Armando Durán / Laberintos: ¿Primarias de la oposición de Venezuela?
Vapores de la fantasía. Esta fue la respuesta muy anticipada que podemos darle a la pregunta del título recurriendo a La renuncia, uno de los poemas más conocidos de Andrés Eloy Blanco, publicado en su libro Poda, de 1934:
“He renunciado a ti
Fueron vapores de la fantasía;
Son ficciones que a veces da a lo inaccesible
Una proximidad de lejanía”
Ya sabemos, y lo he repetido en múltiples ocasiones, que las elecciones constituyen la esencia de todo proceso democrático, pero siempre que votar sea sinónimo de elegir. Una condición que no se cumple en Venezuela, desde la primera elección organizada por el entonces naciente régimen de la llamada “revolución bolivariana”, realizada el 25 de julio de 1999 para elegir a los diputados a la Asamblea Constituyente que debían redactar un nuevo texto constitucional. Ello fue y seguiría siendo, el mecanismo perfecto para legitimar, una y las veces que hiciera falta, el dominio hegemónico del chavismo en Venezuela. Hasta el fin de los siglos.
Desde aquel funesto día de 1999, cuando la manipulación aritmética de la votación le permitió a Hugo Chávez, con 65 por ciento de los votos emitidos, ocupar 104 de los 131 escaños de la Asamblea, las elecciones que se han celebrado en Venezuela nunca han dejado de ser fraudulentas. En los primeros tiempos posible gracias a la pasividad de la dirigencia opositora, pero desde el referéndum revocatorio del mandato presidencial de Chávez, realizado el 15 de agosto de 2004, por culpa de la colaboración activa de esa presunta dirigencia opositora, agrupada en las sucesivas y siempre supuestas alianzas electorales de los cada día más débiles partidos políticos no chavistas: la Coordinadora Democrática primero, la Mesa de la Unidad Democrática después y la Plataforma Unitaria ahora. Fraude tras fraude, con la única excepción de las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, cuando los candidatos del régimen sufrieron una derrota tan aplastante que los candidatos de la MUD alcanzaron lo imposible: una decisiva mayoría absoluta de la Asamblea Nacional.
En un primer momento, Nicolás Maduro reconoció la victoria de la oposición, pero reaccionó rápidamente y con la ayuda del sumiso Tribunal Supremo de Justicia, cuyos magistrados habían sido designados a dedo por el propio Maduro, se “legalizó” la grosera disposición del también sumiso poder electoral para invalidar la elección de dos diputados opositores y arrebatarle así a la alianza el control de la Asamblea. Un desafuero que fue posible gracias a la invalorable colaboración de Henry Ramos Allup, máximo líder de Acción Democrática y primer presidente “opositor” de la Asamblea, quien no hizo el menor esfuerzo por poner las cosas en su justo sitio. Un desafuero que por otra parte provocó la aparición en el centro de la escena nacional de Juan Guaidó, joven y desconocido diputado que de la noche a la mañana se convirtió en auténtico aunque breve fenómeno político, porque tuvo la audacia de plantear una hoja de ruta muy precisa para salir de la dictadura y restaurar el orden constitucional en Venezuela.
De este modo inesperado, el país se vio inmerso en una confrontación entre las dos Venezuelas, y los venezolanos de pronto recuperaron la esperanza de salir pacífica y electoralmente de una crisis que poco a poco se había hecho crisis humanitaria. Por su parte, la comunidad internacional se volcó de lleno a la tarea de propiciar esa transición, desconoció a Maduro como legítimo presidente de Venezuela, reconoció en cambio a Guaidó como presidente legítimo y Estados Unidos y la Unión Europea le aplicaron duras sanciones políticas y económicas al régimen y a sus autoridades civiles y militares.
