DictaduraEleccionesPolítica

Armando Durán / Laberintos: ¿Otra vez elecciones en Venezuela? ¡Por favor!

   Desde hace algunas semanas, diversos dirigentes de la muy variada oposición venezolana han comenzado a hablar de las próximas elecciones, previstas en el cronograma electoral del régimen para dentro de dos años y medio. Integrados en lo que llaman Plataforma Unitaria, anémica alianza con fines exclusivamente electorales de 27 agrupaciones políticas, cada una de ellas más insignificante y menesterosa que las otras, la prioridad y razón esencial de la existencia y actividad profesional de sus miembros ha sido siempre la misma: que se celebren elecciones, para lo que sea y bajo las condiciones que el régimen disponga. Un empeño tan obsesivo, que en el seno de esa alianza circunstancial ya se debate, por una parte, la conveniencia de convocar, a muy corto plazo, elecciones primarias para seleccionar al líder (Juan Guaidó hace mucho dejó de serlo), que los conduzca hasta el anhelado objetivo de derrotar al régimen a punta de votos. Por la otra, si la realización de esa consulta la hará la Plataforma por su cuenta, o se hará con el apoyo técnico y la logística del Consejo Nacional Electoral, en teoría, y de acuerdo con la Constitución vigente, un poder público independiente, pero que en la práctica es, desde los primeros tiempos del chavismo dominante, una suerte de ministerio Electoral del régimen.

   Esta persistente alucinación opositora se ajusta perfectamente bien al hecho de que, desde la independencia de Estados Unidos y la revolución francesa, elecciones y democracia son los términos indisolubles de los procesos políticos ideales en las dos Américas y en Europa. De manera muy especial en el caso de Venezuela, porque su primer presidente electo democráticamente, es decir, con voto universal, secreto y directo, fue Rómulo Gallegos, en las elecciones generales del 14 de diciembre de 1947. Un logro tan tardío, que antes de acercarnos al movedizo terreno de la actual realidad política venezolana, debemos determinar, cuando hablamos de democracia y elecciones en Venezuela, ¿a qué democracia nos referimos, a qué elecciones?

   La pregunta puede parecer retórica, pero no lo es. En Cuba, por ejemplo, el país menos democrático del continente, no se celebran elecciones libres desde 1948, su sistema político es de partido único, y ese partido, el Partido Comunista de Cuba, según lo establece categóricamente la Constitución cubana, es el poder supremo del Estado. A pesar de estas circunstancias muy poco democráticas, desde hace más de 60 años, sus gobernantes se jactan del carácter impecablemente democrático del régimen. El más democrático de América latina.

   En 8 enero de 1959, al ingresar Fidel Castro en La Habana al frente de su ejército guerrillero, la inmensa mayoría de los cubanos y de la opinión pública internacional presumían de que el derrocamiento de la dictadura batistiana daría lugar a una rápida restauración de la democracia mediante dos acciones políticas perfectamente previsibles en aquel momento: devolverle su vigencia a la Constitución de 1940, abolida por el golpe militar de Batista el 10 de marzo de 1952, y la convocatoria a elecciones generales libres y transparentes en un plazo no mayor de 12 meses. En definitiva, recuperar ese pasado de democracia burguesa constituía el objetivo central del programa asumido públicamente por Castro y por todas las organizaciones políticas y cívicas cubanas que se habían opuesto a la dictadura, y no había razón alguna para cuestionar a priori la sinceridad de ese doble compromiso. Sin embargo, el pensamiento político y los planes secretos de Castro apuntaban en una dirección muy distinta a la de una simple restauración de la democracia en Cuba.

   Por supuesto, salir de la dictadura de Batista había sido un primer y necesario paso, pero sólo como pretexto. Resulta imposible señalar el momento exacto en que Castro tomó la decisión de fijarle a Cuba el rumbo que llevó la isla al comunismo, pero pocas semanas tardaron los hechos en poner de manifiesto que el verdadero y subversivo objetivo de su proyecto iba muchísimo más allá de la cosmética reivindicación formal de la democracia tal como se concebía entonces en todo el continente. La meta de Castro, oculta para todos menos para un pequeño grupo de hombres de su mayor confianza, era la construcción, sobre los escombros de la derrotada dictadura batistiana, encrucijada política que para él apenas fue un oportuno y pasajero trampolín, una Cuba nueva, rigurosamente revolucionaria, socialista y antiimperialista.

