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Armando Durán / Laberintos: Patética resaca electoral en Venezuela

 

Esta semana Nicolás Maduro se reunió con los tres gobernadores de oposición, Manuel Rosales, Morel Rodríguez y Alberto Galíndez, viejos caciques regionales en tiempos del antiguo régimen, a quienes el Consejo Nacional Electoral les reconoció la victoria en las elecciones regionales del pasado 21 de noviembre la victoria en los estados Zulia, Nueva Esparta y Cojedes. Fueron, declaró Maduro a la prensa, reuniones muy fructíferas. Una prueba de la buena vocación democrática del régimen. De los otros 21 estados del país, 20 quedaron en manos del oficialismo, y en Barinas, tierra natal de Hugo Chávez y por eso la joya de la corona, Argenis, el hermano menor de Hugo, gobernador del estado que se presentaba a la reelección, fue derrotado por el candidato opositor, Freddy Superlano, pero el CNE se abstuvo de dar a conocer los resultados hasta que los sumisos magistrados del Tribunal Supremo Electoral declararon nula la votación, con el argumento de que Superlano, cuestionado miembro del equipo de Guaidó,  estaba administrativamente inhabilitado para ejercer cargos públicos. Para completar la burla de un evento electoral en el que los electores votan, pero no eligen, basta tener presente que días después de la “fructífera” reunión de Maduro con los tres gobernadores  decretos, el Ejecutivo nacional despojó al nuevo gobernador del Zulia de su competencia para gestionar y administrar los tres aeropuertos del estado y el puente sobre el lago de Maracaibo.

 

Y aquí, en Venezuela y en la Unión Europea, todos se han mostrado bien contentos, porque a fin de cuentas todos lograron algunos de sus objetivos. Que, por supuesto, en ningún caso incluían el cambio profundo de régimen que la mayoría de los venezolanos anhelan con desesperación, de ahí la masiva abstención que se produjo el día de las elecciones. Situación, por otra parte, que no deja nada a la imaginación de nadie y se ajusta, como anillo al dedo, a la naturaleza de un proceso político cuyos principales actores, el mundo empresarial, el sindical y el político, están gravemente infectados desde hace muchos años con los virus del oportunismo y la corrupción. Sobre todo, desde mayo de 1993, cuando la conjura de esa alianza de intereses creados propició la defenestración de Carlos Andrés Pérez, apenas siete meses antes de las elecciones generales, cuya culpa había sido su afán por modernizar al país y eliminar la complicidad de esas élites.

 

Aquel paso en falso precipitó la descomposición interna de Acción Democrática y Copei, los dos grandes ejes del bipartidismo democrático venezolano, circunstancia que a su vez facilitó el triunfo electoral de Rafael Caldera como candidato “extra partido” en las elecciones de ese año y le abrió a Chávez las puertas del Palacio de Miraflores de par en par. Aquella turbia comunidad de empresarios, líderes obreros y curas metidos a políticos, desembocó en los sucesos del 11 de abril de 2002, que si bien le impidieron al ex teniente coronel golpista modificar por decreto la estructura del Estado y la sociedad, causa de su breve derrocamiento de 48 hotras, lo llevó a recomponer su estrategia al calor de una consigna, “o no entendemos o nos matamos”, que reafirmaba la más evidente de las verdades, pero cuyo propósito no era interrumpir el disparate de reproducir en Venezuela la fallida experiencia de la revolución cubana, sino permitirle al naciente régimen chavista neutralizar cualquier intento desestabilizador del sector más radical de la oposición. Esa decisión de Chávez que se materializó entonces le ha servido al régimen conservar un poder a la medida exacta de sus pretensiones, sin excesivos contratiempos, como de nuevo ha demostrado la habitual maniobra electoral que acabamos de presenciar. Para mayor satisfacción del elástico juicio de la Unión Europea y de una presunta dirigencia opositora, de tan amable docilidad como la condicionada conducta de los célebres perros del doctor Pavlov.

 

De este perverso modo, una vez más el régimen se apresta a insuflarle un leve pero suficiente soplo de oxígeno a los partidos supuestamente opositores. Para eso se prestaron en su momento el expresidente César Gaviria desde la Secretaría General de la OEA, y el expresidente estadounidense Jimmy Carter, al servirle a Chávez aquella infame Mesa de Negociación y Acuerdos, gracias a la cual Chávez, con la asesoría personal de Fidel Castro, pudo montar la trampa de un referéndum revocatorio de su mandato presidencial en agosto de 2005. Aquellos sucesos hicieron perfectamente creíble la mentira de que en Venezuela había democracia, sin duda heterodoxa, pero democracia, al fin y al cabo. Desde entonces, hasta esta patética reunión de los tres gobernadores de oposición con Maduro, el régimen se ha sostenido gracias a la doble válvula de escape que han sido el diálogo con la “oposición” cada vez que se ha sentido acosado por algún peligro inminente y la convocatoria de elecciones a cada rato para hacerle ver al mundo que los venezolanos no renunciarán jamás a dilucidar sus diferencias, por graves que sean, por el sendero civilizado, pacífico y democrático de las urnas electorales.

 

No debe sorprendernos, pues, que en Venezuela se viva en la inaudita situación de que la esperanza de los venezolanos parezca estar en manos de los llamados partidos de oposición, agrupados en alianzas que han ido desde la Coordinadora Democrática, pasando por la Mesa de la Unidad Democrática en sus diversas versiones, y ahora en una inexistente Plataforma Unitaria, creada a toda prisa y corriendo para no perder la ocasión que le brindaba la Unión Europea en Ciudad de México para entenderse de nuevo con el régimen. Al precio que sea.

 

Por esta razón, a lo largo de los últimos 20 años, la “oposición” ha centrado sus reparos al régimen en dos puntos: por haber adoptado los gobiernos de Chávez primero y de Maduro después políticas públicas equivocadas y por la incompetencia del régimen para estar a la altura gerencial necesaria para acometer la tarea de gobernar, pero siempre eludiendo referirse al carácter totalitario de su funcionamiento, a sus fundamentos ideológicos y a que sus raíces están sólidamente sembradas en Cuba. De ahí que el debate nunca haya sido ideológico. De ahí también que se rechace sistemáticamente la tentación de plantear la sustitución del régimen por otro de ideología diametralmente opuesta y se insista en exhortar al régimen a rectificar sus “equivocadas” políticas, como si no fuera lo que realmente es.

 

Para alimentar esta presunta tesis del entendimiento con el otro es que han servido y seguirán sirviendo las negociaciones y los acuerdos en la versión del régimen, sin que en ningún momento incursione la oposición en el territorio de la ideología. Y ahora más que nunca. Como si las medidas económicas fueran producto exclusivo de decisiones técnicas y nunca consecuencias naturales e ineludibles de decisiones de carácter ideológico. Ni que, en el caso venezolano, como ocurre en el mundo actual, estemos ante la disyuntiva de propiciar sociedades y regímenes liberales o socialistas. Tanto, que Maduro acaba de anunciar que la victoria del 21 de noviembre garantiza el futuro socialista de Venezuela. Prueba palpable de que la dirección que tomemos ante esta encrucijada que es necesariamente ideológica, dependerá la naturaleza del régimen que resulte. Una realidad que le exige a Venezuela, estos días desoladores en los que solo vislumbramos más y más de lo mismo, asumir una posición firme, sin medias tintas ni pendejadas, como solía repetirle Chávez a su gente. O, como acaba de ocurrir ahora con esta caricatura electoral del 21 de noviembre, seguir deslizándonos hacia el fondo del abismo. Tal como ocurre en Cuba desde hace 62 años.

 

 

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