Lamentablemente, aquella situación se resolvió en favor de Maduro y compañía por la suma de dos factores determinantes. Uno, la penosa insuficiencia de Guaidó para gestionar el poder que cayó de golpe en sus manos; por el otro, que en la medida que el liderazgo de Guaidó se fue desvaneciendo en el espacio sideral, el sector abiertamente colaboracionista de la oposición “oficial” fue recuperando su poder. Causa de que la comunidad internacional comprendiera que la oposición venezolana ciertamente no estaba a la altura de las circunstancias y paso a paso fue dejando de lado la crisis venezolana. Gracias a este abandono, las negociaciones con el régimen que se habían iniciado en Noruega y se interrumpieron en Barbados, terminaron por reanudarse en Ciudad de México y que volvieron a interrumpirse, Maduro anunció una nueva elección presidencial para 2024 y en Venezuela volvió a soplar una suave y refrescante brisa. Como si ya todos los problemas estuvieran a punto de resolverse.
Lo que quedaba de la difunta MUD se reagrupó entonces en lo que ahora llaman Plataforma Unitaria, comenzó a hablarse de seleccionar un candidato unitario de la oposición para enfrentar a Maduro en esa eventual consulta electoral y finalmente, el 16 de mayo del año pasado, sus voceros anunciaron la celebración de unas elecciones primarias para seleccionar ese candidato “democráticamente.” Después se informó que esas primarias se realizarían el 22 de octubre de 2023 y ahora, a un mes de esa votación, con dos de los precandidatos, los que tienen más posibilidad de ser elegido, María Corina Machado y Henrique Capriles Radonski, arbitrariamente fueron inhabilitados por el régimen para aspirar a cargos de elección popular. Es decir, pasar a ser aspirantes no aceptados por las autoridades electorales del régimen a participar en la elección presidencial del año que viene.
Esta semana, al darse a conocer la planilla de votación de esas elecciones primarias, la celebración de elecciones en Venezuela solo son “vapores de la fantasía.” En primer lugar, porque a lo largo de estos últimos 20 años, el régimen y la oposición colaboracionista han desnudado, más allá de cualquier duda, el carácter radicalmente fraudulento de las consultas electorales que el régimen tenga a bien convocar. En segundo y contundente lugar, porque la voluntad popular no necesariamente se expresa en las urnas de esta o aquella votación. En el caso de Venezuela, el éxodo masivo de la población constituye una expresión cabal e incuestionable de esa voluntad.
Un ejemplo: en un reportaje especial de la BBC, en un solo día del mes de julio de 2018, más de 50 mil venezolanos cruzaron a pie la frontera colombo-venezolana. En la actualidad, nadie puede precisar cuántos han escapado del infernal desastre económico y social provocado por el régimen, pero su abrumadora magnitud ya nadie la puede pasar por alto. Como hace pocos días hizo Filipo Grandi, máximo funcionario de ACNUR, cuando con motivo de conmemorarse el Día Internacional del Refugiado señaló que este año la ONU tiene registrado que más de 82 millones de personas se han visto forzadas a abandonar sus países. Bien para escapar de los efectos de alguna guerra, como es el caso de Siria, la nación con mayor número de migrantes, bien por los efectos de una crisis humanitaria, como Venezuela, puntualizó, el segundo país de esa lista pavorosa, donde según Grandi, “uno de cada cuatro niños vive apartado de uno o de sus dos padres, y uno de cada tres menores va a la cama con hambre.” En este sentido, la Plataforma de Coordinación Interagencial de Naciones Unidos informó este 5 de septiembre que en Naciones Unidas ya se han registrado más de 6 millones de migrantes venezolanos, cifra que representa el 20 por ciento de la población nacional. Un problema de tanta gravedad para los países de América Latina, porque desde 2014 se han residenciado en ellos más de 4 millones de venezolanos. Para analizar la situación y acordar estrategias comunes para resolver el problema, representantes de Argentina, Brasil, Chile, Perú, Uruguay, Paraguay, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, México y República Dominicana se han reunido en Quito los días 3 y 4 de septiembre.
Ante esta insoportable realidad y ante la historia electoral venezolana de este siglo, solo queda recordar el último verso del poema de Andrés Eloy Blanco:
“La renuncia es el viaje de retorno del sueño.”