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Armando Durán / Laberintos: Münich, y el ser o no ser de la oposición a Maduro

 

El 30 de septiembre de 1938, hace hoy, mientras escribo estas líneas, 81años, Arthur Neville Chamberlain, primer ministro británico, y Éduard Daladier, su homólogo francés, firmaron en Münich con Adolf Hitler y Benito Mussolini un acuerdo mediante el cual Gran Bretaña y Francia le devolvían a la Alemania de Hitler la región checoslovaca de los Sudetes. Formalmente, la entrega de ese territorio era una revisión parcial no consultada con Estados Unidos ni con la Unión Soviética del Tratado de Versalles, pero en realidad constituía un triunfo artero del “apaciguamiento” pacifista como política de Estado en la Europa de entonces, justificado con el falso argumento de que evitar una nueva Gran Guerra no tenía precio. Como se sabría muy poco después, sí que tenía un precio, y muchísimo más elevado de lo que nadie podía imaginar. En marzo del año siguiente Alemania ocupó militarmente el resto de Checoslovaquia, algo más tarde se anexó a Austria, invadió Polonia y estalló la II Guerra Mundial.

Cualquier parecido con lo que ocurre en la Venezuela de estos años no es casual. La perversa Mesa de Negociación y Acuerdos que los ex presidentes de Estados Unidos y Colombia, Jimmy Carter y César Gaviria, le sirvieron a los venezolanos en noviembre de 2002, es la inequívoca reproducción del aquel error europeo al dejar de lado la urgente solución de fondo de la crisis política abierta por la ambición desmesurada de Chávez, para poner todo el énfasis venezolano y continental en la conveniencia de hacer política. En este caso, de poner de acuerdo a las partes para desactivar, como ocurrió en Münich, la explosiva contradicción del momento con el recurso de un diálogo entre las partes que dividían a Venezuela en dos mitades, aunque por ese camino no se llegara a ninguna sitio.

            Jimmy Carter, César Gaviria y Hugo Chávez

 

Y así, animados por este imposible afán conciliador, entre noviembre de 2002 y mayo de 2003, se dieron los políticos profesionales a la tarea de concederle a Chávez y a su “revolución bolivariana” tiempo suficiente para recuperar fuerzas después de los sucesos del 11 de abril y capacidad política de maniobra para enfrentar el paro petrolero que en esos momentos estaba en su más pleno apogeo. El resultado de ese esfuerzo insensato puso en manos de Chávez la llave de su permanencia indefinida en el poder y al régimen la posibilidad de emplear esta fórmula salvadora una y otra vez. Hasta llegar a la imposible encrucijada abierta el 15 el mayo en Oslo para neutralizar una amenaza llamada Juan Guaidó, que entonces parecía insalvable.

La primera y más exitosa manifestación de esa fórmula Carter-Gaviria fue la celebración amañada del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Chávez el 15 de agosto de 2004, con el añadido, y ese es el gran truco del mecanismo, de un inexplicable dulce acompañamiento de la Coordinadora Democrática, alianza que agrupaba en un mismo saco a partidos políticos de supuesta oposición, extremadamente disminuidos desde la victoria electoral de Chávez en diciembre de 1998 y a partir de entonces sin fortaleza material ni moral para enfrentar con realismo al teniente coronel Chávez.

La diferencia entre aquella trágica experiencia de Münich y su reproducción en la Venezuela de la “revolución bolivariana” estriba en los diferentes desenlaces que tuvieron. Münich le permitió a Hitler terminar de organizar sus fuerzas para conquistar Europa militarmente y esa fue la paradójica semilla de su destrucción. Chávez, en cambio, la utilizó para imponerle su hegemonía en Venezuela y extenderla por buena parte de la región en nombre de una falsa expresión de política civilizada, argumento que le bastó para consolidar su piso en Venezuela, darle estabilidad a la barbarie con que se había propuesto destruir la democracia sin necesidad de recurrir abiertamente a la violencia y convertir al país en el escenario perfecto de un drama inédito y perfectamente exportable en la historia de América Latina: crear una aparente normalización política a pesar de que la nación se fuera hundiendo inexorablemente en el abismo de una crisis económica y humanitaria sin precedentes en la región. Gracias a ello, Nicolás Maduro y la plana mayor de su régimen han podido viajar estos días cruciales por el mundo, a Moscú, a Corea del Norte y a la 74ª Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York, sin que se sepa a ciencia cierta quién o qué ha quedado entretanto a cargo de un régimen que a pesar de todos los indicios en contra, demostraba de este modo no sentirse amenazado en absoluto por nadie.

