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Armando Durán / Laberintos: Maduro rechazado en las urnas y en las calles

   A las 10:30 de la noche del domingo 9 de diciembre, Tibisay Lucena, eficiente agente del régimen en su función como Presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE), anunció que a esa hora, con 92,30 por ciento de las actas totalizadas, 27,4 por ciento de los 21 millones y tantos electores registrados en ese organismo había ejercido su derecho al voto para elegir a 2.459 concejales. Mentira podrida. Como cualquiera que se paseara por las calles de Caracas o de cualquier otra población venezolana habría comprobado sin ninguna dificultad, este domingo la abstención masiva de electores y la desolación se habían adueñado de todos los colegios electorales, incluso los situados en tradicionales feudos chavistas, como los muy populosos barrios caraqueños del 23 de enero y Petare. Lo cierto fue que, como señala la encuestadora independiente Meganálisis, más del 88 por ciento de los electores, hartos de Nicolás Maduro y de lo que representa, sencillamente se negaron a participar en una nueva y deprimente farsa electoral.

   En mayo había ocurrido lo mismo con la elección presidencial. La supuesta reelección de Maduro, en esa ocasión sin la participación presencial de los partidos de oposición, que tras el fracaso de sus negociaciones con el régimen en la última ronda de negociaciones celebrada como ya era habitual en República Dominicana para modificar las inaceptables condiciones electorales, se vieron obligados a abstenerse de participar en esa “elección”, dio lugar a que los gobiernos democráticos del hemisferios se negaran a reconocer la validez de aquella “consulta” electoral, circunstancia que los coloca, a partir del próximo 10 de enero, día en que oficialmente se inicia el nuevo y espurio período presidencial de Maduro, en el dilema de romper sus relaciones diplomáticas con el excomulgado presidente venezolano o, a pesar de ese justificado desconocimiento, hacerse los locos y dejar las cosas tal cual, como si en Venezuela no pasara nada.

 

   Más allá del hecho en sí, la abstención masiva de los ciudadanos este domingo 9 de diciembre, revela dos aspectos importantes del momento político venezolano. Por una parte, que el falso dilema entre votar o no votar, alimentado en vísperas de cualquier elección por el régimen y los partidos colaboracionistas de la presunta oposición, Acción Democrática, Copei y el Movimiento al Socialismo, precisamente los tres principales partidos políticos del antiguo régimen democrático, finalmente ha dejado de ser una disyuntiva real. Por otra parte, que a los dirigentes que desde hace años han sostenido las posiciones más críticas al régimen, María Corina Machado, Antonio Ledezma y Leopoldo López, que sostenían con firmeza irreductible el argumento de que para votar era preciso primero salir de Maduro y del régimen, se sumaron esta vez Henrique Capriles y Julio Borges, las cabezas más visibles del partido Primero Justicia, y Andrés Velásquez, de la Causa R, para quienes era preciso votar para cambiar de presidente y de régimen.

 

   En términos concretos, esta nueva composición de fuerzas opositoras “radicales”, significa que a partir de ese categórico rechazo al régimen, la división política de los venezolanos ya no responde a razones políticas o ideológicas, sino a elementales razones de supervivencia, y desde esta nueva perspectiva adquiere una dimensión también nueva, que arrincona a Maduro y compañía en el rincón más solitario del espacio político venezolano. Un hecho que a su vez pone de manifiesto que desde el día de hoy la polarización política se hará muchísimo más dramática, al enfrentarse una mayoría inmensa de ciudadanos, cercana a 90 por ciento de la población, desesperada por la crisis económica y social que sufren, sin precedentes en la historia republicana, a los cuatro gatos atrincherados en los cuarteles que se benefician groseramente de la miseria física y moral en la que el régimen ha hundido, despiadadamente, a Venezuela.

 

   La gravedad de esta situación trató de enfrentarla Maduro al anunciar el pasado 20 de agosto un plan de reordenamiento económico y financiero para normalizar la situación social del país en un plazo de dos años. Sin la menor duda, ese fue su último y quizá definitivo fracaso, pues tres meses después de haberlo implementado, a pesar de estar en vísperas de estas elecciones municipales y de las Navidades que se avecinan, se sintió obligado a anunciar lo que él calificó de “corrección”, pero que en realidad consistía en una penosa e inevitable confesión de que en apenas en sus primeros 100 días su dichoso plan había ido de mal en peor.

