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Armando Durán / Laberintos: Los primeros cien días de Trump

Donald Trump cumple 100 días en el poder: el vendaval de medidas que ha  sacudido al mundo | EEUU | China | MUNDO | EL COMERCIO PERÚ

   No solo la muerte y los funerales del papa Francisco han dejado de lado la noticia de que Donald Trump llega a los primeros 100 días de su segundo mandato presidencial. También porque pasar esa página es lo mejor para intentar pasar por alto el efecto que han tenido sus disparates y desafueros durante estos convulsos tres meses iniciales de su gestión.

   Este plazo de los primeros 100 días son, para cualquier gobernante democrático, la gran oportunidad de fijar las líneas maestras de su agenda presidencial protegido por el impulso inercial que genera el haber conquistado el cargo con suficiente apoyo popular, en la práctica, un voto de confianza que le permite poner en marcha su plan de gobierno sin mayores contrariedades. Las dificultades y los rechazos vendrán después, pero para entonces, el porvenir, se piensa, ya será un hecho consumado. Por esta razón elemental, esos primeros 100 días de su gestión suelen ser como una “luna de miel” del gobernante con su pueblo. Días, por definición, de alegría, triunfo y esperanzas, que el gobernante aprovecha para sellar en poco tiempo su futura suerte de gobernante. De ahí también que, al asumir el cargo, lleve bajo el brazo un mapa muy preciso del territorio que ha decidido recorrer para avanzar, a la mayor velocidad posible, rumbo al horizonte más o menos lejano y comprometido de su proyecto.

   Donald Trump también aprovechó su discurso de investidura el pasado 20 de enero para dar a conocer, sin edulcorantes, eufemismos ni enmascaramientos, la esencia rupturista de sus planes: guerra despiadada a los millones de inmigrantes sin papeles como primer y xenofóbico paso para terminar discriminando a los no estadounidenses, guerra comercial planetaria con la explicación de que lo hacía para impedir que otras naciones no siguieran explotando a Estados Unidos, reestructuración a fondo de la administración para mejorar sustancialmente las finanzas públicas y drástica eliminación de los múltiples programas de asistencia doméstica e internacional. En el nivel estrictamente político, insistió en la importancia de su relación personal con Vladimir Putin y se solidarizó con Rusia en el caso de la guerra en Ucrania; por el otro, ofreció su respaldo incondicional a Israel en la guerra sin cuartel contra sus adversarios antisemitas. Todo ello, como señas de identidad de lo que será su regreso a la Casa Blanca, cuyo objetivo central será devolverle a Estados Unidos su vieja y perdida grandeza imperial, sin calcular los alcances que tendrían sus decisiones, ni los efectos reales que tendrían en el resto del mundo, pero también en Estados Unidos.

   Es decir, una política de implacable agresividad para advertirle a propios y extraños que, a partir de ese mismo e irrepetible instante de optimismo sin remedio, las alternativas que él ofrecía restringían a dos el menú de opciones: o nos sometemos por completo y con mucho gusto a su voluntad personal, porque su papel en la historia será grandioso por identificarse con los intereses supremos de la nación, o tendremos que atenernos a las más terribles consecuencias. Amenazas que desde ese día han hundido al mundo en un abismo de miedo e incertidumbre.

   El resultado es haber empleado los primeros 100 días de su mandato en reafirmar lo que a fin de cuentas es su inaudito empeño por ser reconocido y aclamado mundialmente como el único e inconmensurable padre de una patria nueva y dominante que comenzaba a surgir ese mismo día. La reacción a su discurso, pero sobre todo sus decisiones alrededor del pasado 2 de abril, “día de la liberación” según él, ha sido una reacción contraria a la que él pretendía. Descomunal error por ignorar que de la misma manera que la gestión de los hombres de negocios depende en gran medida del análisis y la interpretación de sus balances de ganancias y pérdidas, el quehacer de los políticos en el marco de la democracia representativa, sus acciones y sus estrategias también dependen en gran medida de la volatilidad de los números que resumen los sentimientos y las razones que mueven a la opinión pública. De ahí la importancia de los continuos sondeos de opinión. Implacable juicio aritmético que inducía a Jorge Luis Borges a expresar su desdén por la democracia, ya que según él, el sistema político que llamamos democracia se limita a ser una simple cuestión estadística.