A primera vista uno tiende a pensar que Vladimir Padrino López, todopoderoso ministro de la Defensa, era el encargado de atender y custodiar la casa a Maduro y compañía durante la ausencia colectiva del alto mando político de lo que queda de aquella aparatosa “revolución bolivariana” de Hugo Chávez. Quizá por eso vimos este fin de semana al general en jefe pasando revista a media docena de poderosos aviones de combate Sukoi 30 en una pista de la base aérea de Maracay, a escasos 100 kilómetros de Caracas, y al nuevo y modernísimo sistema de radares rusos instalados allí. Todo un mensaje político-militar dirigido al sector menos conciliador del país y al mismísimo gobierno de Donald Trump, en momentos en que el presidente de Estados Unidos padece las serias turbulencias desatadas al dar la prensa a conocer la conspiración de su abogado con el gobierno de Ucrania para desacreditar nacional e internacionalmente a Joe Biden, ex vicepresidente de Barack Obama y posible contendiente electoral de Trump en noviembre del año que viene.

La razón de esta sorprendente tranquilidad en el campo chavista, sin embargo, no es el apoyo que sin duda tiene en los mandos de la fuerza armada venezolana. Por supuesto, ese es un respaldo de gran poder disuasorio, pero si escarbamos en la basura quizá encontremos otra causa, mucho más convincente y penosa, que tiene que ver con el célebre soliloquio de Hamlet sobre el ser o no ser, pieza que me parece clave para intentar armar el gran rompecabezas nacional. En primerísimo lugar, porque esa duda convierte a quienes debían ser resueltos opositores al inadmisible proyecto chavista en todo lo contrario, sinuosos colaboradores de un régimen con el que se relacionan como si en efecto fuera democrático, sin duda heterodoxo, pero democrático a carta cabal. Y ello a cambio de unos pocos e insignificantes espacios en el aparato administrativo del Estado.

Esta utilitaria confusión le ha permitido al régimen superar los obstáculos que a lo largo de los años ha debido enfrentar. De manera muy especial este otoño, cuando ante las claras señales que nos inducen a sospechar que el régimen y sus presuntos adversarios, incluyendo en el paquete a quienes hasta hace poco exigían el pronto y no transable ni negociable cese de la usurpación del poder y la sustitución de la dictadura por un gobierno provisional encargado de realizar elecciones justas y transparentes, están próximos a llegar a un acuerdo de carácter electoral para invertir los términos de esa ecuación y terminar modificando algunos aspectos meramente formales del proceso político venezolano para “corregir” la usurpación sin que nada fundamental del régimen sufra percance alguno. Una vez más política y electoralmente aceptable, y con suficiente respaldo internacional, porque en definitiva volverá a cobrar peso la tesis de la conveniencia de entendernos hasta con el peor enemigo, porque la moderación es la regla de oro de la civilidad y del derecho de los otros. Aunque los acuerdos de Münich hayan demostrado precisamente lo contrario.

En todo caso, este es el sabroso caramelito envenenado que hoy en día cocina Maduro con sus reincorporados diputados a una Asamblea Nacional presidida por Juan Guaidó, su declarado archienemigo desde el pasado mes de enero. Para ello cuenta, además, con apoyo irrestricto de Rusia, con el de los gobiernos democráticos y respetuosos de los derechos del otro, incluso con la compostura actual del hasta hace poco beligerante Grupo de Lima y hasta con la sutil ambigüedad que parece abrirse paso en la Casa Blanca, donde se ha concretado de repente la amenaza cierta de un juicio político que ponen en peligro inminente a la Presidencia de Trump y a su reelección en noviembre de 2020. Tiempos y circunstancias más que propicias para que la mesura como mecanismo ordenador del caos vuelva a hacer de las suyas en una Venezuela, que a pesar de su aparente normalización, cada día se aproxima más a su fin como nación.

 

 

 

 

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