Proust lo tenía fácil. Mojó una magdalena recién horneada en su taza de te y, ¡zas!, los bien engrasados mecanismos de su memoria se pusieron en marcha de inmediato. ¿Resultado? Tres mil páginas que les dieron un vuelco a la historia de la literatura.
Lamentablemente, ese no es el caso de la clase política venezolana. Desde el año 2000, esos arrogantes dirigentes han caído una y otra vez en la misma trampa caza bobos con tal de obtener alguna insignificante recompensa burocrática. Al precio que sea, incluso al de ser salvavidas del régimen en sus momentos más críticos. Y nada, absolutamente nada, ni siquiera el grosero desconocimiento de las victorias opositoras en el referéndum constitucional de 2009 y en las elecciones parlamentarias de 2015, los han hecho cambiar de parecer. Igual a los perritos del doctor Pavlov, al escuchar cada vez que han escuchado las campanadas condicionantes del régimen convocando a elecciones para lo que sea, allá van, a toda carrera, a saciar sus ansias de participar en el festín y no ser expulsados del juego. Para entendernos – se justifican – y no matarnos.
En tres ocasiones la realidad les impuso hacer una pausa. La abstención en las elecciones parlamentarias del 2005 y sendos rechazos a participar en la elección presidencial prevista para diciembre de 2018 y adelantada para mayo de ese año, y las parlamentarias del pasado mes de diciembre. En las dos primeras no tardaron en arrepentirse de la autoflagelación, porque peor que ser engañados era no participar en el reparto de beneficios, por pocos y para pocos que fueran. Por esa mezquina razón acudieron presurosos a las urnas tramposas de las elecciones regionales de 2006 y 2017. Y por eso tiene uno la impresión de que esa historia recurrente de hacer que son oposición sin serlo volverá a repetirse.
Venezuela tuvo su última opción de despertar de esta pesadilla en enero de 2019, cuando un joven y entonces desconocido diputado, llamado Juan Guaidó, fue designado presidente de la Asamblea Nacional, electa triunfalmente en diciembre de 2015, pero para esos días perfectamente domesticada por el régimen. Con la complicidad de sus sucesivos presidentes en representación de la oposición: Henry Ramos Allup, Julio Borges y Omar Barboza. Para sorpresa de unos y otros, al jurar su cargo, Guaidó le dio una patada a la mesa al asumir con su cargo el compromiso de activar una hoja de ruta cuyo objetivo central era el cese de la usurpación y el fin de la dictadura. La inmensa mayoría de los venezolanos quedó deslumbrada por aquel desafío, y no se lo pensó dos veces para depositar todas sus anhelos de cambio en las manos de quien al fin parecía entender que una cosa eran los intereses particulares de sus presuntos dirigentes y otra muy distinta llegar al fondo del gran problema nacional y resolverlo.
Ya sabemos lo que comenzó a ocurrir muy poco después. Paso a paso pero implacablemente, los tentáculos de la llamada Mesa de la Unidad Nacional, alianza electoral de cúpulas partidistas, le impuso a Guaidó sus reglas del juego y a partir de mayo de aquel año, quien terminó de dilapidar su incalculable capital político en la mesa de diálogo montada por la Unión Europea, en Oslo primero y pocas semanas después en Barbados. El brillo espectacular del meteoro Guaidó se redujo a simple estrella fugaz y la mayor decepción de todos aquellos años de frustración se apoderó del ánimo de un país que desde ese instante se ha sentido más solo y abandonado que nunca.
Pienso ahora en Proust y en los milagros de su bendita magdalena, porque el régimen, hundido en sus múltiples e irreparables insuficiencias y fracasos, ya no es capaz de impedir que la economía del país se hunda en el más hondo de los abismos, ni que el hambre y la orfandad social, de pronto agravada por la pandemia del Covid-19, se haga explosiva realidad social. Por eso, el régimen ha vuelto a sacarse de la manga su falsa disposición al diálogo y el entendimiento. Y por eso, desde hace semanas, hay muy discretas conversaciones entre el régimen y lo que queda de oposición, con Guaidó como aparente abanderado aunque ya sin liderazgo real alguno por culpa de sus errores y debilidades, pero reconocido por el mundo como líder de la oposición aunque solo sea porque no hay otro a mano. Desde esa suerte de resurrección formal, el pasado martes 11 de mayo, Guaidó le dio público respaldo a la designación de las nuevas autoridades electorales y a la celebración de esas supuestas elecciones parlamentarias, anunciadas después por ese falsamente remodelado Consejo Nacional Electoral para el próximo 21 de noviembre.