    En Venezuela ocurre lo mismo desde que el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez Frías, derrotado ex teniente coronel golpista, conquistó electoralmente ese día el poder que 6 años antes no pudo tomar a cañonazos. Sin embargo, alzarse con la victoria en unas elecciones impecablemente democráticas, no alteraba su intención de reproducir en Venezuela la experiencia de la revolución cubana, tal como lo había señalado con claridad en el discurso de media hora que pronunció de 14 de diciembre de 1994 en la Universidad de La Habana ante un Fidel Castro que no se creía lo que escuchaba.

   Por supuesto, no sabemos qué habría hecho Chávez de haber triunfado su fallido golpe militar del 4 de febrero de 1992, pero alcanzar la Presidencia de Venezuela mediante la circunvalación electoral lo obligó a hacerlo de otra manera. Y así lo advirtió el 2 de febrero de 1999, cuando asumió por primera vez la Presidencia de Venezuela, al reinterpretar la famosa frase de Carl von Clausewitz de que “la guerra es la política por otros medios”, y afirmó que para él, “la política es la guerra por otros medios.” Precisamente lo que plantearía esa misma noche Fidel Castro, invitado de honor a esa primera juramentación de Chávez al cargo, cuando le pidió al nutrido grupo de hombres y mujeres de izquierda que habían ido a escucharlo en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, que no le exigieran a Chávez hacer ahora lo que él había hecho cuarenta años antes, porque la realidad y la situación política internacional en aquellos años eran muy distintas a las de 1999. En otras palabras, que no fueran impacientes, que si bien la victoria de Chávez aspiraba a lograr objetivos similares a los de la revolución cubana, los medios para alcanzarlos también tenían que ser necesariamente diferentes.

   Para intentar entender la pretensión del gobierno de Maduro y de la Plataforma Unitaria de la oposición de devolverle el brillo que alguna vez tuvo al tema electoral, es preciso tener en cuenta que desde comienzos de este año Maduro y compañía se han enfrascado en una ambiciosa campaña de desinformación para convencer a la comunidad internacional, muy particularmente a potenciales inversores extranjeros, que ya “Venezuela se arregló.”

   En el marco de esta nueva y grosera mentira, lo cierto es que la reforma monetaria adoptada por el régimen el pasado mes de octubre, fue una encubierta dolarización de la economía, reconversión con la que el régimen trata de hacer ver que Venezuela avanza hacia la normalización de su vida comercial y ciudadana. A esta pretensión de Maduro y sus asesores, se añade el hecho de que el presidente Joe Biden, acosado por las urgencias geopolíticas y energéticas generadas por la guerra de Putin desatada el 24 de febrero en Ucrania, envió el pasado 5 de marzo, y más recientemente hace un par de semanas, una delegación de altísimo nivel político a negociar directamente con Maduro la mejor y más rápida manera de superar las diferencias y eliminar las sanciones que desde el reconocimiento de Juan Guaidó como legítimo presidente de Venezuela, comenzaron desde enero de 2019 a aislar internacionalmente al gobierno “ilegítimo” de Maduro.

   En el marco de esta nueva realidad, Biden y Maduro coinciden en la conveniencia de reanudar las suspendidas negociaciones de los representantes de Maduro y de la Plataforma Unitaria de la oposición en Ciudad de México, con el propósito de que ambas partes validen políticamente los acuerdos que alcancen en Caracas sus negociadores. Punto esencial de esa eventual reinstalación de la tal mesa de diálogo, es la convocatoria a elecciones generales en Venezuela, con la finalidad de devolverle a Maduro su legitimidad como presidente de Venezuela.

    Las oscuras intenciones del régimen para ejercer el control absoluto de la oposición se pusieron abiertamente de manifiesto desde los primeros tiempos del régimen, con la elección de los miembros de una Asamblea Nacional Constituyente que redactaría la carta magna de la Venezuela chavista por venir, el 25 de julio de 1999. En esa primera consulta electoral gestionada por el naciente régimen, la aritmética de los astutos matemáticos oficialistas logró el imposible de que nunca más 2 más 2 volverían a ser 4´: si bien el chavismo obtuvo 65 por ciento de los votos, sus diputados ocuparon 124 de los 131 escaños de la Asamblea. Desde esa manipulada jornada electoral, sobre la mesa política venezolana solo se ha jugado con las cartas marcadas del ambicioso proyecto hegemónico puesto en marcha a cuatro manos por Fidel Castro y Hugo Chávez aquel 2 de febrero de 1999. Un escenario, irremediablemente tóxico, en el que ahora, aprovechando la inesperada situación creada por la invasión rusa de Ucrania y sus posibles y apocalípticas consecuencias, las dos caras de la falsa moneda política venezolana le pongan a los venezolanos de a pie la peor trampa de esta sórdida etapa chavista de su historia.

 

 

Botón volver arriba