Armando Durán / Laberintos: Socialismo y Venezuela Premium ( 2 de 2)
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Armando Durán / Laberintos: Socialismo y Venezuela premium (1 de 2)
El paréntesis abierto por la muerte de Hugo Chávez el 5 de marzo de 2013 se cerró con la elección presidencial celebrada el domingo 14 de abril de ese año y la controversial victoria de Nicolás Maduro sobre Henrique Capriles, candidato unitario de la oposición, por menos de 2 puntos. Capriles exigió un reconteo de los votos, en un primer momento Maduro lo aceptó, pero casi inmediatamente después se negó. La protesta ciudadana estremeció al país durante un par de días. Después, como había sido y seguiría siendo hasta el día de hoy, Capriles y la dirigencia de la oposición dieron marcha atrás. Como si en Venezuela no pasara lo que estaba pasando.
No obstante, todo comenzó a cambiar entonces. De manera muy llamativa la política económica, porque la gravedad de la situación ya no podía seguir ignorándose. En todo caso, durante la segunda mitad de aquel año, Maduro comenzó a reunirse con empresarios del sector privado de la economía nacional, estigmatizados desde hacía años por el discurso incendiario de Chávez y la radicalización socialista de sus medidas, sorprendió a medio mundo al hablar de la posibilidad de entablar un diálogo constructivo con el sector privado de la economía y de pronto planteó la necesidad de trabajar todos juntos para devolverle su vitalidad a la muy debilitada economía venezolana.
El asesor de Chávez en esa ciega carrera encaminada a reproducir en Venezuela la experiencia ya fallida de la revolución cubana, resumida en la consigna extrema de ¡Socialismo o muerte! como fundamento ideológico del proyecto “bolivariano”, fue Jorge Giordani, un ingeniero apodado el “monje” por la rigurosa austeridad de su visión de la vida, la economía y las finanzas, y ministro intocable de Planificación desde que Chávez llegó a la Presidencia de Venezuela en febrero de 1999. Y fue Giordani tan responsable de impulsar la aplicación de aquel devastador modelo económico, que Venezuela se hallaba ahora, al instalarse Maduro en el Palacio de Miraflores, al borde de un abismo insondable. Por esa dramática razón, en los primeros días de junio, el nuevo mandatario venezolano destituyó a Giordani. Demasiado tarde. Tras 13 años de desmesuras sin fin, la crisis del país ya era una realidad irrefutable: ese año la economía venezolana registró una contracción de casi uno por ciento del Producto Interno Bruto y el Banco Central de Venezuela tuvo que reconocer una inflación de 60 por ciento. En los años por venir, ambos índices romperían todos los records. Y no solo los de Venezuela.
Giordani, sin embargo, no abandonó el poder humilde ni calladamente. En un artículo de más de 5 mil palabras, publicado en Aporrea, medio de agresiva filiación chavista, titulado “Testimonio y responsabilidad ante la historia”, afirmó que su “deber como militante de la causa del socialismo” lo obligaba a considerar “doloroso y alarmante ver una Presidencia (la de Maduro) que no transmite liderazgo y en cambio adopta “una política confusa frente a los agentes privados” de la economía, que parecía orientada a abrir el “camino a la reinstalación de mecanismos financieros capitalistas.” Y así, más allá que un simple cambio de ministro, con esta denuncia, Giordani, tras años de inflexible control de la política económica y financiera del país, naturaleza central del ambicioso proyecto chavista, anunció la ruptura profunda dentro de lo que comenzó entonces a dejar de ser un régimen chavista químicamente puro.
