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Armando Durán / Laberintos: Trump y Venezuela

    Crisis en Venezuela: cómo el hecho de que Maduro siga en el poder se volvió  una prueba de fuego para Trump y su política exterior - BBC News Mundo

   ¿Cuándo se jodió Perú?, se preguntaba Mario Vargas Llosa en Conversación en la catedral, pero no le bastaron los dos volúmenes de su novela para hallar una respuesta que en realidad no existía. En gran medida, porque para 1969, fecha de la primera edición de su novela, la esperanza de renovar en La Habana la utopía socialista destruida por Stalin en la antigua Rusia convertida en Unión Soviética ya comenzaba a hacer agua por todas sus costuras. Una decepción renovada por la impetuosa aparición de movimientos de protestas protagonizados por sectores importantes de la juventud estadounidense y europea, cuya romántica consigna de darle todo el poder a la imaginación incendió las calles de París en mayo de 1968.

   Un año antes, Herbert Marcuse, en una serie de conferencias dictadas en la Universidad Libre de Berlín, recogidas en forma de libro bajo el título de El final de la utopía, sostenía que en aquel punto crucial de la historia, “toda forma del mundo vivo, toda transformación, es una posibilidad real. Hoy en día podemos convertir el mundo en un infierno, y como ustedes saben, estamos en el buen camino para conseguirlo, pero también podemos transformarlo en todo lo contrario.” En realidad, la utopía, desde la Arcadia griega hasta la que proponía Marx, no era más que eso, un objetivo imposible de alcanzar. A pesar de ello, insistía Marcuse, había que creer “en la posibilidad de encontrar el reino de la libertad en el reino de la necesidad.” Un objetivo que para muchos parecía entonces posible. En términos prácticos, un suceso muy parecido al de ese “sueño americano” que se le prometía a latinoamericanos gracias al espectacular desarrollo económico mundial después de la Segunda Guerra Mundial.

   Este espejismo, por supuesto, también terminó por esfumarse, sobre todo en Cuba, en Nicaragua y en Venezuela. Lo que en verdad ha ocurrido en América Latina es un penoso proceso de descomposición, empobrecimiento y desigualdad creciente, razón de ese irrefrenable y continuo flujo de migrantes legales e ilegales del sur del continente a Estados Unidos, a pesar de que se norte industrial y desarrollado, quizá de manera inexorable, también comienza a experimentar una situación económica y social que ya ha comenzado a disolver la hasta hace poco pujante clase media estadounidense.

   En el marco de esta durísima realidad, llegó Donald Trump por segunda vez a la Casa Blanca. Y con él, como destaca a diario la prensa europea, una nueva manera de gobernar: la de forzar las costuras del poder presidencial de Estados Unidos hasta límites hasta ahora desconocidos, un desafío agobiante a las competencias del poder legislativo y del poder judicial, que rompe los equilibrios sobre los que se sustenta lo ejemplar de la democracia estadounidense, tal como la define la constitución aprobada en Filadelfia en septiembre de 1787. No solo porque desde el 21 de enero gobierna a punta de decretos presidenciales y el empleo indiscriminado de los aranceles aplicables al comercio internacional para extorsionar e imponerse a gobiernos amigos y a los que no lo son, como las exigencias de Trump al gobierno de Ucrania, que esta semana se han hecho insoportables, porque incluyen control mayor de sus “tierras raras” y su poder nuclear, y la conversión de la asistencia militar estadounidense a Kiev en deuda que tendrá que ser pagada en su totalidad y el pago de intereses, y como la polémica declaración formulada por el vicepresidente J. D, Vance, de visita imprevista en Groenlandia, en la que denunció al gobierno danés de “descuidar la seguridad en la isla”, acusación que contribuiría a justificar la obsesión de Trump de anexar Groenlandia a Estados Unidos por razones de seguridad nacional, y como la detención y deportación de migrantes ilegales sin respetar los derechos humanos ni el debido proceso.

   En este marco de noticias devastadores y más noticias devastadoras, incoherencias y más incoherencias, confusión y más confusión, debemos incluir nuevas sanciones que afectan directamente al régimen venezolano que preside Nicolás Maduro por no respetar los resultados de la elección presidencial del pasado 28 de julio, como se había comprometido a respetar en negociaciones con representantes del gobierno de Joe Biden, pero también castigan a ciudadanos venezolanos que sufren en Venezuela una crisis política y económica sin precedentes en el país y actualmente viven y trabajan legalmente, amparados en el programa asistencial llamado de “parole humanitaria”, iniciado por el gobierno Biden, precisamente, como parte de las negociaciones directas entre Washington y Caracas hace ahora tres años.

   El lunes de esta semana, por la tarde, la Casa Blanca confirmó el rumor sobre una eventual cancelación del programa, que ahora también beneficiaba a cubanos, nicaragüenses y haitianos, en total 532 mil inmigrantes, que habían encontrado en estos permisos una solución a los efectos de las crisis que asolan a sus países de origen. Ahora, de golpe y porrazo, desconociendo la diferencia entre migrantes legales e ilegales, de un solo y demoledor plumazo, un decreto presidencial elimina el programa y convierte a los protegidos por el programa, entre ellos más de 100 mil venezolanos, en inmigrantes ilegales. Peor aún, ese medio millón de caribeños viernes comenzaron a ser notificados este viernes por un correo electrónico que o se “autodeportan” antes del próximo 30 de abril, o a partir de esa fecha fatal serán inmigrantes ilegales y como tales serán detenidos y deportados por la fuerza.

   Sin ninguna relación de causa y efecto, el gobierno de Trump le ha revocado a la empresa petrolera Chevron la licencia concedida de acuerdo con las negociaciones de Washington y Caracas del  2022,  para extraer de Venezuela y exportar a sus refinerías en Estados Unidos alrededor de 300 mil barriles diarios de crudo venezolano. Esta autorización constituía una muy importante ayuda económica y financiera al régimen venezolano y le abría a empresas europeas la posibilidad de hacer otro tanto. A la cancelación de la licencia a Chevron le ha añadido Trump esta semana una segunda y decisiva sanción a Maduro y compañía, que coloca al país al borde de un abismo sin la menor duda insondable, pues en otro decreto presidencial advierte que Estados Unidos aplicara un arancel adicional de 25 por ciento a todos los productos importados de países que directa o indirectamente hagan negocios petroleros con Venezuela. Una medida que, entre otros, pone a China, India, Italia, España y México ante un dilema que nadie se había planteado: o dejan de hacer negocios petroleros con Venezuela o sus relaciones comerciales con Estados Unidos se verán seriamente afectadas.

   El análisis de estas decisiones sobre la política de Estados Unidos sobre el actual régimen político de Venezuela se entiende. Lo que no luce nada claro es por qué Trump y sus asesores meten en ese mismo saco a quienes se consideran víctimas del régimen madurista. ¿Se trata de una nueva incoherencia de Trump, de una profundización de las contradicciones que separan a Marco Rubio de Richard Grenell en materia venezolana o para Donald Trump los venezolanos, el régimen que preside Nicolás Maduro y, a fin de cuentas, Venezuela toda, son una misma y despreciable cosa?

 

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