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Armando Durán / Laberintos: Tres lecciones ucranianas

 

La noche del martes primero de marzo, Joe Biden, ante los representantes de todos los poderes públicos de Estados Unidos y del Alto Mando Militar reunidos en el Capitolio de Washington, le presentó su primera rendición de cuentas presidenciales a la nación y al mundo. Como era de esperar, inició su mensaje denunciando la brutal invasión rusa de Ucrania y acusando directamente a Vladímir Putin de haber desatado una guerra “premeditada y sin provocación.” Una condena a la que se ha sumado la inmensa mayoría de la comunidad internacional. Unanimidad que a su vez le permitió a Biden advertirle a Putin, -quien “no tiene idea de lo que viene”-, sostuvo, que tendrá que responder por sus acciones. No dijo, sin embargo, cuáles serían esas acciones por venir, pero añadió un comentario cuyo sentido muchos analistas han considerado enigmático: “A lo largo de la historia hemos aprendido la lección de que cuando los dictadores no pagan un precio por su agresión, causan más caos. Siguen adelante y los costos y las amenazas a Estados Unidos y al mundo siguen creciendo.”

 

¿Cuáles, cómo y cuándo se producirán las consecuencias que según esta advertencia tendrá Putin que responder? Sin la menor duda, Biden se refería a la firma, el 30 de septiembre de 1938, en Múnich, de los Acuerdos de Múnich que firmaron los jefes de gobierno de Gran Bretaña y Francia, Arthur Neville Chamberlain y Édouard Daladier, mediante los cuales autorizaron a Adolf Hitler a que anexara Alemania el territorio de los Sudetes, estrecha franja de terrero fronterizo entre Checoslovaquia y Alemania desde el fin de la Primera Guerra Mundial. La firma de aquellos acuerdos fue expresión cabal de una pasividad que los gobiernos de Gran Bretaña y Francia justificaron con el cínico argumento de que así apaciguarían a Hitler y garantizaban la paz en Europa. Un costosísimo paso en falso que provocó exactamente lo contrario, pues ante lo que en realidad constituía una capitulación, finalizada la guerra civil española en favor de los generales fascistas sublevados contra la República tres años antes, la madrugada del 15 de marzo, Hitler se sintió con fuerza suficiente para ocupar el resto de Checoslovaquia y lanzarse, pocos meses después, el primero de septiembre de 1939, sobre Polonia. Ahí y entonces estalló la Segunda Guerra Mundial.

 

Esa pésima experiencia había tenido su antecedente en la neutralidad adoptada, precisamente por los gobiernos de Gran Bretaña y Francia, ante la guerra civil en España. Una postura que servía para obstaculizar decisivamente el ingreso de los recursos que necesitaba la República para enfrentar la rebelión militar comandada por Francisco Franco, que sí contaba con la asistencia en dinero, armamento y efectivos militares que les suministraban, sin límite alguno y sin mayores contratiempos, los gobiernos de Hitler y Benito Mussolini. A pesar de aquellas pavorosas experiencias, y del compromiso mundial al concluir la Segunda Guerra Mundial de que “nunca más” se permitiría la repetición de situaciones similares, en la década de los noventa, las grandes potencias mundiales volvieron a pisar esa misma piedra, mientras lo que se conocía como Yugoslavia se desangraba en múltiples guerras causadas por la feroz reacción política, étnica y religiosa de Slobodan Milosevic, presidente de lo que entonces era la República Federal de Yugoslavia, ante las sucesivas declaraciones de independencia formuladas por los gobiernos de las repúblicas autónomas de Eslovenia, Croacia, Kosovo, Montenegro y Bosnia-Herzegovina. Guerras devastadoras en las que la limpieza étnica, el genocidio y los crímenes de lesa humanidad fueron pan de cada día, mientras la comunidad internacional, liderizada por Francia y Gran Bretaña, volvía a cruzarse de brazos en nombre de una supuesta neutralidad, hasta que finalmente los excesos serbios y la parálisis del Consejo de Seguridad agotaron la paciencia del gobierno de Estados Unidos. El presidente Bill Clinton propició entonces la intervención directa de la OTAN para derrocar, encarcelar y juzgar en el Tribunal Penal Internacional de La Haya a Milosevic y a otros secuaces cuyos, a quienes se les imputó la comisión de múltiples y abominables crímenes de guerra.

 

La segunda gran lección que nos ofrece la guerra desatada por Putin en Ucrania es que la Organización de Naciones Unidas, tal como quedó perfectamente demostrado en el caso de aquellas guerras yugoslavas, sigue siendo insuficiente para garantizar la paz en el mundo y el respeto de los derechos humanos de los pueblos, principios y valores sobre los que se había fundamentado la creación de las Naciones Unidas. Entre otras razones, porque la composición y el funcionamiento del Consejo de Seguridad, brazo ejecutor de la organización, atado de pies y manos por la desigualdad entre miembros permanentes y no permanentes, y el derecho paralizante al  veto de sus 5 miembros permanentes, Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Francia y China, está estructuralmente condenado a la inacción. Eso ocurrió a lo largo de los años que duraron las guerras yugoslavas y que ahora ha vuelto a repetirse, cuando el veto de Rusia impidió la semana pasada que el Consejo aprobara una resolución condenando la agresión rusa a Ucrania.

 

La tercera lección que se desprende de la actual guerra de agresión rusa a Ucrania es que basta que algún dirigente político se sienta predestinado a rehacer el mundo a la medida de sus obsesiones más desmesuradas para hundir el planeta en las pailas del infierno, como ocurrió con Hitler a partir de 1933 y con Milosevic en la década de los noventa. Fue necesaria la devastación de Europa y de buena parte de Asia y Oceanía para frenar por la fuerza la locura nazi-fascista y fue necesaria la intervención directa de Estados Unidos y la OTAN para atajar a medias y tardíamente el ultranacionalismo genocida de Milosevic.

 

¿Será necesario que esta criminal agresión de Putin a Ucrania reduzca esa república independiente y soberana a escombros y cenizas para que la comunidad internacional asuma su responsabilidad política y moral de pasar de las denuncias y condenas simplemente retóricas para evitar un cataclismo que tal como se desarrollan los acontecimientos podría llegar a ser de proporciones inconcebibles?  Por otra parte, ¿qué quiso realmente decir Biden con su advertencia a Putin? ¿Más de la misma oratoria tremendista con la finalidad de disimular que la región ucraniana de Dunbás puede terminar siendo en estos tiempos turbulentos y nucleares lo que en 1938 fue la excusa de los Sudetes para precipitar una guerra total? ¿Es eso lo que ha insinuado Felipe González este jueves desde España al comparar a Putin con Hitler y afirmar que “hay muchos hijos de Putin por el mundo”? Gran incógnita por despejar en los próximos días.

 

 

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