Armando Durán / Laberintos: Maduro se queda solo
La foto registra la reunión celebrada la tarde del miércoles en el Palacio de Miraflores entre Nicolás Maduro y José Luis Rodríguez Zapatero, bajo la mirada feliz de tres miembros claves del régimen venezolano, los poderosos hermanos Jorge y Delcy Rodríguez, alcalde de Caracas y presidenta de la plenipotenciaria Asamblea Nacional Constituyente, y Cilia Flores, la “primera combatiente” según la jerga del oficialismo. ¿Finalidad del encuentro? Como el propio Maduro sostuvo en declaraciones al canal de televisión estatal, para “seguir impulsando el diálogo por la paz en el país.”
Fuera de su contexto político, esta supuesta razón de la visita del ex presidente del gobierno español a la sede de la Presidencia venezolana es irreprochable. Puestos a escoger entre la guerra y la paz, nadie en su sano juicio le daría la espalda a un diálogo capaz de propiciar una salida pacífica y democrática a la insostenible crisis venezolana. Colocado este cónclave de personajes de tanta relevancia política en el turbulento escenario venezolano, las palabras de Maduro simplemente constituyen el inicio de su última maniobra para romper el cerco que día a día, de manera inexorable, le tiende a su gobierno un pueblo indignado y una comunidad internacional que ya no soporta los desmanes y el carácter abiertamente dictatorial del actual régimen venezolano.
El progresivo aislamiento del gobierno Maduro a medida que el chavismo armaba su defensa inconstitucional contra el significado, en teoría políticamente definitivo, de su aplastante derrota en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015, se había iniciado en la primavera del año pasado, cuando el desconocimiento sistemático por parte del régimen de los resultados de aquel descalabro electoral fue descosiendo gradualmente las costuras de una simulación puesta en marcha con gran astucia por Hugo Chávez desde el mismo día que asumió la Presidencia de Venezuela. Una astucia que ciertamente no posee su sucesor, quien por convicción ideológica o por insuficiencia para la táctica, no ha sabido darle una respuesta satisfactoria al desafío que representó perder el control del poder Legislativo. Hasta el extremo de que el empleo arbitrario del Tribunal Supremo de Justicia para anular “legalmente” todas las acciones de una Asamblea Nacional con dos tercios de sus escaños ocupados por diputados de la oposición, impulsó a Luis Almagro, secretario general de la OEA, en la primavera del año pasado, a iniciar gestiones ante los gobiernos de países miembros del organismo para aplicarle al gobierno de Venezuela los artículos 20 y 21 de la Carta Democrática Interamericana, como mecanismo legítimo para inducir una recuperación del rumbo democrático, perdido a raíz de aquella derrota electoral.
Fue entonces, de la mano del ex presidente colombiano Ernesto Samper, en aquellos momentos todavía secretario ejecutivo de UNASUR, uno de los organismos regionales promovidos por Chávez para sustituir la tradicional influencia de la OEA en la región, que Rodríguez Zapatero hizo su lamentable aparición en esta historia. Y fue precisamente con su mediación entre el gobierno y la oposición, empeño al que enseguida se incorporaron los ex presidentes de República Dominicana, Leonel Fernández, y de Panamá, Martín Torrijos, que a finales de mayo, en República Dominicana y en el mayor de los secretos, se celebró la primera reunión oficial entre representantes del gobierno y la oposición. Nadie sabe cómo, pero la noticia de un encuentro que no debía haberse hecho público, se filtró a la prensa y produjo un fuerte estallido de malestar en la opinión pública venezolana. La MUD se vio entonces obligada a cancelar las futuras reuniones previstas del grupo, pero de todos modos el ensayo de este falso diálogo tuvo un efecto muy favorable para el régimen venezolano, pues la simple existencia de esta opción le facilitó a los gobiernos de la región la oportunidad de no pronunciarse a favor ni en contra de la propuesta Almagro, y pronunciarse en cambio por abrir un compás de espera para darle a este eventual diálogo gobierno-oposición la posibilidad de hacer realidad el reordenamiento constitucional de Venezuela por la vía de un acuerdo negociado directamente entre las partes.
