Armando Durán / Laberintos: López Obrador, la Doctrina Estrada y Venezuela
¿En qué medida afectará la contundente victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador el pasado domingo las coordenadas geopolíticas de la región, de manera muy especial las gestiones que desde hace meses se vienen realizando en el marco de la OEA y del llamado Grupo de Lima para promover la restauración del orden democrático en Venezuela?
El primer hecho a tener en cuenta es que con esa gran votación alcanzada por López Obrador se cierra el capítulo bipartidista que inició Vicente Fox con su triunfo en las elecciones federales del año 2000. No obstante, el fracaso de aquel primer ascenso al poder político desde los tiempos de la revolución mexicana de un partido distinto al PRI, si bien puso fin a esa dictadura perfecta, no significó un cambio real del proceso político mexicano. Mucho menos cuando al estridente fracaso de Fox tuvo que sumarse el de Felipe Calderón, su sucesor, también dirigente del PAN, lo cual dio lugar a que en las elecciones de 2012, Enrique Peña Nieto, candidato de un PRI teóricamente remozado, le devolviera a su partido la esperanza de volver al pasado. No obstante, muy pronto se comprendió que no era así. Por esa razón fue tan grande el calado del mensaje de López Obrador, entre abiertamente populista y social demócrata de izquierda, que sumado al enorme grado de aceptación que tuvo su gestión como jefe de gobierno de Ciudad de México (2000-2005), le acaba de dar a su país un vuelco de consecuencias políticas imprevisibles.
Por ahora, y hasta dentro de 5 meses, cuando López Obrador tome finalmente posesión de su cargo, se tejerán infinidad de teorías sobre los alcances reales de ese cambio, hasta hoy en día sólo esbozado por López Obrador a muy grandes rasgos. Podemos afirmar, sin embargo, que para no defraudar a ese 53 por ciento de electores que votaron por él con grandísimo entusiasmo, esos cambios tendrán que ser muy profundos a la hora de enfrentar los tres principales problemas que hoy en día acosan y asfixian a México: la corrupción desenfrenada, la pobreza extrema que cada día incluye a más mexicanos y la violencia desatada por los poderosos y despiadados carteles mexicanos de la droga. Tres flagelos que demandarán de López Obrador respuestas inauditas si de veras aspira a estar a la altura de esos complejos y urgentes desafíos.
La gran incógnita de lo que vendrá se refiere más bien a la profundidad de los cambios que decida introducir en la economía, las finanzas y las políticas sociales de su país para cumplir su oferta electoral de gobernar para los ciudadanos más pobres y excluidos. Si de algo sirve para ayudarnos a despejar esa incógnita, quizá valga la pena recordar que López Obrador, a lo largo de su carrera política, ha demostrado que no es un aventurero. Nada que ver con el dúo Hugo Chávez-Nicolás Maduro, nada que ver con los Kirchner, con Evo Morales, con Rafael Correa, con el Foro de Sao Paulo. Hombre de izquierda que se sintió obligado a abandonar el PRI en señal de protesta por las políticas neo liberales aplicadas por Miguel de la Madrid durante su mandato presidencial, pronto se sumó a la llamada Corriente Democrática, semilla de lo que pronto se convertiría en el Partido Revolucionario Democrático de Cuauhtémoc Cárdenas. Y vale la pena tener presente que ese izquierdismo no negociable continúa siendo su posición ideológica. A su vez, sin embargo, también debemos incorporar a la ecuación el dato de que su gestión al frente del gobierno de Ciudad de México fue impecable y le permitió salir del cargo con 85 por ciento de aprobación ciudadana.
A esta realidad debemos añadir que la economía de México, después de la del gigante brasileño, es la mayor de América Latina, y que desde hace mucho es un aliado natural de Estados Unidos, nación a la que además, desde diciembre de 1992, está asociado por los acuerdos del Tratado de Libre Comercio, cuyo tercer socio es Canadá. Desde este punto de vista, resulta inconcebible pasearse así como así por la idea de que López Obrador, para satisfacer algún delirante sueño revolucionario de su juventud, siquiera piense en la posibilidad de renunciar a reconocer esta realidad. Menos aún, que vaya a arrojarse en brazos de Raúl Castro y de Nicolás Maduro. Sin la menor duda, el principal objetivo de su Presidencia será la lucha por reducir las hondas diferencias sociales que dividen peligrosamente a la sociedad mexicana. También sin duda serán políticas controversiales, pero yo me atrevería a sostener que en ningún caso López Obrador intentará hacer de México otra Cuba. O peor, otra Venezuela. Lo que si hará será modificar a fondo la posición del actual gobierno mexicano de ser actor protagonista en la tarea regional de promover la restauración del orden constitucional y el Estado de Derecho en Venezuela. Una actitud que se traducirá en la negativa a continuar participando en las iniciativas que se vienen estudiando en la OEA, en el llamado Grupo de Lima y en la Unión Europea para encontrar la mejor y más rápida manera de afrontar la pavorosa crisis humanitaria que devasta a la otrora muy rica Venezuela y facilitar su tránsito hacia la restauración plena de su ordenamiento constitucional y el Estado de Derecho.
