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Armando Durán / Laberintos: Trump y la edad de la inmediatez

Donald Trump

 

   “Lo quiero y lo quiero ya.”

 

   Quienes hayan sido o sean padres saben a qué me refiero. Durante la infancia y primera adolescencia todos somos víctimas fáciles de la impaciencia. Y de la frustración, cuando nos tropezarnos con obstáculos que nos impidan satisfacer algún deseo con la urgencia empecinada de los niños consentidos. Ni más ni menos la exacta impresión que me produjo el pasado lunes 20 de enero Donald Trump al asumir por segunda vez la Presidencia de Estados Unidos con un discurso de media hora en el que nos indicó, recurriendo a la doctrina calvinista de la predestinación, que la providencia divina le había salvado la vida en los intentos de atentado que había sufrido, para que él pudiera emprender la tarea (sin la menor duda, épica) de liberar a Estados Unidos de “la horrible traición” cometida por gobiernos anteriores y conducir a sus habitantes a una nueva y espectacular “edad de oro.”

   Esta jactanciosa interpretación religiosa de la responsabilidad que asumía al jurar sobre la biblia cumplir y hacer cumplir la constitución de Estados Unidos no debemos entenderla como simple lugar común de la retórica política, sino como lo que es, la irreductible convicción existencial de quien se cree dueño absoluto de la verdad. Una certeza que caracterizó su manera de gobernar durante su primera temporada en la Casa Blanca, acentuada ahora hasta extremos insospechados a lo largo de su tercera campaña electoral, en su discurso del pasado lunes en el Capitolio y en la mano que desde este mismo histórico lunes comenzó a firmar las anunciadas primeras 100 órdenes ejecutivas de su nuevo período presidencial.

   Sus planes para Estados Unidos y para el resto del mundo son categóricos, súper conservadores y ultranacionalistas y, como era esperar, han impactado profundamente a todos los gobiernos del planeta. A unos les ha generado un estruendoso entusiasmo, a otros un rechazo inquietante, pero todavía discreto. Y a solo cinco días de su reinstalación en lo más alto del poder, nadie puede poner en duda que su declarado empeño por frenar lo que él calificó como «declive imperial de Estados Unidos» y su compromiso de devolverle al país su pasada grandiosidad lo ha dicho, y así ha sido percibido, muy en serio. Desde su declarada y ya iniciada decisión de detener y deportar a los migrantes ilegales que, según el censo realizado en Estados Unidos hace menos de tres años registró la presencia en el país de 11 millones de residentes indocumentados, la mayoría en los estados de California, Texas y New York, hasta su intención de anexar Groenlandia a Estados Unidos y la recuperación del control del Canal de Panamá por irrevocables obligaciones de seguridad nacional, hasta la retirada, tanto de la Organización Mundial de la Salud por su obstinada negación a la política de vacunación, como del Club de París por negar con intransigencia las observaciones del organismo sobre el cambio climático, hasta la suspensión durante 90 días de los programas de asistencia estadounidense en el exterior, con la excepción de algunos en Israel y Egipto, y la eliminación total de los programas federales dirigidos a fomentar la diversidad de razas, géneros y creencias religiosas, la equidad de todos por el hecho de ser humanos y la intrusión de todos por igual. Desde la supresión inmediata de los permisos de ingreso temporal por razones humanitarias a decenas de miles de migrantes que a diario acuden a las fronteras estadounidenses, hasta la posible detención y deportación incluso de quienes ya han recibido esos permisos, y la declaración de estado de emergencia nacional en la frontera con México, que incluye el desplazamiento de miles de efectivos militares en servicio activo para repeler lo que él calificó de “invasión” de Estados Unidos por su frontera sur. A esto debemos añadir el aviso de múltiples exigencias y condicionamientos al comercio exterior de Estados Unidos, que implica el estallido de una guerra arancelaria con México y Canadá, sus socios en el Tratado de Libre Comercio promovido con éxito por George W. Bush durante su Presidencia, y también con los países miembros de la Unión Europea, sin descartar la salida de Estados Unidos de la OTAN, porque como acaba de señalar en su mensaje a los asistentes a la reunión anual de Davos, “Europa trata a Estados  Unidos muy, muy injustamente, muy mal.”

   Según me comentaba hace dos días un buen amigo, no obstante las amenazas y las acciones de Trump en esta primera semana de su segunda Presidencia, no habría que alarmarse. Las sospechas y los miedos que despiertan muchas de estas medidas solo son parte de la manera de actuar de un hombre de negocios multimillonario, un sistemático llevar sus ofertas y demandas hasta extremos desmesurados para negociar desde posiciones de fuerza. Vaya, un regateo de altos vuelos, nada más. ¿Tendrá razón mi amigo, o será que a estas alturas, Trump ya no contempla la necesidad o la conveniencia de disimular sus intenciones y ha decidido borrar los grises de su paleta de colores? O sea, que ahora solo reconoce el blanco y el negro. Como si esta tajante alternativa que le plantea a Estados Unidos y al resto del mundo sea una alternativa categórica y autoritaria, “lo tomas o lo tomas”, según la cual su conciencia y su corazón solo admiten la lealtad incondicional o la condena sin remedio al fuego eterno del infierno trumpista.

   Habrá que esperar y ver qué pasa. Mientras tanto, me parece importante entender que con esta segunda vuelta por la cima política de su país, Trump pretende extender su poder a todo el planeta, y que para conseguirlo no vacilará a la hora de pisar a fondo el acelerador. A fin de cuentas, lo cierto es que no tiene tiempo ni nada que perder y, como todos sabemos, no hay nadie más peligroso e implacable. Lo único que puede medio frenar su voluntad son las dudas que ya han comenzado a florecer en los jardines de la Casa Blanca, sí señor presidente, pero no tan rápido ni tan lejos, y las ambigüedades y deserciones de aliados que no estén en condiciones de aceptar ciegamente a un Trump resuelto a coronar su larga vida de logros materiales y políticos con la glorificación de la inmediatez como atributo esencial del poder. Entre otras razones de mucho peso, porque actuando así le ha ido extraordinariamente bien y porque a su edad el futuro está a la vuelta de la esquina. Mucho me temo que como quiera que sea, lo que pueden traernos los próximos cuatro años no es una eventual edad de oro para Estados Unidos, sino una edad marcada por la incierta inmediatez con que Trump aspira a imponerle al planeta su visión personal del mundo.

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