Textualmente, Guaidó sostuvo la urgente necesidad de llegar a un acuerdo con el régimen, pero con una variante potencialmente novedosa, porque advierte que sería entre tres partes, “las fuerzas democráticas de Venezuela, los actores que conforman y sostienen al régimen y la comunidad internacional”, o sea, metiendo a Estados Unidos y a la Unión Europea en el mismo saco, con un objetivo también novedoso, porque exige garantías del régimen ara celebrar “elecciones libres y justas”, supervisadas por la comunidad internacional, previa «liberación de todos los presos políticos y el regreso de los exiliados.” Por su parte, Nicolás Maduro insistió en el diálogo y se declaró dispuesto a reunirse con Guaidó, presidente de un gobierno alterno al suyo, tercera novedad de este momento crucial del proceso político venezolano. Sobre todo si tenemos en cuenta la declaración de James Story, embajador de Estados Unidos en Venezuela con residencia en Bogotá, en las que sostuvo que el gobierno de su país siempre ha dicho que lo deseable es que se llegue a “un acuerdo político entre los venezolanos, bajo el liderazgo de Juan Guaidó”, y luego añadió que “estamos abiertos a la cuestión de las sanciones (al régimen y a algunos de sus jerarcas), siempre y cuando haya una ruta para elecciones libres y verificables y la restauración de la democracia en Venezuela.”
Se trata, por supuesto, de adentrarse en un terreno harto conocido. Y de entender que el discurso político también es por definición ambiguo; no hay ni habrá argumentos suficientes para pasar por alto una vez más las artimañas del ventajismo y el manejo electrónico de las votaciones, controladas desde hace 17 años por Carlos Quintero, experto en la gestión de la técnica aplicada al manejo de las votaciones según el diseño de Ramiro Valdés, maestro cubano en esos menesteres. En este caso debemos señalar, sin embargo, que después de la humillante derrota de sus candidatos en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, Maduro decidió cortar por lo sano. Es decir, no confiar nunca más en las técnicas electrónicas para eludir nuevas derrotas electorales, sino celebrar auténticos simulacros electorales, como fue su reelección, adelantada de diciembre de 2018 a mayo de ese año, y sin contrincante electoral válido. Razón que le permitiría a las principales democracias del planeta reconocer más tarde a Guaidó como presidente interino de Venezuela y que el año pasado llevó al Tribunal Supremo de Justicia de Maduro al extremo de destituir porque sí a las directivas de los principales partidos de oposición y nombrar en sus puestos a otros militantes de esas organizaciones políticas, pero abiertamente colaboracionistas. Auténtica usurpación que invalida la legitimidad de la actual Asamblea Nacional, que es precisamente el organismo que designó hace pocos días a la nueva directiva del Consejo Nacional Electoral, recibida de muy buen grado por todos los factores políticos implicados en el caso Venezuela, incluyendo en el paquete a Guaidó y al embajador Story.
A primera vista, este hecho se manifiesta de dos maneras. Una, que la designación de ese espurio CNE del que forman parte dos expertos de la oposición en materia electrónica y electoral, Roberto Picón y Enrique Márquez, es el resultado de conversaciones sostenidas en secreto al más alto nivel. Dos, que por primera vez en todos estos años de pésimas experiencias electorales, las “condiciones” que exigen la oposición, Estados Unidos y la Unión Europea son específicas, condicionantes y compartidas. Por otra parte, Maduro y los principales jefazos del régimen saben que la situación económica y social de Venezuela cierra los espacios que antes le permitían al régimen maniobrar libremente. Y que la única alternativa de que disponen, institucional y personalmente, es aceptando un dando y dando que forzosamente pasaría por darle garantías a la oposición y a la comunidad internacional en los próximos meses, como paso imprescindible para lograr el levantamiento gradual de las sanciones. No para que se produzca una inmediata restauración de la democracia representativa, pero sí una importante reactivación de la economía, incluyendo multibillonarias inversiones extranjeras, sobre todo en la colapsada industria petrolera venezolana. En las próximas semanas veremos si en efecto comienzan a producirse cambios sustantivos en el proceso político venezolano y podamos abrigar la esperanza de una solución negociada de la crisis, o si por el contrario, como temen muchos con toda la razón del mundo, nos hallamos ante una nueva y grosera burla electoral del régimen y sus colaboradores de la oposición. Una cosa sí me parece irrefutable. Ocurra lo que ocurra en las próximas semanas, una cosa es clara: salga sapo o salga rana, como advierte un viejo dicho venezolano, la situación social es de tan tremenda gravedad, que la Venezuela de hoy en día no da para más. De manera muy especial si los protagonistas del drama nacional creen factible burlarse nuevamente de millones de ciudadanos desesperados sin producir terribles consecuencias.