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Armando Durán / Laberintos – Venezuela 2021: más caos, más crueldad

 

La Navidad suele ser tiempo de alegrías y cartas a San Nicolás y a los Reyes Magos. Y de alimentar la esperanza de que todo será mejor para todos en el año por venir. Sensaciones que en esta Venezuela de asfixiante hegemonía chavista, desde hace años comenzaron a ser muy diferentes. Como si en efecto fueran Navidades como las de antes, pero al revés, cada año más insignificantes. Sin motivo para celebrar nada, porque lo cierto es que cada vez son menos las cosas que merecen festejarse, una aviesa experiencia que ha terminado por arrebatarnos a pedazos nuestras más legítimas aspiraciones. Hasta el extremo de que hoy por hoy podríamos resumir la historia venezolana de estos últimos 20 años, al menos de su proceso político, con una frase lapidaria y deprimente: Aquí no pasa nada.

 

Sin embargo, sí pasa. No lo que la inmensa mayoría de venezolanos quisiera que pase, pero sí que a partir de ahora, paso a paso, se vaya llenando el maligno vacío presente, abierto por una crisis general insostenible a la que desde el pasado mes de marzo se le ha añadido la propagación letal del covid-19. Una penosa circunstancia que puede que haga realidad el viejo dicho cubano de que lo bueno de esto es lo malo que se está poniendo. En otras palabras: que como el chavismo se ha hecho del poder absoluto al cerrar el año gracias al grosero fraude electoral del pasado 6 de diciembre y gracias también a la extinción de lo muy poco que quedaba de oposición ficticia, el régimen se ha quedado sin siquiera sombras a las que apuntar con su artillería. No solo porque ya no contará con la amenaza continua de un abusador de oficio como Donald Trump, ni con la falsa oposición que le ha servido de comparsa al régimen desde que sus jefes de entonces aceptaron la oferta que les hizo Chávez tras su fugaz derrocamiento en abril de 2001 de “entendernos o matarnos”, sino porque ahora, sin adversarios a quienes achacarles la culpa de todos los males, algo tiene que cambiar para que el chavismo no tenga que admitir su irremediable incapacidad para gobernar.

 

¿Qué hacer, pues, para satisfacer las demandas de un pueblo que exige comida, servicio eléctrico, educación, salud, seguridad y hasta gasolina en un país con las mayores reservas de petróleo en el planeta? Objetivos inalcanzables mientras se mantenga vivo el proyecto político que le impuso Chávez a los venezolanos, cuyo resultado final ha sido la devastación de Venezuela por sus cuatro costados. Una hecatombe causada porque para reproducir en Venezuela el fallido experimento de la revolución cubana, no se le ocurrió a Chávez mejor estrategia que demoler el sector privado de la producción y el comercio. Y recurrir, por supuesto, a la envidiable riqueza petrolera del país para financiar, con unos petrodólares que presumía inagotables, el supuesto tránsito de Venezuela y sus aliados latinoamericanos hacia el mar de la felicidad cubana. Hasta reducir a cenizas la pujante industria petrolera venezolana y liquidar a Venezuela como nación libre y moderna.

 

El origen de este desastre económico y social sin precedentes es, por supuesto, político: en lugar de conquistar el cielo en esta tierra, de la mano del dúo Chávez-Maduro, Venezuela se convirtió en un terreno física y espiritualmente baldío del que todo el que puede ha salido huyendo como sea y adónde sea. Un abismo insondable, que las implacables verdades de las aritméticas hacen dolorosamente palpable. Por ejemplo, durante la primera semana del año se ha registrado una inflación de 24 por ciento, y según algunos organismos financieros internacionales, la inflación acumulada en el 2020 fue de casi cuatro mil por ciento, aunque de acuerdo con otros fue de casi siete mil por ciento. Esta inconcebible circunstancia ha determinado que el dólar, que hace apenas dos años, después de quitarle entre Hugo Chávez y Maduro 8 ceros a su precio en bolívares, costaba 60 bolívares, pero hoy, lunes 11 de enero, mientras escribo estas líneas, ese mismo dólar cuesta ya un millón 700 mil bolívares. Distorsión que se hace muchísimo más abrumadora si tenemos en cuenta que mientras todo lo que se compra y se vende en Venezuela se transa en dólares y a precios iguales o superiores a los internacionales porque casi todo lo que se consume en el país es importado, el salario mínimo, más un bono alimenticio llamado cesta ticket, suma lo que constituye el ingreso mensual de más de la mitad de los venezolanos, sigue siendo todavía de 2 millones 400 mil bolívares, equivalente al tipo de cambio de hoy, a menos de dos dólares mensuales.

