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Armando Durán / Laberintos – Venezuela 2023: ¿Salvará el petróleo a Maduro? (y 3)

   Desde marzo del año pasado, cuando Joe Biden envió a Caracas una misión de altísimo nivel político a negociar con Nicolás Maduro, el hasta entonces no reconocido presidente legítimo de Venezuela, al menos, un modus vivendi que a cambio de volver a sentarse a la mesa de diálogo con sus presuntos adversarios en Ciudad de México, conversaciones iniciadas en agosto de 2021, bruscamente interrumpidas por Maduro dos meses después, Washington informó que comenzaría a levantar las sanciones que Estados Unidos le aplica al régimen venezolano desde 2019, a cambio de que el régimen venezolano volviera a sentarse a la mesa de diálogo con la oposición en la capital de México.

   El encuentro despertó el apetito a Maduro, porque tras ese gesto se ocultaba el petróleo venezolano, el verdadero motivo del sorpresivo encuentro. Precisamente por eso, al grupo de funcionarios visitantes al palacio de Miraflores, la Casa Blanca incorporó a un representante de Chevron, empresa estadounidense asociada desde hace muchísimos años a Petróleos de Venezuela (PDVSA), la gigantesca empresa estatal que desde su nacionalización monopoliza la actividad petrolera en Venezuela. De ahí que los primeros frutos de esta negociación entre los emisarios de Biden y Maduro arrojaran dos hechos que crearon gran optimismo en el ánimo de los jerarcas venezolanos. El primero fue la firma el pasado 24 de noviembre en Ciudad de México, por parte de representantes de Maduro y de la supuesta oposición venezolana de lo que ellos llamaron “acuerdo parcial en materia social”, que en verdad constituía la realización de gestiones conjuntas que le permitieran al régimen venezolano recuperar algo más de tres mil millones de dólares y oro de sus colocaciones en bancos internacionales. A cambio de ello, dos días después, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos le concedió a Chevron autorización para extraer, durante los siguientes 6 meses, crudo venezolano de sus campos en la denominada Faja Petrolífera del Orinoco, 55 mil kilómetros cuadrados ente el río Orinoco y la costa Caribe de Venezuela, cuyo subsuelo encierra la mayor reserva petrolera del planeta, y exportarlo a sus refinerías en Estados Unidos. Resultado de este “dando y dando”, el pasado 11 de enero Chevron anunció que acababa de embarcar rumbo a su refinería en el estado de Mississippi, 500 mil barriles de crudo venezolano.

   De esta prometedora manera, el nuevo año comenzó para el régimen que preside Maduro con lo que sin duda constituía un muy estimulante regalo navideño. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro. Mucho menos si ese impactante fulgor apenas resulta ser el simple parpadeo de una débil luz al final del túnel. A fin de cuentas, como nos advierte un dicho popular estadounidense, en este mundo no existen los almuerzos gratis. Que es, más o menos, a lo que el régimen aspira desde que Hugo Chávez llegó por primera vez a la Presidencia de Venezuela, en febrero de 1999.

   El primer obstáculo para que se cumplan las expectativas del régimen venezolano es que este primer embarque de crudo al mercado estadounidense desde hace casi tres años, no representa lo que es, un primer y difuso paso. En primer lugar, porque los crudos de la Faja que explotan Chevron y otras empresas transnacionales asociadas a PDVSA para extraerlos, son crudos extrapesados, prácticamente alquitrán, cuya extracción requiere de un tratamiento tecnológico muy costoso para poder fluir a la superficie y ser transportado al Complejo Petroquímico Jose, con la finalidad de “mejorarlos”, es decir, de convertirlos en petróleo líquido, transportable y de alto valor comercial. En este caso, en la planta “mejoradora” Petropiar, propiedad de la alianza Chevron-PDVSA,  con capacidad para procesar 50 barrilles diarios de ese crudo extrapesado. Los planes futuros de Chevron en Venezuela incluyen la ampliación de Petropiar hasta alcanzar capacidad para procesar 200 mil barriles diarios dentro de un año, pero Michael Wirth, su presidente ejecutivo, consciente de que la autorización del gobierno de Estados Unidos no es permanente, ha advertido que la empresa no piensa hacer en los próximos meses inversiones de capital en Venezuela.

