La rebelión cívico-militar del 11 de abril de 1992, en un primer momento, pareció haber logrado su objetivo. Hugo Chávez no había medido adecuadamente su fuerza ni la de sus adversarios, grave error de cálculo que al caer la noche de ese día, cuando finalmente se entregó a los generales sublevados, debió hacerle creer que lo había perdido todo. Lo cierto fue que la unidad de las fuerzas armadas a la hora de respaldar su proyecto no era tan monolítica como él creía, ni el desvanecimiento de los partidos políticos, consumidos por años de luchas internas y divisiones insuperables, había dejado a la sociedad civil en una orfandad sin remedio.
Esta visión equivocada de la realidad y su impaciencia por llegar cuanto antes a ese punto que decía ver allá, en su horizonte político y existencial, le impidieron reconocer la influencia y el poder que conservaban el movimiento sindical, las organizaciones empresariales y la iglesia católica. Fruto de esta doble confusión, esa madrugada, de improviso, Chávez se encontró encarcelado en una base naval a 100 kilómetros de Caracas. Traicionado, se lamentaría, por un grupo de generales canallas. Derribo y prisión de los que su buena fortuna rescató una vez más a Chávez, pues a la mañana siguiente de su derrocamiento, Pedro Carmona Estanga, seleccionado la noche del 3 de febrero por las fuerzas militares y civiles que dirigían la conspiración para encabezar el nuevo gobierno, cometió el error fatal de autoproclamarse presidente provisional de Venezuela sin que la Asamblea Nacional formalizaba su nombramiento, un procedimiento que exigía la Constitución Nacional para darle legitimidad constitucional, una tramitación que ya habían negociado los jefes parlamentarios de la oposición con un sector de la fracción parlamentaria del chavismo.
Desdeñados de esa pésima manera, los partidos políticos de la oposición denunciaron de inmediato la decisión de Carmona Estanga. Muy pocas horas más tarde, instigados por esta ruptura del frente opositor, una multitud de chavistas soliviantados por sus dirigentes, entre ellos Diosdado Cabello y Nicolás Maduro, rodearon el palacio de Miraflores. Carmona Estanga se sintió entonces obligado a buscar refugio en el ministerio de la Defensa, pero si bien los generales rebeldes le ofrecieron su protección, lo exhortaron a corregir el disparate generado por su autoproclamación. Hasta ahí duró la ilusión del 11 de abril: apenas 47 horas después de haber sido depuesto Chávez regresó triunfante al despacho presidencial y Carmona Estanga se asiló en la embajada de Colombia.
Chávez percibió que lo sucedido le imponía frenar a fondo el ímpetu de su proyecto transgresor. Y eso hizo ese 14 de abril, al ser restaurado en el poder. En primer lugar, convocó una masiva rueda de prensa en la que, con crucifijo de buen cristiano en las manos, pidió a los venezolanos y a la comunidad internacional público perdón por los errores que pudo haber cometido. Luego le transmitió a los venezolanos, todavía desconcertados por los sucesos de esas horas, el mensaje de que a partir de ese momento Venezuela volvía a la normalidad. Acto seguido canceló la firma de los 49 decretos leyes con los que pretendía modificar la estructura del Estado y la sociedad, y convocó a todas las fuerzas políticas a negociar, en santa armonía, el destino de Venezuela.
Esta oferta perseguía, y lo logró, el propósito de adormecer las tendencias más extremas de la oposición y abrir un compás de espera y negociaciones con la finalidad de ganar tiempo para purgar los cuatro componentes de las fuerzas armadas y recomponer las bases institucionales y populares de su gobierno. Por su parte, los partidos de oposición, que vieron en esta tregua pasajera una oportunidad para recuperar posiciones de liderazgo, se enfrascaron en un frustrante debate sobre los pasos a dar y el rumbo a emprender en los meses por venir. En términos concretos, el dilema era entre “Chávez, vete ya” de las semanas previas a la rebelión del 11 de abril, y el edulcorado “Elecciones, ya”, hasta el día de hoy.
