Armando Durán / Laberintos: Socialismo y Venezuela premium (1 de 2)
La imagen que Hugo Chávez transmitió después de su fracasado intento por tomar el poder a cañonazos el 4 de febrero de 1992 era la de un teniente coronel golpista, en el mejor estilo de los “cara pintados” argentinos. De ahí que la reacción inmediata de Fidel Castro desde La Habana fue denunciar la sublevación y enviarle al presidente Carlos Andrés Pérez un mensaje de solidaridad incondicional con la amenazada democracia venezolana. Esta posición la expresó aquella misma y sobresaltada mañana José Vicente Rangel, excandidato presidencial de la izquierda venezolana que años después se convertiría en el principal asesor político de Chávez, al sostener, de manera categórica, que “todo el pueblo condena el golpe.”
Recuperada su libertad dos años después gracias al sobreseimiento de la causa que se le seguía en los tribunales, Chávez, firme en su propósito de conquistar el objetivo que se había propuesto alcanzar aquel 4 de febrero, decidió hacerlo ahora “por otros medios.” Abandonó las armas de la guerra y emprendió el intrincado camino de la lucha electoral de acuerdo con las normas y mecanismos constitucionales sobre los que se fundamentaba la democracia que seguía empeñado en borrar de la faz de Venezuela para siempre.
Aquella pretendía ser un acto de rectificación, pero no pasó de ser una artimaña, no del todo disimulada, por cierto, pues en el curso de su primera campaña electoral, en declaración que le formuló al diario El Nacional al cumplirse el sexto aniversario de su pronunciamiento militar, afirmó que “el 4 de febrero es una de esas fechas que marcan el fin y al mismo tiempo el inicio de algo. Es una herida mortal al Pacto de Puntofijo (compromiso adoptado por los partidos políticos antes de las elecciones de 1958 para garantizar la solidez de la naciente democracia). Me refiero a esta farsa que llaman democracia y que es en realidad una dictadura con careta democrática. Mi propuesta es la Constituyente. Convocar al pueblo a opinar, a echar los cimientos de un país con democracia verdadera.”
En ningún momento explicó Chávez cuáles eran esos cimientos ni qué entendía por democracia verdadera, pero la ambigüedad de esas ideas y visiones ya guiaban sus pasos, al menos, desde que poco después de haber salido de prisión recibió una invitación a viajar a Cuba para dar una conferencia sobre Simón Bolívar en diciembre de 1994.
Aquel viaje cambió la vida de Chávez, pues al desembarcar en el aeropuerto de La Habana se llevó la mayor sorpresa de su vida: al pie de la escalerilla del avión lo esperaba, con los brazos abiertos, nada más y nada menos que Fidel Castro. Chávez sucumbió al embrujo del máximo líder de la revolución cubana y allí y entonces ambos comenzaron a tejer una alianza estratégica que en los años por venir produciría cambios muy significativos en las coordenadas políticas de América Latina y de sus relaciones con Estados Unidos.
El segundo capítulo de ese decisivo encuentro se produjo en febrero de 1999, durante la primera toma de posesión de Chávez como presidente de Venezuela, cuando Castro, desde el aula magna de la caraqueña Universidad Central de Venezuela, fijó el rumbo del naciente régimen socialista de Chávez al exhortar a los venezolanos a tener paciencia y no pedirle a su nuevo aliado hacer lo que ellos habían hecho 40 años antes. Los tiempos eran otros, advirtió Castro, y aunque los fines eran los mismos, los medios para lograrlos necesariamente tenían que ser diferentes.
En un primer momento, Chávez no siguió ese guion al pie de la letra y tuvo graves contratiempos, incluyendo su breve derrocamiento y prisión a raíz de la rebelión cívico militar del 11 de abril de 2002, aunque después de superar en agosto de 2004 el obstáculo del referéndum revocatorio de su mandato presidencial, una victoria que a pesar de sus evidentes manipulaciones le proporcionó a su gobierno suficiente legitimidad democrática, se sintió con fuerza para darle rienda suelta a los delirios más exuberantes de su imaginación. Tanto, que en noviembre de ese año pudo hacerle a la plana mayor de su movimiento, convocada a una reunión estratégica de dos días en Fuerte Tiuna, sede del Ministerio de la Defensa, un planteamiento revelador:
“¿Es el comunismo la alternativa? ¡No! Eso no está planteado en este momento. No nos estamos planteando eliminar la propiedad privada, el pensamiento comunista, no. Hasta allá no llegamos, pero nadie sabe lo que ocurrirá en el futuro. En este momento sería una locura. Quienes se lo plantean no es que estén locos, no. No es el momento.”
No sabemos si de no haber muerto Chávez, habría llegado ese instante deseado por algunos pero no factible para otros, pero no tardó mucho en poner en marcha una agresiva radicalización del régimen a los sones de una orden perentoria, “¡Exprópiese!”, dictada por Chávez a los cuatro vientos, y la adopción de una consigna también feroz y de claro origen cubano, “¡Socialismo o muerte!”, que de golpe y porrazo pasó a ser el santo y seña de un proceso que parecía orientado a precipitar a Venezuela por el despeñadero abierto en el corazón de América Latina por el ejemplo de la revolución cubana. Hasta el extremo de que al anunciarse el fallecimiento de Chávez el 5 de marzo de 2013, el temor al estallido de un inminente cataclismo social ya era una amenaza que se insinuaba con fuerza de tormenta perfecta en el horizonte venezolano.
Todo comenzó a cambiar entonces. Nicolás Maduro, desde hacía años ministro de Relaciones Exteriores, encargado por Chávez de la Presidencia el 10 de octubre de 2012 por razones de su enfermedad, en la primera semana de diciembre de 2012, al informar Chávez que regresaba a Cuba a someterse a una cuarta intervención quirúrgica y admitir por primera vez la posibilidad de su muerte, declaró que, de producirse ese desenlace, Maduro “no solo debe concluir el período, como manda la Constitución, sino que en su opinión, firme, plena como la luna llena, irrevocable, absoluta y total, en un escenario que obligara a convocar a elecciones presidenciales, elijan a Nicolás Maduro.”
Como es natural, todo comenzó a cambiar de nuevo a partir de entonces, hasta llegar a despojar al régimen de sus falsas fantasías igualitarias y a su sustitución gradual por las fantasías igualmente falsas de un decorado de lujo y consumismo en medio de un estado de pobreza general sin precedentes en la historia del país. De esa inaudita conversión de una Venezuela socialista a la cubana en una Venezuela premium nos ocuparemos la próxima semana.