinción. Una nueva realidad ante la cual el régimen y sus socios en la oposición comprendieron que esta erosión del proyecto Guaidó abría de pronto la posibilidad de sofocar sin mayores dificultades la amenaza que representaba la hoja de ruta planteada por el joven y hasta hacía muy poco desconocido diputado. De ahí que la maquinaria del llamado G4 opositor, conformado por Henry Ramos Allup (Acción Democrática), Julio Borges (Primero Justicia), Manuel Rosales (Un Nuevo Tiempo) y los sucesores de Teodoro Petkoff en el Movimiento Al Socialismo y desplazados por el discurso rupturista de Guaidó, pensaron ahora que había llegado el momento de poner otra vez las cosas en su sitio.

En todo caso, en esa encrucijada abierta por el descalabro del 30 de abril y su creciente debilidad política hizo que Guaidó, de pronto, dejara de hablar del fin de la usurpación y decidiera participar en la nueva ronda de conversaciones que desde hacía meses preparaba ese sector de la oposición con el régimen. Una negociación en Oslo primero y después en Barbados, cuyo único y verdadero objetivo, una vez más, era contribuir a que la dictadura, con el anuncio de nuevas elecciones, pudiera sofocar los ánimos de la sociedad civil con la oferta de ordenar el caos pacífica y democráticamente, en las urnas electorales. Apagado así el brillo de la estrella Guaidó, los venezolanos, decepcionados por lo que temían era una nueva y tenebrosa tomadura de pelo, le dieron la espalda al presidente interino y concentraron todos sus esfuerzos y toda su atención en la muy difícil tarea diaria de llegar sanos y salvos hasta el día siguiente.

   Guaidó se hunde en la nada

Gracias a esta tramposa estrategia electoralista, la oposición formal al régimen había conseguido construir, desde los tiempos de la tristemente célebre Mesa de Negociación y Acuerdos de Jimmy Carter y César Gaviria en 2003, un cómodo y satisfactorio modus vivendi con el régimen. Una colaboración que le permitió a Hugo Chávez y a Nicolás Maduro, su sucesor, consolidarse ante el mundo como un proyecto relativamente democrático, a todas luces heterodoxo pero a fin de cuentas democrático, a pesar de ser un implacable régimen autoritario, unipersonal y militar, dictadura simple y pura, como se decía antaño, que a lo largo de los años, paso a paso y con gran astucia, había destruido los valores y las realidades del sistema democrático y del Estado de Derecho.

Gracias a la complicidad de esta oposición que no hacia oposición, el régimen había logrado extirpar del menú de opciones nacional las alternativas más radicales. Durante algunos meses, Guaidó parecía estar en condiciones de deshacer esa componenda, pero ahora, completamente reducido a nada en la mesa de las negociaciones promovidas por el gobierno noruego con el apoyo de los jefes diplomáticos de la Unión Europea, las aguas parecían estar a punto de recuperar su nivel. Y los dirigentes de esa oposición oficial podían pensar de nuevo en futuras participaciones electorales y en los beneficios compartidos que derivaran de su exitoso entendimiento. El nuevo jefe parlamentario, en menos de un año, estaba a punto de desaparecer en las tinieblas de la nada.

El momento de la verdad

El pasado 5 de enero, fecha en que la Asamblea Nacional iba a reelegir a Guaidó como su presidente, la barbarie explícita del régimen desalojó del Capitolio Nacional, sede oficial del parlamento venezolano, a las huestes de su legítimo presidente. Fue la consecuencia natural del indiscutible agotamiento del fenómeno Guaidó. Una debilidad que se hizo mucho mayor al comenzar este año 2020, cuando la impotencia del presidente interino para impedir la ocupación militar del Capitolio Nacional profundizó aún más la impresión de que, en efecto, de la alternativa que él representó meses atrás ya quedaba muy poco. Su equipo trató de minimizar estos daños con el falso argumento de que el poder de la Asamblea Nacional no dependía del lugar donde se reuniera, sino en la voluntad y la legitimidad de sus diputados, pero lo cierto es que nadie en su sano juicio podía no ver que la violenta acción del régimen hería de muerte el presente y el futuro político de Guaidó y de la esperanza que había sembrado en el corazón de la Venezuela democrática.

No sabemos cuándo ni cómo se tomó la decisión, pero la gira internacional de tres semanas que emprendió Guaidó el 19 de enero y que concluyó el pasado martes 11 de febrero, le dio un vuelco de 180 grados a la situación política del país. Tampoco sabemos quién organizó lo que en definitiva fue una notable operación de salvamento. Lo que sí está claro es que el Guaidó que regresó esta semana a Venezuela es un Guaidó muy distinto al que inició esta gira por Europa y las dos Américas. Desmantelada con esta travesía política de Guaidó la estrategia de una imposible solución negociada defendida con ahínco por el régimen, los principales partidos de la oposición y la tradicional política de los gobiernos europeos en favor de no ocuparse de los asuntos que para ellos no sean prioritarios, el régimen se ha visto ahora obligado a revivir los sobresaltos y las contradicciones que se vio obligado a sufrir el año pasado. De nada vale la advertencia que hizo Maduro el viernes de un posible encarcelamiento de Guaidó si algún tribunal ordena su captura, pues él y su gente saben perfectamente bien cuáles serían las consecuencias de una acción semejante.