En este sentido, López Obrador, si bien no ha mencionado todavía a Venezuela ni a Maduro en uno u otro sentido, sí ha declarado que un aspecto esencial de su política exterior será devolverle su plena vigencia a la Doctrina Estrada, política que aplicaba México desde 1930, y cuyo sentido exacto lo explicó su autor, Genaro Estrada, entonces ministro de Relaciones Exteriores de México, con las siguientes palabras:
“México no se pronuncia en el sentido de otorgar reconocimiento (a otros gobiernos), porque considera que es una práctica denigrante, que sobre herir la soberanía de otras naciones, coloca a estas en el caso de que sus asuntos internos puedan ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes, de hecho, asumen una actitud de crítica al decidir favorable o desfavorablemente sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros… El gobierno mexicano sólo se limita a mantener o retirar, cuando lo crea procedente, a sus agentes diplomáticos, sin calificar precipitadamente, o a posteriori, el derecho de las naciones para mantener o sustituir su gobierno o autoridades.”
La aplicación de esta doctrina, que se fundamenta en el principio de la no intervención y del derecho de los pueblos a la autodeterminación, sin ser derogada explícitamente, fue abandonada desde el momento en que el gobierno de Vicente Fox, el 11 de septiembre de 2001, respaldó con su firma la aprobación de la Carta Democrática Interamericana de la OEA, en cuyo artículo 20 se establece que “en el caso de que en un Estado miembro se produzca una alteración del orden constitucional que afecte gravemente su orden democrático”, las naciones miembros de la organización podrán “realizar una apreciación colectiva de la situación y adoptar las decisiones que estimen conveniente.” Sin duda, rotunda refutación de la Doctrina Estrada. Tanto que Jorge Castañeda, a la sazón canciller de México, sin mencionar la doctrina, justificó la adhesión de México a la CDI al afirmar que esa firma pone de manifiesto “la nueva política exterior que el presidente Vicente Fox ha trazado para nuestro país, en la cual el impulso a la democracia y los derechos humanos constituye un eje rector de la actividad internacional de nuestra nación.” Esta tesis se aplicó en julio de 2009, cuando 33 de los 34 gobiernos miembros de la OEA, el que se opuso fue Honduras, incluyendo por supuesto a México, desconocieron colectivamente la legitimidad del gobierno presidido por Roberto Micheletti tras el derrocamiento del presidente Manuel Zelaya y expulsaron a Honduras de la organización hasta que en ese país se restableciera el orden democrático.
Superada desde entonces la controversial Doctrina Estrada, el caso de Venezuela, donde una serie de acciones emprendidas por el régimen chavista desde enero de 2016 han significado una irrefutable ruptura del hilo constitucional y del Estado de Derecho, ha monopolizado durante meses la agenda internacional de los gobiernos latinoamericanos. En este escenario, México ha desempeñado un papel de liderazgo en la promoción de iniciativas que se orientan hacia la aplicación del artículo 20 de la CDI al régimen que preside Nicolás Maduro desde el año 2013. En este sentido, lo previsible es que el nuevo gobierno mexicano respalde indirectamente a Maduro, al apartar decisivamente a México de su categórico compromiso en favor de ejercer más y más presión al régimen venezolano para hacerlo cambiar de parecer. Hasta el primero de diciembre no se materializará esta decisión y el gobierno de Peña Nieto, a pesar de estar hasta el primero de diciembre en un limbo inexplicable por su duración, podrá insistir aunque sólo hasta cierto punto dentro de la OEA y del Grupo de Lima para profundizar las presiones, pero a partir de ese día la causa latinoamericana en favor de la restauración del sistema democrático y el Estado de Derecho en Venezuela tendrá que asumir los efectos negativos del tsunami López Obrador y modificar a fondo su estrategia.
Desde esta perspectiva, es preciso tener en cuenta la importancia de lo que durante las próximas semanas acuerden hacer los gobiernos del Grupo de Lima, más Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. Después del primero de diciembre, la deserción de México se hará sentir y contribuirá poderosamente a debilitar la posición de las democracias regionales y europeas. Es decir, que aunque no defienda abiertamente su causa, la rigurosa rehabilitación de la Doctrina Estrada bastará para darle a Maduro y compañía un muy alentador segundo aire. Sin elementos suficientes para adelantar una visión clara del futuro mexicano y del impacto internacional que tendrá el gobierno de López Obrador en la comunidad internacional, vale la pena tener muy en cuenta lo que acaba de indicar ese magnífico narrador que es Jorge Volpi: a partir de ahora “México es otro país.” Para bien y para mal.