Meses más tarde, ante el deterioro acelerado de la crisis venezolana, Almagro intentó reactivar su iniciativa, pero la tesis del diálogo gobierno-oposición se lo volvió a impedir gracias a la incorporación al grupo original de facilitadores de tanto peso como el Vaticano y el Departamento de Estado norteamericano. Este hecho, a su vez, le permitió a la oposición reanudar el diálogo sin pasar demasiada vergüenza, pues según sus voceros más calificados, no podían negarse a una solicitud papal. El proyecto Almagro, por supuesto, se diluyó de nuevo en esa espesa niebla de la ambigüedad y los siempre oportunos malentendidos de las formalidades diplomáticas, pero una vez alcanzado su objetivo apaciguador, las reuniones de los dos bandos, instaladas en Caracas por el propio Nicolás Maduro, derivaron en un inevitable fracaso. Según señala Almagro en artículo publicado a finales del año en las páginas del diario El Nacional, porque el régimen chavista, envalentonado por la evidente debilidad de la MUD y por la conveniente complicidad del Vaticano y del Departamento de Estado, cometió entretanto el exabrupto de suspender la celebración del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro a pesar de que la oposición había cumplido todos los requisitos que exige la Constitución para su celebración. Hasta el Vaticano perdió entonces su paciencia y anunció que se retiraba de la mal llamada Mesa de Diálogo hasta que el gobierno Maduro atendiera debidamente cuatro exigencias no transables (libertad de todos los presos políticos, cronograma electoral creíble, apertura de canales humanitarios internacionales y respeto a la independencia y autoridad de la Asamblea Nacional) que en nombre del papa le hizo llegar a Maduro el cardenal Pietro Parolin, su secretario de Estado, el primero de diciembre. Por su parte, el Departamento de Estado, aunque en discreto silencio, también se salió de la suerte por la puerta de la cocina. El diálogo había muerto. Al menos por ahora y en su modalidad pública.
A esta realidad se sumaron el 28 de marzo dos sentencias de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia mediante las cuales, y solo porque le daba la gana al régimen, sus magistrados asumían las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional, flagrante ruptura del estado de Derecho, que obligó a la MUD en pleno, amparada en los artículos 330 y 350 de la Constitución, a convocar al pueblo a la rebelión civil para devolverle su vigencia al violado estado de Derecho. De ahí las manifestaciones de protesta popular que a partir del 2 de abril, y durante cuatro largos meses, con un saldo de más de 120 ciudadanos asesinados y miles de heridos y detenidos, recorrieron las calles y avenidas de Venezuela. Una persistente avalancha de repudio a Maduro, enfrentada de manera brutal por las fuerzas represivas del régimen.
A partir de ese instante, día a día, se ha venido acentuando la soledad de Maduro ante un pueblo indignado y desesperado que lo señala como responsable del desastre que significa la progresiva desaparición de Venezuela como nación y ante una comunidad internacional que ya no está dispuesta a seguir contemplando, impasible, la violación grosera de los derechos humanos en Venezuela y las devastadoras consecuencias de una crisis que se ha hecho humanitaria y se agrava a diario y sin remedio. Mucho menos la elección, fuera de la ley y de todos los requisitos constitucionales, de una Asamblea Nacional Constituyente que además no pretende limitar sus funciones a la redacción de una nueva constitución, sino que asume el poder con criterio totalitario, poder de todos los poderes posibles, que nos hace pensar en el Comité de Salud Pública de Robespierre durante los tiempos del Terror en la Francia de la revolución, una amenaza más que cierta si tenemos en cuenta los alcances del proyecto de una Ley contra los Delitos de Odio y el decreto contra el Bloqueo Financiero y en Defensa del Pueblo Venezolano, a raíz del cual la ANC acaba de ordenarle al Tribunal Supremo de Justicia abrir juicio a los dirigentes políticos de “la derecha”, es decir, de la oposición, que hayan “alentado” (ese es el verbo que se usa en el decreto) las sanciones financieras y comerciales adoptadas por Estados Unidos con respecto a Venezuela. Una posición que según declaró Delcy Rodríguez en su condición de presidenta de la ANC, demuestra que en Venezuela también se está construyendo “un modelo de liberación frente a los agentes del imperio.”
La presencia de Rodríguez Zapatero en Venezuela esta semana no es ajena a esta compleja e inquietante realidad. Sus reuniones con representantes de la oposición, la visita de rigor a Leopoldo López en su “casa por cárcel” y por último el encuentro con Maduro en Miraflores para “seguir impulsando el diálogo por la paz en el país”, todo risas, alegría y felicidad, demuestra que una vez sofocadas las protestas de calle gracias al reflejo condicionado por la convocatoria para elegir en octubre a los nuevos 23 gobernadores de estados, ahora le toca a Rodríguez Zapatero hacerle ver a los cuatro principales partidos políticos de la MUD del peligro que corren sus aspiraciones electorales si no se suaviza la insistente presión política, financiera y comercial de la comunidad internacional, sobre todo de Estados Unidos y la Unión Europea. De esta manera, tan sinuosa como su inefable sonrisa, la nueva tarea de Rodríguez Zapatero no es mediar ante una oposición que en definitiva, desde que abandonó las calles, no representa ningún peligro para el régimen, sino contar con su apoyo para mediar ante una comunidad internacional que en definitiva -en esa esperanza se sostienen las expectativas del régimen- rehúye por principio los conflictos innecesarios. No creo que el poder de convicción demostrado por Rodríguez al negociar con la MUD la “normalización” del quehacer opositor a cambio de unas pocas migajas vaya a surtir un resultado parecido ante la comunidad internacional. Pero a estas alturas no creo que a Rodríguez le preocupe mucho la suerte incierta de su prestigio personal. Para él, como para tantos otros, París, es decir, la bolsa, bien vale una misa.