Armando Durán / Laberintos: Los caminos de la transición (y 2)
¿Necesita la verdad ser verosímil para ser verdad, o basta que uno se la imagine para que lo sea?
En mi columna de la semana pasada, dedicada a analizar la posibilidad de una eventual transición política en Venezuela, señalaba que hasta el día de hoy esa transición sólo ha sido la expresión de un deseo, sin duda mayoritario pero deseo y nada más, que en ningún caso ha tenido un asidero real en el turbulento proceso político del país. Es decir, que a la hora de analizar el proyecto de cambiar con urgencia de presidente, gobierno y régimen, objetivo final de la transición desde la decisiva derrota del chavismo en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, lo cierto es que la mención de ese propósito de cambio solo ha servido como “válvula de escape” para que millones de ciudadanos indignados por la magnitud de una crisis que ha terminado por convertir al país en un terreno baldío, no caigan irremediablemente en el abismo de la desesperación.
En definitiva, desde abril de 2002, hablar de transición solo ha sido un recurso de carácter terapéutico, pero en ningún momento ha sido el mecanismo real para poner en marcha el ansiado proceso restaurador de la democracia y el estado de Derecho. Entre otras poderosas razones, porque como hemos visto en el desarrollo de la muy mal llamada revolución bolivariana, no ha habido una sino muy diversas oposiciones con visiones muy distintas y hasta contradictorias del incierto futuro nacional y porque por otra parte, hasta ahora, nadie se ha aventurado a decirle al país cómo ni cuándo se pondrá en marcha la dichosa transición.
Cambio de régimen en democracia
Desde esta perspectiva debemos tener muy presente el hecho de que en el marco institucional de cualquier régimen democrático, la alternancia periódica en el ejercicio del poder se produce mediante habituales consultas electorales. De ahí que la celebración a plazos fijos de elecciones, ingrediente natural de cualquier proceso político de carácter democrático, haya pasado a ser la principal seña de identidad de un régimen para ser democrático. Razón que en 1997 le hizo comprender a Hugo Chávez, quien 5 años antes había pretendido tomar el poder por la vía angosta y violenta de un golpe militar, que le había llegado la hora de decirle adiós a las armas y emprender, en 1998, la circunvalación electoral como ruta para conquistar ese esquivo poder a punta de votos. Una hazaña perfectamente posible y natural en aquellos tiempos, porque poco importaba entonces la conducta personal de los funcionarios, pues todos ellos estaban de acuerdo con la institucionalidad democrática y la defendían contra viento y marea. Y porque desde hacía 40 años, los actores del drama político nacional conocían y respetaban sin titubeos las reglas del juego. Herramientas políticas que a su vez hacían posible cualquier transiciones política sin que las diferencias partidistas o ideológicas perturbaran el orden establecido.
Esta normalidad, sin embargo, es ajena por completo a la realidad actual de Venezuela, donde persiste un poder político que de ningún modo respeta las reglas del juego y que en cambio, desde hace 19 años, le niega a sus adversarios aspirar a conquistar ese poder en paz, legal y legítimamente. Durante el pasado siglo, la obsesión de algunos por perpetuarse indefinidamente en el poder hacía que no le hicieran el menor caso a las limitaciones que les fijaba la institucionalidad a ese poder y sencillamente las abolían y asumían la responsabilidad de imponerle al país un régimen dictatorial. Esta situación cambió radicalmente desde que Chávez conquistó la Presidencia de Venezuela, cuando sus asesores le hicieron ver que era posible desarrollar su proyecto de gobernar a Venezuela con la verticalidad del ordeno y mando sin chistar que rige la vida en el cuartel, sin romper con el aspecto meramente formal de un régimen democrático de acuerdo con las normas establecidas por la Constitución, un recurso que le permitió ejercer la grosera expresión del viejo autoritarismo dictatorial, pero aplicando las sutilezas de los instrumentos formales de la democracia. O sea, alcanzar el mismo objetivo aunque por otros medios; así que, ¿qué quieren, que haya elecciones para darle carácter democrático a un régimen que en realidad no pretendía ser democrático? pues nada, que haya elecciones, y además cada dos por tres y para todo, pero eso sí, bajo normas y condiciones que la tramposa nueva legalidad política del país, en nombre de la voluntad del pueblo que decía representar, le fijaba a un sistema electoral que ya no era independiente, sino todo lo contrario. Y desde entonces, de tramposa elección tras tramposa elección, Chávez logró su propósito de establecer un gobierno absolutista y de mando unipersonal, inamovible en el tiempo, sin perder en ningún momento esa legitimidad de origen que en democracia sólo se consigue en las urnas electorales. Gracias a este cínico artificio, quien haya querido y siga queriendo sustituir a los gobernantes rojos-rojitos deben entrar por el aro de las sistemáticas trampas del sistema electoral chavista, o asumir el reto histórico y personal de promover algún atajo violento para conseguir lo que en verdad ya no puede lograr electoralmente.
