Termina el verano, el calor sofocante de agosto pierde fuerza, la actividad laboral recobra vida y las librerías del mundo desarrollado se llenan de novedades literarias. Entre ellas, por supuesto, las de España, en las que acaba de presentarse Morir en la arena, la última novela de Leonardo Padura.
Según declaró el prolífero, incansable y disciplinado escritor cubano, su relato está basado en un hecho real, un parricidio que conmovió a la sociedad cubana cuando él todavía era un niño, pero un suceso que, como ocurre en el resto de sus novelas, solo constituye el resorte que dispara el desarrollo dramático de todas ellas. Es el recurso que emplea desde Pasado perfecto, primera pieza de su cuarteto habanero, publicada por la universidad de Guadalajara en 1991. Hechos que si bien le sirven de punto de partida a sus relatos, solo constituyen el pretexto para registrar, investigar y adentrarse en la realidad social y política en la que él, los miembros de su generación y sus protagonistas crecieron y viven. “Una generación”, nos advierte el propio Padura, “que estudió, trabajó, se sacrificó con la promesa de un futuro mejor, y nadaron y nadaron, y cuando pusieron un pie en la orilla, se los tragó la arena.” Fin del sueño y hasta del futuro.
El mecanismo técnico lo aprendió Padura de Dashiell Hammett y Raymond Chandler: transformar relatos que en principio son simples investigaciones de un crimen, en herramienta para poner al descubierto los secretos y las infecciones sociales y políticas que corroen las entrañas de una realidad decepcionante en la que se ven condenados a sobrevivir sus personajes. En Morir en la arena, Rodolfo, su protagonista, ha vivido con la carga de dos experiencias terribles, su participación en la guerra de Angola y el asesinato de su padre a manos de Geni, su hermano. Ahora, muchos años después, recientemente jubilado, recibe la noticia de que dentro de pocos días Geni será excarcelado por padecer una enfermedad incurable en estado terminal y él debe acogerlo en la casa familiar. Un acontecimiento extremadamente imprevisto y perturbador del cual se sirve Padura para recordar los últimos 50 años de historia cubana, “evocar y precisar detalles de un pasado común que tiende a difuminarse” y dar a conocer “el turbio presente nacional donde transcurren los epílogos de aquella generación (la suya), que cargada de promesas luminosas coincidió hace seis largas décadas en una escuela primaria de un barrio periférico de La Habana. O de cualquier otro sitio de Cuba.” Una miseria, concluye Padura, “que no nos deja más remedio que incorporarla a la vida y en muchos casos callar.”
La entrega total de Padura a la tarea de mostrar esta realidad social y política sigue siendo en Morir en la arena el centro de su ambicioso empeño literario. También es lo que sin la menor duda lo define como escritor cubano que a pesar de todos los pesares, incluso a pesar de que gracias a su privilegiada posición como escritor de éxito internacional podría vivir donde quisiera, es un escritor cubano que vive y escribe en La Habana, en la misma casa donde nació en 1955, quien desde ese apartado rincón de la geografía latinoamericana ha asumido el compromiso de describir sin disimulos la decepcionante realidad de vivir en medio de aquella frustración colectiva con la tácita condición de callar cualquier juicio político explicito sobre esa realidad. Consciente también, sin embargo, de que basta mostrar esa verdad para dar a conocer sus raíces, sus consecuencias y el resultado de la infección.
Ese fue el impacto que me produjo mi primera lectura de una obra de Padura, a finales de los años 90, al tropezarme casualmente en una librería de Barcelona con Pasado perfecto, en su primera edición de Tusquets. Una lectura que sencillamente me deslumbró, porque en aquellas páginas, un detective de la Policía Nacional de Cuba, de nombre Mario Conde, alter ego de Padura y protagonista emblemático de muchas de sus novelas, recibe el encargo de investigar la misteriosa desaparición de un alto funcionario del gobierno revolucionario. Al parecer, un enigma policial, nada más. No obstante, aquel suceso de orden criminal pronto pone de manifiesto una dimensión muy distinta, mucho más profunda y significativa de la realidad cubana, pues el sujeto, compañero de Conde en sus tiempos de estudiante de bachillerato, dirigente de la juventud del Partido en el plantel, encargado de dirigir la implacable vigilancia de sus compañeros de estudios en busca de cualquier indicio que en aquellos años setenta revelara la presencia de peligrosas “desviaciones ideológicas”, desde el homosexualismo y el consumo de drogas hasta el dejarse el cabello largo o escuchar la música de los Beatles o de los Rolling Stones, y que además le quitó a Conde la novia y se casó con ella, al desaparecer misteriosamente pone al descubierto una tupida trama de corrupción en la alta jerarquía política del régimen. Ese es el verdadero y subversivo tema de la novela.
La lectura de aquella estupenda “novela negra” no solo me sedujo como años antes me había seducido la Cosecha roja de Hammett, sino de que a esa virtud se añadía el hecho de que era una feroz denuncia del régimen revolucionario cubano, sin ser otro alegato político escrito por un autor contrarrevolucionario residente en alguna capital del exilio, sino por un escritor cubano emparentado con la mejor tradición literaria cubana, que además vivía y escribía desde La Habana.
A partir de esa lectura he seguido con particular atención la trayectoria profesional y existencial de Padura, su obstinación en la compleja tarea de escribir la desoladora frustración de quienes, como él, víctimas de las culpas y ambiciones de sus mayores, crecieron a los sones de una revolución que les prometía el cielo y terminó por arrojarlos al despeñadero estalinista que los ha hundido en el fondo de un infierno indescriptible de hambre, desigualdad, miedo, desesperación y silencio. Nadie ha narrado mejor que Padura lo que en verdad significa vivir en esa opresiva sociedad socialista cubana.
La promoción editorial de Morir en la arena incluye una foto del autor, descalzo en la arena a orillas de una mar de aguas en calma, la mirada perdida en un horizonte que se presume inalcanzable. ¿A eso se reduce la vida en Cuba? A fin de cuentas, ¿eso es lo que quiere decirnos Padura con este ajuste de cuentas con el pasado, no tener siquiera la esperanza de escapar de Cuba, que por ser una isla, como suele repetir Padura, está rodeada de agua por todas partes? ¿Qué, en efecto, después de nadar y nada tanto solo le queda a los cubanos, resignarse a morir tragados por esa arena, sin llegar jamás a un horizonte que, por definición revolucionaria, más que una barrera física, es un día de mañana inmaterial e inaccesible? ¿A eso, nos dice Padura, se reduce vivir y morir en Cuba?