Este debate paralizante que todavía hoy paraliza a la oposición venezolana, arrojó sin embargo inmediatos beneficios al régimen. Por otra parte, la comunidad internacional apadrinó con entusiasmo este giro imprevisto de la realidad política venezolana, pues despejaba del escenario venezolano los temores de inestabilidad y caos, cobró vida material con el montaje auspiciado por el Centro Carter y la OEA de una Mesa de Negociación y Acuerdos. Gracias a ella, el régimen el régimen se dispuso a promover la opción de una eventual sustitución de Chávez con la fuerza exclusiva de los votos.
Desde esta perspectiva, puede suponerse que tras el percance sufrido Chávez podía ahora sentirse feliz. Mientras lo que quedaba de oposición se terminaba de desordenarse en agobiantes jornadas de negociaciones que no conducían a nada, Chávez, quien un año más tarde, al celebrarse el primer aniversario de su restauración, sostendría en televisión que él no abandonaría Miraflores “por las buenas ni por las malas”, podía entregarse, sin mayores contratiempos a las tareas de apretar los cerrojos de su “revolución bolivariana”, apresurar la progresiva transformación de la Fuerza Armada Nacional en milicia al servicio de su proyecto, utilizar a su antojo los inmensos recursos financieros de la industria petrolera para extender los alcances de sus programas de asistencia social y su estrategia de solidaridad continental para generar un amplio cordón de protección internacional y afinar los engranajes fraudulentos que le permitieran manipular los resultados de futuras convocatorias electorales, comenzando por la del referéndum revocatorio de su mandato presidencial.
En el marco de aquellos diálogos y la oferta de Chávez de acordar entre todos mecanismos que le garantizaran estabilidad a Venezuela, los dirigentes de los partidos de oposición, así como muchas individualidades políticas y empresariales percibieron con alivio una conveniente oportunidad para desmarcarse de sus pasadas tendencias a la confrontación con el régimen para emplearse a partir de ahora en la búsqueda de caminos y entendimientos que les permitieran sumarse a esa incipiente sociedad de beneficios compartidos que les ofrecía Chávez. Y así, como estaba perfectamente previsto por los estrategas nacionales y extranjeros del régimen, el 15 de agosto de 2004 tuvo lugar la resurrección irreparable del espíritu del 4 de febrero al conquistar Chávez una victoria decisiva, al “derrotar” en el referéndum a quienes ya daban como un hecho indiscutible la revocación de su mandato.
Una semana después, en su programa dominical Aló Presidente, Chávez aprovechó los efectos devastadores de aquella trucada votación para propinarle el golpe de gracia a una agonizante dirección política de la oposición que sencillamente no entendía qué había ocurrido. “Ya no tienen legitimidad”, sentenció Chávez con firmeza. “Dada su imbecilidad para entender lo que ocurre en el país, la desconozco como órgano político… El diablo se portó mejor que la Coordinadora. Al menos aceptó la derrota y se fue.”
A pesar de este controversial pronunciamiento el régimen ha insistido desde entonces en su respeto al derecho de sus adversarios a hacer campaña en su contra y ha conseguido que la dirigencia y el pueblo opositor, inexplicablemente, sigan depositando su confianza en el ortodoxo mecanismo democrático de las urnas electorales, como si en Venezuela reinara la más plácida normalidad democrática. Aun a sabiendas que desde aquel 11 de abril Chávez primero y Nicolás Maduro después juegan con cartas marcadas. Gracias a ello, y a la muerte de la rebelión como alternativa de una salida no electoral del régimen, la suerte de Venezuela está irremediablemente echada. Ni más ni menos lo que hace muchos años, cuando Chávez todavía estaba vivo y gobernaba a Venezuela, Fidel Castro le declaró a Miguel Bonasso, periodista argentino de visita en La Habana, que “Chávez ha creado en Venezuela un modelo indestructible.”