Una semana después de haberse iniciado en México una nueva y desvencijada ronda de negociaciones entre el régimen venezolano y los representantes de los cuatro partidos integrados en una alianza llamada a toda prisa y corriendo Plataforma Unitaria de Venezuela, antes Mesa de la Unidad Democrática rebautizada como Frente Amplio tras sus sucesivos fracasos, la reacción de los ciudadanos, tras tantos años de trampas, engaños y decepciones, no pasa de ser una prueba más de la irrelevancia política que se han ganado a pulso los protagonistas del drama económico y social que afecta a la inmensa mayoría de los venezolanos. En realidad, el evento mexicano, y el mamotreto que sus redactores tuvieron la desfachatez de llamar “memorándum de entendimiento”, solo han sido cabal expresión del mismo acomodo pragmático de las cúpulas partidistas que desde hace 20 años han venido hundiendo a Venezuela en el abismo de una crisis sin precedentes en la historia nacional.
No obstante, para Nicolás Maduro, este primer encuentro de las partes fue un éxito rotundo. Tan contundente, que el lunes 16 de agosto, henchido el pecho de satisfacción por la tarea cumplida, declaró que el memorándum firmado por ambas partes recoge los aspectos centrales del entendimiento y anuncia que estas negociaciones arrancaron “con buen pie”, pues “lo pone todo en su lugar.” Es decir, a la medida exacta de sus expectativas, porque gracias a la amabilidad de sus interlocutores, en las próximas reuniones de esta mesa de diálogo se van a “discutir principalmente 3 puntos: reconocimiento de las autoridades legítimas de Venezuela, el cese de la violencia y el levantamiento de todas las sanciones criminales sobre nuestro país”, exactamente, las tres exigencias que el régimen puso como condición no transable para subir al escenario donde se instaló esta presunta mesa de diálogo promovida desde el verano de 2019 por el gobierno noruego. A fin de cuentas, porque para Maduro y compañía esos son los únicos temas a debatir con la “oposición de la derecha extremista.”
Por su parte, Juan Guaidó, líder del gobierno interino que desde el 23 de enero de 2019 le disputa a Maduro su legitimidad como presidente de Venezuela, sostuvo el miércoles en entrevista transmitida por CNN en español, que en las negociaciones por reanudarse el próximo 3 de septiembre su objetivo, y el de la oposición aglutinada (es un decir) en torno suyo, “debe ser la celebración de elecciones libres y justas, comenzando por un cronograma electoral.” No mencionó, sin embargo, que muy pocos días antes declaró estar dispuesto a esperar hasta el año 2024 para la celebración de una elección presidencial, siempre y cuando se garantizaran condiciones electorales aceptables. Palabras que para cualquiera que tenga oídos para oír, de manera clara y terminante, sepultan oficialmente su rupturista hoja de ruta que de la noche a la mañana lo convirtió en líder indiscutido de la oposición por plantear el cese inmediato de la usurpación y el fin dictadura como pasos previos a un proceso de transición que hiciera factible la restauración de las instituciones democráticas del país, condición a su vez indispensable, decía él entonces, para celebrar esas elecciones “libres y justas”, que son su objetivo de hoy en día, no como resultado natural de un proceso de cambio político profundo en el país, sino como simple e impracticable pirueta de la politiquería de estos largos y penosos años de vergüenza y humillación.
Ese mismo miércoles, en su columna semanal para El Nacional, Carlos Blanco metió el dedo en la llaga al destacar la contradicción existente entre ese llamado memorándum de entendimiento, tan chavista de fondo y forma que Maduro ordenó someterlo a la consideración de su espuria Asamblea Nacional y luego publicarlo en la Gaceta Oficial del Estado, y la posición adoptada de pronto por Guaidó de reconocer con absoluta tranquilidad al gobierno usurpador de Maduro como “gobierno de la República de Venezuela.” Un reconocimiento público y notorio, que como escribe Blanco acertadamente, además de ser desconcertante, le propina un golpe de muerte a la ya muy debilitada Presidencia interina de Guaidó, cuya legitimidad se derivaba del reconocimiento de su legitimidad y de la ilegitimidad de Maduro por los gobiernos de las principales democracias del planeta.
Pues bien, esta esencial contradicción política y existencial elimina de golpe y porrazo la tajante confrontación que hace dos años y medio desató Guaidó al asumir la Presidencia interina de Venezuela, basándose en el vacío de poder generado por no contar el país con un presidente legal y legítimamente elegido. Una justificación que con este memorándum desaparece de golpe y porrazo, porque ser y no ser son términos irremediablemente excluyentes. Vaya, que si en efecto se es o no se es, la legitimidad de Guaidó, que era consecuencia lógica y constitucional de la ilegitimidad de Maduro, queda sin efecto político y jurídico tras la firma de este documento por sus representantes en esta ronda de negociaciones. Sin derecho al pataleo.
A partir de esta situación, a Guaidó y a los demás dirigentes de la presunta oposición venezolana no les queda más remedio que recoger los vidrios rotos. En primer lugar, determinar si Guaidó puede seguir reclamando ser legítimo presidente de Venezuela. Desde este punto crucial de la travesía que la política venezolana emprendió el viernes pasado en México, ¿qué harán los partidos políticos y los dirigentes venezolanos que todavía reconocen a Guaidó como lo que evidentemente ya no es? Y, sobre todo, ¿qué harán los gobiernos democráticos, especialmente el de Estados Unidos? ¿Seguirán reconociendo a Guaidó y desconociendo a Maduro? Y en cuanto al propio Guaidó, ¿qué hará, dejar de desconocer al gobierno actual y a Maduro, lo cual equivaldría a renunciar a su Presidencia interina de Venezuela, o seguir como si nada hubiera ocurrido en México?
Se trata, sin duda, de interrogantes que le imprimen al confuso proceso político del país un ingrediente que lo hace aun más intrincado. Y a esa oposición dialogante, hasta ahora sin complejos de culpa ni arrepentimientos, las hace hazmerreír universal. Patético desenlace de lo que en enero de 2019 parecía ser el principio de un final inevitable.