Las elecciones como trampa
Este ha sido el espurio mecanismo político-electoral aplicado en Venezuela y exportado a otras naciones latinoamericanas. Primero, tomar el poder de acuerdo con las normas sobre las que se sostienen los regímenes que se pretende liquidar. Segundo, redactar, en nombre de esas victorias, nuevas constituciones con la finalidad de crear poderes y condiciones que le faciliten a los regímenes promovidos por el chavismo venezolano poder modificar a fondo pero “legalmente” las reglas del juego. Tercero, aprovechar este grosero ventajismo electoral para ganar formalmente elección tras elección por las buenas y por las malas, y acusar sistemáticamente al adversario político que se niegue a reconocer la legitimidad de esas consultas electorales de ser en realidad un peligroso golpista, enemigo del pueblo. Por último, cerrar a cal y canto todas las posibilidades de que ese adversario-enemigo reconquiste “democráticamente” el poder.
Las coordenadas de esta modalidad chavista de imponer la terca hegemonía de los amigos del régimen venezolano en el resto del continente funcionó maravillosamente bien mientras Chávez, sus aliados cubanos y los activistas del llamado Foro de Sao Paulo, bajo la conducción del triunvirato formado por Fidel Castro, Lula da Silva y Chávez, disponían sin control alguno de los grandes recursos financieros de la industria petrolera venezolana para financiar la expansión del socialismo del siglo XX disfrazado ahora de un presunto socialismo del siglo XXI por toda la región. Hasta que dos hechos accidentales le dieron un brusco vuelco a lo que parecía ser una irrefrenable marea roja: la crisis financiera mundial del año 2008, que puso fin a los inauditos precios del petróleo en los mercados internacionales, y la prematura muerte de Chávez. Dos hechos que dejaron al viejo proyecto castrista de dominio continental en las manos más que torpes e incompetentes de Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez.
El resto es harto conocido. Sin el combustible de la asistencia material venezolana y sin el carisma de Chávez haciendo de las suyas en toda América Latina, el proyecto chavista perdió su encanto original. Lo que antes eran triunfos políticos de grandísima importancia comenzaron a ser derrotas resonantes en Colombia, Ecuador, Chile, Argentina y, ahora, nada más y nada menos que en Brasil, donde Lula, su Partido de los Trabajadores y el Foro de Sao Paulo acaban de ser sepultados por el voto en contra de millones y millones de electores resueltos a que todo debe cambiar en el universo carioca. Una situación absolutamente inimaginable hace apenas dos años, en la que de pronto, y al parecer de manera irreversible, el anacrónico delirio hegemónico del dúo Chávez-Castro ya no pasa de ser una simple y triste reliquia del pasado. Incluso en Venezuela, donde ese disparate conserva el poder exclusivamente porque muchas de las oposiciones que coexisten en el país respaldaron en el año 2003 la constitución de aquella ingrata Mesa de Negociación y Acuerdos que Jimmy Carter y César Gaviria le montaron a Chávez para garantizarle su permanencia en el poder, y que desde entonces, hasta el día de hoy, no han dejado de agitar las falsas banderas del diálogo y las elecciones, aunque esas alternativas, desde diciembre de 2015, ya no confunden a nadie.
La difícil transición
Este es el segundo obstáculo que entorpece la marcha en el camino de esa transición con la que tantos ciudadanos sueñan dormidos y despiertos. ¿Cómo propiciar la restauración del orden democrático en Venezuela si quienes desde hace años y más años no han aspirado a cambiar nada sino a conquistar, gracias a sus conversaciones con el régimen, algunos espacios burocráticos de origen electoral? ¿Cómo promover el cambio de presidente, gobierno y régimen negociándolo con los representantes de un régimen que sencillamente rechaza hasta la menor posibilidad de ceder en paz, democracia y legalidad los legítimos derechos del otro? Lo cierto es que ni el régimen ni el gobierno cubano han estado ni están dispuesto a renunciar a ser lo que realmente son, ni esas oposiciones que desde hace años bailan al son de los intereses del régimen jamás asumirán los riesgos que comporta enfrentar al régimen con las trastos y los aprestos de la desobediencia social.
Estas contradicciones irreconciliables le hacen muy difícil a los ciudadanos emprender el camino de la ruptura con el régimen. Incluso le cierran el paso a una obligada y previa ruptura, desde todo punto de vista inevitable, con esa oposición que ya sin ningún pudor, y a pesar de todos pesares, de nuevo siguiendo las indicaciones del “mediador” José Luis Rodríguez Zapatero, se disponen a participar en nuevas rondas de conversaciones con el régimen y en nuevas elecciones trucadas para “renovar” en diciembre los consejos municipales de todo el país. Una realidad que le transmite a los ciudadanos y a la comunidad internacional la convicción de que hacer realidad esa transición política resulta sumamente difícil, porque exige, ante todo, que ciudadanos y esa comunidad internacional que al fin parece inclinada a propiciar un final adelantado del régimen chavista, abiertamente y de manera terminante, le den la espalda a todas las “oposiciones” oficiales y se comprometan con la oposición que a lo largo de estos años se ha negado a colaborar con el régimen y se mantiene firme junto a la sociedad civil en la defensa a ultranza de aquel compromiso de cambiar constitucionalmente de presidente, gobierno y régimen en el menor tiempo posible, y sin necesidad de recurrir a la violencia. Ese es el único camino practicable de ponerle el cascabel al gato y avanzar hacia la impostergable transición de la Venezuela chavista en una Venezuela democrática del siglo XXI, donde la democracia impere como sistema político, pero también y sobre todo como necesidad existencial. ¿Será posible?