 

Nadie se explica cómo es posible que en medio de esta y tantas otras calamidades, la imprevista y aplastante derrota de los candidatos chavistas en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, en las que la oposición conquistó dos terceras partes de los escaños de la Asamblea Nacional, y el inaudito desafío que representó en su momento Juan Guaidó al juramentarse el 23 de enero de 2019 como presidente interino de Venezuela con el respaldo de casi 60 gobiernos democráticos, Maduro haya logrado conservar su poder y lo haya fortalecido. A todas luces una proeza que muchos le atribuyen a su capacidad de resistencia, pero que en verdad es producto de la ausencia de una oposición que realmente lo sea. Es decir, que lo ha conseguido gracias a que desde 2001 la oposición dejó de ser parte esencial de la solución del problema político venezolano y pasó a colaborar con Chávez primero y después con Maduro en la tarea de garantizarle al régimen su permanencia indefinida en el poder. La imprevista irrupción de Guaidó en medio de esta vergonzosa realidad le devolvió a los venezolanos la ilusión de un cambio político próximo, pero esa alegría duró bien poco, porque apenas cuatro meses más tarde, el 15 de mayo, representantes suyos se sentaron con representantes de Maduro en Oslo para negociar, no la transición propuesta por Guaidó en su hoja de ruta ponerle fin a la dictadura, sino las condiciones de unas eventuales y ordinarias elecciones, como si en efecto viviéramos en una apacible y casi perfecta democracia.

Este fue el ingrediente que necesitaba el régimen para ejecutar el pasado 6 de diciembre el segundo capítulo de la farsa electoral de mayo de 2018, en las que Maduro fue “reelecto” en comicios sin candidato opositor. Un lamentable espectáculo que aunque ha completado el control absoluto del país por parte de Maduro y su gente, también nos permite vislumbrar indicios de ciertas novedades, no necesariamente buenas, pero novedades al fin y al cabo. La primera de ellas, sobre la razón para designar a Jorge Rodríguez como presidente de la nueva y casi 100 por ciento chavista Asamblea Nacional, y no, como era de esperar, a Diosdado Cabello, segundo hombre fuerte del chavismo desde su primer día hasta ahora, veterano de la intentona golpista del 4 de febrero, fundador de los Círculos Bolivarianos, germen de los violentos colectivos paramilitares del régimen, y funcionario leal a toda prueba que durante años ocupó hasta la Vicepresidencia Ejecutiva del gobierno, la Presidencia de la Asamblea Nacional y de la llamada Asamblea Nacional Constituyente, espuria versión, creada con fórceps en julio de 2017 como alternativa paralela a la legítima Asamblea Nacional.

 

Esta reconfirmación del dominio chavista abre sin embargo diversas interrogantes, entre ellas, la de si esta designación tiene el propósito de iniciar, esta vez sin presencia opositora, negociaciones con la Unión Europea primero y después hasta con el gobierno de Joe Biden, maniobra no para propiciar una desesperada transición a la democracia siempre y cuando no implique la desaparición del chavismo como fuerza política, sino precisamente para todo lo contrario. O sea, una maniobra que, en nombre de la paz y el entendimiento con el mundo exterior, le ofrezca a los venezolanos el espejismo de un cambio exclusivamente material, que incluya la adopción del dólar como moneda de uso corriente, aunque en esa futura realidad su principal objetivo sea la consolidación de la realidad actual, pero más caótica y mucho más cruel, y con el apoyo de una comunidad internacional adicta a no hacer olas que perturben la estabilidad de sus intereses estratégicos.

 

 

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