   En segundo lugar debe mencionarse el hecho de que el propio Maduro ha sido suficientemente claro al señalarle a Estados Unidos y a la delegación “opositora” que participa en las negociaciones que se celebran y se interrumpen sin explicaciones válidas en la capital mexicana, que mientras no se levanten las sanciones (para él todas las sanciones) nada concreto se modificará en las condiciones políticas que rigen la vida venezolana desde hace 20 años. Condicionamiento que Washington jamás aceptaría.

   Un tercer aspecto negativo a tener en cuenta es de carácter estructural. Concretamente, el hecho de que la destrucción de la industria petrolera venezolana no es consecuencia de las “sanciones criminales del imperio contra el pueblo venezolano”, como reza la versión oficial del régimen venezolano, sino de la decisión que tomó Chávez en abril de 2002 de arrebatarle a la industria petrolera venezolana, nacionalizada en 1976 durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez,  el excelente manejo gerencial y técnico que la caracterizaba como empresa ejemplar a nivel internacional, para convertirla en arma política arrojadiza con la que impulsar y financiar su proyecto de expandir por todo el continente, por la vía del clientelismo o del chantaje, el desafío que la revolución socialista y antinorteamericana de Fidel Castro le presentaba a Washington desde 1959. Rehacer lo desecho a lo largo de las dos últimas dos décadas no se resuelve con una producción que de tres millones y medio de barriles diarios ha descendido a un escaso millón de barriles diarios, y con una capacidad de refinación, incluyendo en el lote al Complejo de Paraguaná, que en su momento fue la segunda empresa refinadora del mundo, un universo que en estos 20 años  ha pasado a ser un cementerio de hierros oxidados y cenizas. Circunstancia que obliga al gobierno venezolana a importar gasolina iraní, de pésima calidad, transportada por intermediarios poco confiables y a precios desorbitantes para la miserable economía venezolana actual.

   Por último, precisamente por esa realidad económica, disimulada tras los irreales velos de restaurantes y tiendas de lujo en un país cuya población está condenada a morir de mengua o escapar a pie por sus fronteras con Colombia y Brasil (hasta ahora casi una quinta parte de la población venezolana), sobre todo este primer mes del año, ha dejado al descubierto lo que en verdad se oculta detrás de esos decorados de cartón. Hace un mes, el 2 de enero, el precio del dólar, que desde hacía dos meses no paraba de subir, era de 18 bolívares con 50 céntimos; hoy, viernes 3 de febrero, ese dólar cuesta 23  bolívares con 50 céntimos, un incremento de 5 bolívares mensuales por dólar, que día a día se refleja en un alza inflacionaria de los precios que amenaza hacerse hiperinflacionaria y que se alimenta a sí misma: mientras más cueste un dólar, más ciudadanos buscarán en ese dólar el único refugio para sus ingresos en bolívares, una demanda creciente y fuera de control con efectos devastadores para la inmensa mayoría de una población con ingresos en bolívares y un sueldo básico, el que ganan más de dos millones de venezolanos, emparejado con la pensión del Seguro Social que reciben más de 4 millones de jubilados, de 130 bolívares mensuales. Es decir, apenas 5 dólares y 50 centavos de dólar. Un auténtico pozo de desesperación sin fondo, que ni Chevron, ni Irán, ni China pueden ayudar a superar.

   Si a esta realidad material le añadimos la firmeza con que el régimen venezolano se aferra a su obsesión por el ejercicio de un poder absoluto hasta el fin de los tiempos, como ocurre en Cuba desde 1959, ni Chevron, ni las negociaciones en México o en España, ni el cataclismo de la guerra en Ucrania, podrán salvar a Maduro, mucho menos a los venezolanos, de lo que en este año 2023 nos condena, inexorablemente, a la muerte en vida y a la nada.

 

 

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