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Armando Durán / Laberintos: Tiempo de silencio, tiempo de confusión

  Mayo del 68, cuando los muros se convierten en el libro de texto -  Pedagogías del siglo XXI

  En la noche del pasado jueves 30 de noviembre, desde Oslo, el gobierno noruego, facilitador de los diálogos entre representantes de Nicolás Maduro y de las fuerzas políticas que se le oponen, informó, en un post publicado en la red social X, que el gobierno venezolano había aprobado un mecanismo judicial mediante el cual los dirigentes venezolanos inhabilitados administrativamente, a ocupar cargos públicos, entre ellos María Corina Machado, candidata presidencial de la oposición por haber obtenido 92 por ciento de los dos millones y medio de votos emitidos en la elección primaria realizada el pasado 22 de octubre, pueden iniciar ante el Tribunal Supremo de Justicia, desde hoy mismo hasta el 15 de este mes de diciembre, los trámites (aunque nadie sepa todavía cuáles) para recuperar su habilitación política.

   Este anuncio, empeño que forma parte esencial del Acuerdo de Barbados, medio insinuado el miércoles por declaraciones a la prensa de Geraldo Blyde, jefe del grupo de los negociadores de la oposición, se dio a conocer pocas horas antes de que venciera el plazo que el 19 de octubre, apenas dos días después de la firma del Acuerdo de Barbados, le dio Antony Blinken, secretario de Estado del presidente Joe Biden, al régimen venezolano. Suerte de ultimátum según el cual, si bien Blinken reiteraba que de acuerdo con lo acordado en Barbados, y también según las negociaciones directas entre Estados Unidos y Venezuela, iniciadas en marzo del año pasado durante una imprevista visita oficial a Caracas de una delegación estadounidense de alto nivel político y petrolero, presidida por Juan González, Consejero de Seguridad Nacional de Biden para el hemisferio occidental, Estados Unidos estaba comprometido a levantar de inmediato las sanciones económicas y financieras que le aplica al régimen que preside Nicolás Maduro; también afirmaba que el futuro de esas “licencias”, que son temporales, dependería de que Caracas adoptase medidas que indicaran su disposición a recorrer la ruta que finalmente desemboque en la celebración de una elección presidencial libre y realmente competitiva el año que viene, advirtiendo a Maduro (o recordándole) que tenía hasta la medianoche del 30 de noviembre para tomar “medidas concretas” en materia de rehabilitación de los dirigentes políticos arbitrariamente inhabilitados por vía administrativa, y poner en marcha un programa de liberación de los casi 300 presos políticos, venezolanos y estadounidenses, actualmente en prisión, si no quería que esas licencias fueran ahora revocadas.

   Este condicionamiento, auténtico ultimátum del gobierno Biden al régimen venezolano, fue rechazado por Maduro y otros importantes voceros del régimen venezolano con el argumento de que esa es una decisión soberana de Venezuela. Por su parte, en sucesivas declaraciones de portavoces del Departamento de Estado norteamericano, incluyendo al embajador Francisco Palmieri, jefe de la Oficina de Estados Unidos para Venezuela, y del propio Juan González, quien este mismo jueves le concedió una larga entrevista en la Casa Blanca al periodista venezolano César Miguel Rondón, se han encargado de ir moderando gradualmente el tono de aquel firme comunicado de Blinken, hasta el extremo de hacer dudar de la verticalidad de la posición de Estados Unidos. Una moderación (y velado cambio de posición) que no se entendía, porque la Venezuela democrática creía contar con el respaldo claro de Estados Unidos, sobre todo después de la elección primaria del 22 de octubre, de modo que la agresiva reacción del oficialismo ante lo que fue arrolladora participación ciudadana en una elección que como quiera que se analice constituyó un rechazo desesperado de la población a Maduro y a su gente, volvió a hundir a muchos en ese vacío de silencio y confusión abrumadores. Un tiempo de destrucción sistemática de todo, que, al cabo de los últimos 20 años han creado un condicionante día a día de traiciones, engaños y manipulaciones tales, que nada, ni lo de veras malo ni lo que por momentos se supone bueno, termina siendo lo que parecía ser. Un mundo sin salida, sin siquiera la esperanza de que la espectacular proeza de la sociedad civil y la disidencia el domingo 22 de octubre por fin le impidiera al régimen volver a salirse con la suya.

    En el marco de este mundo que ya no se mantiene ni al revés, el anuncio que de Oslo llega, se recibe y hasta se aplaude, pero tímidamente. Con un temor condicionado irremediablemente por esa cadena sin fin de muy hondas frustraciones. Quizá por eso, hace un par de días, guardé un post de Mibelis Acevedo, en el que recoge una reflexión del sociólogo polaco-británico Zygmunt Bauman, quien en una entrevista de 2016, al referirse a la crisis general de la democracia como sistema de gobierno, sostuvo que “estamos en un estado de interregno, entre una etapa en que teníamos certezas y otra en que la vieja forma de actuar ya no funciona. No sabemos qué va a reemplazar esto. Las certezas han sido abolidas.”

   No estoy familiarizado con la obra de Bauman, pero sé que a los 19 años ingresó al partido Comunista polaco, combatió como miembro del ejército rojo en la segunda guerra mundial, fue funcionario de inteligencia del régimen comunista de su país y profesor en la universidad de Varsovia hasta que en 1968, acosado por la política antisemita de su gobierno, buscó refugió, primero  en Israel, luego en Estados Unidos y Canadá, finalmente en Inglaterra, donde la universidad de Leeds le ofreció la cátedra de Sociología. Durante los años siguientes y hasta que falleció, en 2017, publicó diversos trabajos sobre lo que llamamos posmodernidad, pero conozco su visión del mundo solo por comentarios de terceros, así que no puedo interpretar el sentido exacto de su concepto de incertidumbre que según él define la inestable naturaleza del tiempo actual, percepción que yo atribuyo a la realidad política y social generada por el derrumbe del muro de Berlín, la desintegración de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría, sucesos que pusieron fin a las certezas indiscutibles, como la lucha mundial contra el mal absoluto que representaba la realidad del nazismo y, después, la certeza igualmente terrible después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el temor universal a una guerra nuclear creó una paz como producto de lo que Henry Kissinger calificó como “equilibrio del terror.”

   Es precisamente la nueva y confusa realidad que paradójicamente se padece desde entonces la que coloca a la humanidad en una suerte de vacío político y existencial, sin un norte magnético que le permita encontrar, individual o colectivamente, la ruta a seguir para llegar algún día adonde tal vez querríamos llegar. Exactamente lo contrario a lo que sucedió en los años sesenta del siglo pasado, cuando todo parecía estar en crisis porque a fin de cuentas se creía que todo era posible cambiarlo. Como llegaron a exigir en los muros y paredes de París los estudiantes de 1968, cuando sintieron, aunque no lo lograron, que había llegado el momento de darle absolutamente todo a la imaginación.

   Un sentimiento parecido produce en Venezuela, desde la noche del jueves, el anuncio noruego. Y el temor que nos ocurra lo que les ocurrió a los estudiantes parisinos aquel verano inolvidable de 1968.

 

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