   En los tiempos que corren, revolucionaria era digital ampliada hoy en día por el espectacular desarrollo de “la inteligencia artificial”, las encuestas, el manejo de los medios de comunicación y el uso de las redes sociales constituyen una triada de herramientas imprescindibles para conocer con precisión casi absoluta los gustos y preferencias de los consumidores y de los electores, quienes a fin de cuentas son quienes aceptan o repudian los argumentos y las estrategias que faciliten la venta de sus productos comerciales, las actividades en el mundo político y el ejercicio del poder. En otras palabras, que tal como ocurre en el universo de los negocios, los números también determinan el camino a seguir para materializar el respaldo de los ciudadanos de a pie. ¿Hasta qué punto? Hasta el extremo de que todos los hombres de negocios y todos los políticos ajustan cada paso que dan, cada gesto que hacen y cada palabra que pronuncien, a los datos que registren los sondeos de opinión. En este movedizo campo de la acción política debemos destacar el trabajo que nos ofrece a diario la publicación digital estadounidense Real Politics al reproducir sistemáticamente la información que producen las numerosas encuestas que miden sin descanso la opinión pública de Estados Unidos. Gracias a este servicio, sabemos que el primero de febrero de este año, 50,5 por ciento de los electores estadounidenses aprobaban la gestión presidencial de Donald Trump, pero que hoy, sábado 26 de abril, esa cifra se ha reducido dramáticamente, a 46,1 por ciento. Entre estas dos fechas, la desaprobación de su gestión presidencial ha aumentado, de 44,3 por ciento el primero de febrero, a 50 por ciento ahora. Por otra parte, esas encuestas indican que solo 40 por ciento de los encuestados piensa que el país marcha por buen camino, mientras que 50,3 por ciento piensa que marcha en la dirección equivocada.

   No se trata de un problema comunicacional, como insinúan algunos partidarios de Trump, sino de que tal como enseña la física, toda acción causa una reacción de igual fuerza, pero en sentido contrario. En el caso de los números que condenan a Trump en plena luna de miel, este imprevisto cambio de la opinión pública de Estados Unidos, es la peor calificación de la gestión presidencial al culminar los primeros 100 días desde hace 125 años. Un rechazo popular incluso mayor que el merecido por su gestión durante su primer período presidencial, cuya explicación debemos buscarla en la cada día más errática trayectoria de su plan maestro de gobierno.

    En este punto debemos recordar que el éxito que tuvo Donald Trump como hombre de negocios se debió a su dominio del “arte” de quebrar sus empresas, una y otra vez, bajo la determinante influencia de su asesor jurídico y mentor durante los años 60 y 70, el siniestro abogado Roy Cohn, fiscal que logró la pena de muerte para Ethel Rosenberg y luego fue la mano derecha del tristemente célebre senador Joseph McCarthy, durante los oscuros años de lo que se llamó “macartismo.” A Cohn, pocos meses antes de morir de sida en agosto de 1986, la Corte suprema de Justicia del estado de New York le canceló su licencia de abogado al declararlo culpable de haber obligado a un rico cliente suyo moribundo a cambiar a última hora su testamento para dejarle a él toda su fortuna. Según aleccionó Cohn a Trump en los años 60, su fórmula para triunfar en este mundo era la que él había aplicado desde siempre. En primer lugar, siempre “atacar, atacar y atacar”; en segundo lugar, no admitir jamás ser culpable de nada ni haber cometido error alguno; y por último, no reconocer nunca ser culpable de nada ni haber cometido el más mínimo error. Seguir al pie de la letra esta brutal lección de su mentor le permitió a Trump manejar agresivamente las leyes que regulan en Estados Unidos la suspensión de pagos y la declaración de quiebra empresarial, con la perversa finalidad de obligar a sus acreedores a renegociar sus deudas en condiciones más que favorables a los intereses de Trump o arriesgarse a no recuperar un solo céntimo de sus préstamos. Una conducta que, antes de asumir su primer mandato presidencial, había llevado a Trump más de cuatro mil veces a los tribunales de justicia estatales y federales de su país, gracias a lo cual armó su fortuna personal, más de 5 mil millones de dólares en la actualidad, informa la influyente revista Forbes, en cuya lista de los hombres más ricos del mundo, Trump ocupa el lugar 700. Gracias a no apartarse un ápice de esta gran lección que le impartió Cohn, Trump también ha conquistado dos veces la Presidencia de Estados Unidos.

   Por culpa de estas artimañas de matón de barrio, sin embargo, Trump fue derrotado en la elección presidencial de 2020 aunque en ningún momento, genio y figura hasta la sepultura, reconoció la victoria de Joe Biden, quien según sostienen él y su gente desde aquella misma noche electoral fue declarado entonces ganador porque el partido Demócrata había cometido un fraude monumental. Esta circunstancia la repite Trump desde entonces para no reconocer su derrota electoral y justificar a sus seguidores, “legítimamente indignados”, por tratar el 6 de enero de 2021 de tomar violentamente el Capitolio nacional con la intención de impedir que el Congreso, en sesión conjunta de sus dos cámaras, avalara el “tramposo” resultado electoral.

   Nada sorprendente resulta comprobar que en esa lista negra de los presidentes peor calificados por la opinión pública del país el segundo lugar lo ocupa el propio Trump, al final de su primer período presidencial.

 

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