Nada ha vuelto a ser lo mismo en Venezuela. Eso lo acabamos de comprobar estos días gracias a con la implacable e imprevista operación de la recién creada Policía Nacional Anticorrupción, al encarcelar, esposados y vestidos con monos de color naranja, a un numeroso grupo de altos funcionarios de la industria petrolera. Una súbita acción policial que ha incluido la destitución, y por ahora desaparición del escenario público, de Tareck El Aissami, tercer hombre en la jerarquía del régimen, quien entre otras funciones ha sido gobernador del estado Aragua y ministro de Relaciones Interiores, y en la actualidad era nada más y nada menos que el interlocutor venezolano con los gobiernos de Irán y Turquía, los principales aliados internacionales de Maduro y todopoderoso presidente de Petróleos de Venezuela, la única fuente de divisas del régimen, y salvavidas del que depende la Cuba revolucionaria.
Nadie sabe qué puede haber detrás de esta súbita ofensiva anticorrupción por parte de un régimen que no se ha caracterizado precisamente por la transparencia de su gestión sino todo lo contrario, ni nadie sabe hasta dónde llegarán sus gobernantes en esta suerte de brusco borrón y cuenta nueva sin ofrecer la más mínimamente convincente explicación oficial. Para comprobar el tamaño de esta incoherencia basta tener en cuenta la información que divulgó esta misma semana la ONG Transparencia Venezuela, según la cual, tras cinco años de investigación, ha llegado a la conclusión de que durante estos años de “bolivarianismo” han quedado sin terminar, o peor aún sin que se iniciaran, 153 grandes obras de infraestructura, pero que han sido pagadas, un desembolso que supera los 300 mil millones de dólares, siete veces el PIB de Venezuela en 2021, “devorados por la malversación, la opacidad y la falta de rendición de cuentas.”
Mientras tanto, resulta evidente que Venezuela no va de regreso a lo bueno ni a lo malo de su pasado democrático y liberal, pero tampoco de regreso a la Venezuela del chavismo socialista a la cubana, tal como lo entendían Fidel Castro, Chávez y Giordani. Con Maduro en la Presidencia, Venezuela se fue adentrando en una crisis sin remedio y ha promovido una práctica de lo que en Venezuela se conoce como enchufarse, unos y otros, con el poder dominante, cuya única finalidad consiste en adaptar los pasos que se den a los intereses exactos de una codicia común, insaciable y desenfrenada. Acomodos que en el plano político han facilitado, gracias a la activa colaboración de la dirigencia llamada de oposición, la desmovilización de las protestas de 2014 que exigían la salida de Maduro, la neutralización total de la victoria opositora en las elecciones parlamentarias de 2015 para desactivar con gran éxito la amenaza que representaba la instalación de una Asamblea Nacional con dos terceras partes de sus escaños en manos de esa presunta oposición, la misma complicidad que le permitió al régimen sofocar políticamente la masiva rebelión civil de 2017, la melancólica interrupción en Oslo primero, Barbados después y últimamente en Ciudad de México de la hoja de ruta propuesta por Juan Guaidó en enero de 2019 y, desde hace un año, la inaudita construcción en Caracas de unas pocas burbujas de consumismo y lujos vergonzosos en un espacio humano, el venezolano, caracterizado por un estado de generalizada y creciente miseria cuya expresión más cabal es la coexistencia de un salario mínimo que apenas llega a 6 dólares mensuales, con los precios de esas tiendas, restaurantes y discotecas de la Venezuela premium a niveles de Nueva York o Madrid, en un sancocho al que debemos añadir ingredientes como la ausencia absoluta de asistencia sanitaria a la población, el colapso abrumador del sistema educativo, el abandono criminal de la población de la tercera edad y de los pensionados del Seguro Social, y el precios de la comida en supermercados y bodegas de barrio, en los que un litro de leche cuesta casi dos dólares, un litro de aceite de maíz 6 dólares, un kilo de harina de maíz o de arroz, componentes básicos de la dieta del venezolano, dólar y medio. Es decir, un sistema que no es socialista ni refleja la realidad de una Venezuela ajena por completo de la que el régimen presume que es de primera, pero que en realidad es algo así como un reino de la pobreza, la corrupción y la desigualdad. ¡Vivan la revolución y el disparate!