Sus aliados rusos y cubanos, con gran insistencia, desde hace meses le exigen a Maduro neutralizar a Guaidó antes de que sea demasiado tarde, pero Maduro aprendió de Chávez las ventajas tácticas de no actuar por impulsos. Por eso toleró con paciencia franciscana la inadmisible presencia de una Presidencia paralela en territorio nacional. En todo momento alimentando la esperanza de que no lograr los resultados prometidos daría al trasto con el proyecto Guaidó. Y eso fue lo que ocurrió. Hasta que con el nuevo año también creyó que llegaba el momento de reprimir con firmeza ese desafío, expulsando por la fuerza al guaireño y su gente del Capitolio, y nombrando a otra y, por supuesto, espuria Asamblea Nacional.

No contaba, Maduro, sin embargo, con la intervención de la comunidad internacional en apoyo a Guaidó. En definitiva, un fracaso del presidente interino también era el fracaso de esas fuerzas que lo habían hecho posible. Y tan equivocado estaban Maduro y sus asesores venezolanos y extranjeros, que el régimen se ha visto obligado a asistir, sin poder hacer nada para impedirlo, al espectáculo de Guaidó recorriendo el mundo durante tres semanas interminables, con reuniones desde las que sostuvo con el presidente colombiano Iván Duque y el secretario de Estado norteamericano Mike Pompeo en Bogotá hasta sus reuniones con el presidente Donald Trump en el Congreso de su país, donde los representantes y senadores de los dos partidos, puestos de pie, lo aclamaron con sus aplausos solidarios, y en la Casa Blanca, pasando por sus encuentros con el primer ministro de Gran Bretaña, con Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, con el presidentes francés y con los primeros ministros de Austria, Grecia, Alemania y Canadá, y con los mayores poderes económicos y financieros del planeta, reunidos como todos los febreros en el Foro Económico Mundial de Davos.

Estos son los pasos extraordinarios que le han proporcionado a Guaidó una segunda e inesperada oportunidad y que colocan a Maduro en la situación más comprometida de sus 7 años al frente del régimen chavista. Una realidad que, sin embargo, provoca preguntas ineludibles. ¿Qué hará Guaidó a partir de este momento? ¿Estará a la altura de esta nueva circunstancia o cometerá los mismos errores que estuvieron a punto de hacerlo desaparecer políticamente para siempre? Es decir, ¿será capaz de recuperar su original propuesta del cese de la usurpación o lo veremos deslizarse de nuevo por las pálidas laderas del apaciguamiento y del entendimiento con los cuatro jinetes del apocalipsis opositor y con lo que quede de régimen chavista? Una incertidumbre que también nos hace recordar el dicho de que segundas partes nunca son buenas.

No se trata de negarle a Guaidó la posibilidad de renovar su liderazgo y devolverle a los ciudadanos la esperanza. Sí tener muy en cuenta que todo lo que pase en Venezuela desde el día de hoy dependerá de lo que en verdad haga Guaidó. El deterioro progresivo de su figura a lo largo del año pasado fue el producto de dos tropiezos perfectamente identificados. En primer lugar, el haber sustituido el cese de la usurpación por la celebración de elecciones convocadas y gestionadas por el régimen, bajo el mando supremo del usurpador, intocable, precisamente, gracias a las negociaciones. En segundo lugar, haber renunciado al compromiso de ponerle un brusco final a la dictadura que asumió al juramentarse, primero como presidente de la legítima Asamblea Nacional y después como presidente interino de la República en virtud del artículo 233 de la Constitución Nacional, y adoptar en cambio el discurso de la oposición colaboracionista.

De acuerdo con estas realidades, puede afirmarse ahora que esta segunda oportunidad que tiene de enmendar sus errores, también es la segunda y quizá última oportunidad que tendrá Venezuela en muchos años para reencontrarse, antes de que sea demasiado tarde, con el derecho inalienable de vivir en libertad. En otras palabras, la responsabilidad que implica este regreso de Guaidó aparentemente repotenciado por el espaldarazo absoluto de medio mundo, lo obliga a retomar el camino abandonado en Oslo a manos de los enemigos de Venezuela y reemprender su misión en favor del cese de la usurpación y el fin de la dictadura. A fin de cuentas, a partir de este momento, el destino de la dictadura y de quienes sufrimos los rigores devastadores de la crisis depende de lo que haga y deje de hacer Guaidó. Ese es su dilema existencial y político, y la última trinchera de 30 millones de venezolanos sitiados por el régimen en un callejón sin salida. Todos a sabiendas de que no hay más. Estrictamente, lo uno o lo otro. Una decisión, a fin de cuentas, definitiva.

 

 

 

 

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