   El objetivo de su proyecto era, por supuesto, frenar la galopante hiperinflación que pulverizaba la vida material de los venezolanos. Para ello, Maduro informó aquel 20 de agosto que a partir del primero de septiembre entrarían en vigor diversas medidas diseñadas para alcanzar la ansiada estabilización de la economía nacional. En primer lugar el aumento del salario mínimo algo así como 6 mil por ciento, para situarlo en 1.800 bolívares, llamados ahora bolívares Soberanos. En segundo lugar, se fijó por decreto un nuevo precio del dólar, que en el mercado paralelo había superado el nivel e los 6 millones de bolívares, entonces llamados Fuertes, a 60 bolívares Soberanos. La tercera medida, sin duda la más controversial de todas, fue la decisión de subir el precio de la gasolina, que prácticamente se regalaba a pesar de que era gasolina importada a precios internacionales, porque el derrumbe de la industria petrolera venezolana (de 3.3 millones de barriles diarios que se producían al llegar Chávez al poder apenas se producían ahora 1.1 de millones), también implicaba la paralización de las refinerías nacionales. En términos reales, un irracional subsidio a todos los venezolanos que le costaba al Estado entre 12 y 15 mil millones de dólares al año, sangría que afectaba gravemente las depauperadas finanzas públicas.

 

   Lamentablemente para Maduro, la supuesta corrección que había decidido aplicar desde el pasado primero de diciembre ha resultado, en estos pocos días, bastante peor que la enfermedad. Los 1.800 bolívares Soberanos del primero de septiembre pasaban ahora, tres meses después, a 4.500; el dólar del primero de septiembre, que costaba entonces 60 bolívares Soberanos, tres meses después, se cotizaba a 280 por dólar y ahora, 10 días más tarde, a las 8 de la mañana del lunes 10 de diciembre, su precio llegaba a 606,74 bolívares Soberanos por dólar. Una realidad que multiplicaba los precios de todo de día en día y diluía minuto a minuto el teórico poder adquisitivo del nuevo salario mínimo. En medio de esta calamidad irremediable, del supuesto y necesario aumento de la gasolina ya nadie habla, y como si esto fuera poco, en las gasolineras del país se suministra gasolina a cambio, no de un precio que no existe desde el primero de septiembre, sino de la buena voluntad del comprador, suerte de inaudita propina de los ciudadanos al Estado cada vez que llena el tanque de su vehículo con gasolina importada.

 

   Las consecuencias de este último disparate del régimen han comenzado a sentirse en estas descompuestas urnas electorales del domingo. Al margen del evidente y rotundo rechazo ciudadano a Maduro y al régimen que él preside, en estos primeros días del “plan de ajustes corregidos”, las pequeñas y medianas empresas que todavía funcionaban, han comenzado a cerrar sus puertas, pues en el marco de un mercado de riguroso control de cambio y de precios, como nadie puede producir ni vender a perdida, mucho menos a importar con dólares que ya comienzan a dejar de ser una referencia y gradualmente asumen en medio habitual de pago pues nadie está dispuesto a tener “bolívares” en sus cuentas bancarias ni debajo de los colchones de su casa, la subida de precios, la escasez de alimentos y medicinas, la dolarización de la economía y del comercio y la delincuencia desatada por la agudización de la crisis coloca a Venezuela a un paso del colapso.

 

   Resulta imposible precisar por ahora la magnitud del desastre por venir. Lo ocurrido el domingo con la abstención casi total de los 22 millones de electores convocados por el régimen y los partidos de la cohabitación es sólo un botón de muestra. No se necesita ser un experto economista para entender la dimensión del problema venezolano. Y sus efectos en el ámbito político. Una auténtica maraña de intereses diversos y complicaciones sin remedio a la vista que le arrebatan a Maduro el muy escaso espacio económico y político de maniobra que le quedaba.

 

   Al día de hoy podemos señalar que mientras Maduro debe vivir acosado por la necesidad urgente de encontrar alguna manera para escapar de su propia trampa, a los venezolanos se le hace más pavorosa la única elección que les presenta el régimen, marcharse del país con lo que lleva puesto o adaptarse a condiciones tan adversas que resultan impracticables. ¿Qué hacer?, esa es la más perentoria pregunta del momento. ¿Y qué ocurrirá en enero? ¿Romperán los gobiernos del hemisferio sus relaciones diplomáticas y comerciales con el gobierno de Maduro reelegido? Y sobre todo, ¿qué se discutirá estos tristes días navideños en el partido oficial del régimen y en los cuarteles, su única base de sustentación? ¡Qué maraña, caballeros!

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