Armando Durán / Laberintos: Petro al rescate de Maduro
El pasado martes, 25 de abril, se celebró en Bogotá una reunión de cancilleres de las dos Américas, más Josep Borrell, responsable de las relaciones internacionales de la Unión Europea como invitado especial. Según la versión oficial de este encuentro convocado por el presidente Gustavo Petro, el único tema a discutir era fijar una hoja de ruta que facilitara la normalización del proceso político venezolano, gravemente alterado desde enero de 2019, cuando la reelección de Nicolás Maduro, irremediablemente fraudulenta, fue desconocida por las principales democracias del planeta. Un repudio internacional que ha generado el aislamiento diplomático del país y duras sanciones económicas, financieras y comerciales, que han agudizado la devastadora crisis que sufre Venezuela desde hace más de 10 años.
La solución civilizada de estos desencuentros y conflictos políticos son el diálogo y las negociaciones entre las partes. Desde esta perspectiva, nadie en su sano juicio podría rechazar la propuesta de Petro para buscar un acuerdo que le permita a Venezuela celebrar elecciones con condiciones democráticas, un evento que a su vez le daría al presidente electo en esa votación legitimidad, y haría posible el levantamiento de las sanciones.
Lamentablemente, la negociación de buena fe y los acuerdos consensuales no han sido los ingredientes de los diálogos con en el régimen “bolivariano” de Venezuela. Ni siquiera la mediación de “buenos oficiantes” que desde hace 20 años han propiciado sucesivas rondas de negociaciones entre representantes del gobierno venezolano y de la oposición, la OEA, el gobierno de República Dominicana, el Vaticano, Noruega, la Unión Europea, el presidente López Obrador y ahora el presidente Petro, han servido para limar asperezas y sacar a Venezuela del abismo pacíficamente. En la práctica, Hugo Chávez primero y después Maduro, su sucesor, aceptaban sentarse a dialogar con los otros, como ardid para salirse de atolladeros puntuales y conservar el poder, contra viento, marea y desesperación de los ciudadanos, hasta el fin de los siglos. En los dos últimos años, para ponerle fin a las sanciones y al aislamiento, pero como siempre, sin dar nada a cambio de ganar un poco de tiempo y recuperar el aliento.
Esta era la finalidad de esta inútil reunión de Bogotá. Nada casualmente, en los pocos meses que lleva de presidente de Colombia, Petro se ha reunido cuatro veces con Maduro. Y por esa misma razón, de la reunión bilateral que sostuvo Petro el 20 de abril con Joe Biden en la Casa Blanca, lo único que pudo resaltar la prensa internacional fue que Petro le propuso a Biden levantar las sanciones a Venezuela “paulatinamente”, no cuando Maduro y compañía decidan finalmente celebrar esas elecciones con condiciones democráticas, sino a medida que el régimen venezolano avance en la adopción de un cronograma electoral. Sin embargo, tal como advirtió el diario bogotano El Espectador en editorial de este lunes, “la cumbre debe ser para avanzar en un diálogo, no para que el régimen de Maduro pueda seguir en la impunidad. Colombia debe insistir en que se programen elecciones libres el año entrante. No se puede hablar de levantar sanciones (como pretenden Petro y Maduro) mientras el régimen sigue demostrando un puño de hierro sobre toda la institucionalidad venezolana.”
Sin la menor duda, esta reunión convocada por Petro con la premeditada y exclusiva finalidad de prestarle auxilio a Maduro no debía de haber generado grandes expectativas. Tras los cuatro años de distanciamiento entre la Venezuela de Maduro y la Colombia de Iván Duque, la Presidencia de Petro representa la renovación de los lazos de hermandad entre ambas naciones, no por identidad de origen sino por comunidad ideológica. Pero precisamente por estos motivos adulterinos, la reunión en Bogotá, al cabo de muy pocas horas, concluyó en el más rotundo de los fracasos: un comunicado de apenas 258 palabras, simple saludo a la bandera redactado por la Cancillería colombiana, que puso de relieve el obstáculo imposible que representa la opción de negociar con un régimen que, como el venezolano, actuando de mala fe, nunca ha contemplado la eventualidad de dar un mínimo paso atrás.
Vaya, que en esta reunión, como ha ocurrido en todas las reuniones y rondas de diálogo celebradas desde el crucial mes de abril de 2002, diálogos y negociaciones que después de la de Caracas al recuperar Chávez la Presidencia tras dos días y tantos de cautiverio, reiniciados una y otra vez en Boston, en República Dominicana, de vuelta en Caracas, después en Oslo, en Barbados y finalmente en las interrumpidas negociaciones en Ciudad de México, no se ha llegado a nada, tanto porque el régimen venezolano no ha participado de buena fe en ninguna de esas ocasiones de diálogo oficial con sus supuestos opositores, como porque el propósito de esos presuntos opositores siempre fue la búsqueda, no de una salida negociada a la crisis desatada por el proyecto político de Hugo Chávez y sus mentores cubanos, sino un mecanismo artificioso que les permitiera no ser expulsados del terreno de juego.
Lo cierto es que, aunque el régimen no se ha paseado jamás por la posibilidad de renunciar a sus objetivos por las malas ni por las buenas, Chávez tuvo suficiente perspicacia para entender que la condición imprescindible para conservar el poder indefinidamente era no romper del todo los hilos formales del sistema democrático para dar la impresión, a pesar de su continuo atropello de las libertades políticas y económicas, de que en Venezuela se respetaban las coordenadas básicas de la legalidad democrática. El gravísimo error político de Nicolás Maduro ha sido su falta de sutileza para entender esa necesidad de no rasgar todos los velos necesarios para disimular las más obscenas intimidades de un régimen cuyas señas de identidad no son precisamente los valores de la democracia. Una suerte de arrogancia tercermundista que le ha impedido moverse con la agudeza táctica que demostró tener Chávez para administrar a la perfección los mecanismos y las apariencias del sistema para eludir exitosamente el peligro de perder su legitimidad como gobernante democrático.
Esta ha sido la causa eficiente del fracaso de Maduro. Y la causa de que a él y a los jerarcas del proceso ya no puedan, a punta de artimañas, darle al régimen, al gobierno y a la Presidencia de la Venezuela “bolivariana” esa legitimidad imprescindible para despejar el horizonte económico y financiero del país, aunque siempre han contado con la ventaja no tener que enfrentar el desafío continuo de una oposición válida. Después de años de vender mentiras por verdades, lo cierto es que mientras no se modifique a fondo la naturaleza del régimen, Venezuela seguirá siendo lo que es: un estado fallido y andrajoso. Y nada, absolutamente nada, cambiará.