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Armando Durán / Laberintos: Venezuela después del 16-N

 

Escribo estas líneas nueve días después de la concentración del sábado 16 convocada por Juan Guaidó para protestar en todo el país y relanzar su erosionado liderazgo. Tiempo suficiente para comprobar que la pregunta que en los días previos al acto me hacía yo y se hacían muchos venezolanos conserva toda su vigencia. ¿Para qué protestar de nuevo? ¿Para finalmente acelerar el cese de la usurpación y el fin de la dictadura, o para profundizar la componenda política electoral de un importante sector de la oposición con el régimen?

Lo triste de esta historia que aún no tiene final previsto es que uno continúa sin poder resolver el acertijo. Entre otros motivos, porque Guaidó, en su breve arenga a los ciudadanos que se reunieron ese mediodía en la pequeña plaza José Martí de Caracas, se limitó a señalar que había que retomar las calles para “romper la falsa normalización que se vive en Venezuela.” Es decir, protestar por protestar y nada más, una tautología que desde el 15 de mayo en Oslo, gracias al inexplicable diálogo abierto entre representantes de Guaidó y representantes del “usurpador”, cumple perfectamente bien la misión de desactivar la hoja de ruta del cese de la usurpación con que el 6 de enero Guaidó le devolvió el alma al cuerpo de millones de venezolanos al borde de la desesperación.

Todos sabemos lo que pasó después. Que bajo la sospechosa mediación noruega, unos y otros, suave pero al parecer inexorablemente, de espaldas a Venezuela y a los ciudadanos que decían representar, acordaron echarle tierra a la opción del tránsito de Venezuela de vuelta a la democracia y la sustituyeron por la restituida complicidad colaboracionista con el régimen a cambio de algunas prebendas y unos cuantos beneficios materiales compartidos. Desde esta perspectiva resulta inevitable pensar que la causa de este radical cambio de rumbo en el pensamiento y la acción de Guaidó es consecuencia directa del hecho insoslayable que la Asamblea Nacional, controlada por los dirigentes de los partidos políticos de “oposición” que desde el año 2002 han colaborado con el régimen antidemocrático de la llamada “revolución bolivariana” esgrimiendo los cínicos argumentos del entendimiento y la negociación, no podía permanecer indiferente ante una variable tan extravagante como la pretensión de algunos, con Guaidó a la cabeza, de reordenar la realidad política del país al margen de los intereses habituales de los partidos políticos y sus dirigentes.

Hablando se entiende la gente, sostenían desde siempre estos falsos profetas de la oposición, porque eso es lo único que realmente saben hacer. Un saber que en términos muy concretos se traduce en la imposición a Guaidó y a quienes pretendan seguir otro camino, una camisa de fuerza de la que hasta ahora nadie ha podido zafarse sin desaparecer en el intento. En nuestro caso, además, debemos tener en cuenta que fueron precisamente esos supuestos dirigentes los responsables de la exaltación de Guaidó a la Presidencia de la Asamblea Nacional. Los mismos, por cierto, que perversamente remataron el nombramiento de Guaidó con el de dos vicepresidentes, Edgar Zambrano (Acción Democrática) y Stalin González (Un Nuevo Tiempo) diputados de más que probada y ciega lealtad a quienes desde la alianza electoral de la llamada Mesa de la Unidad Democrática, siempre han actuado como caballo de Troya, primero de Hugo Chávez y de Maduro después, con la finalidad de neutralizar desde dentro cualquier peligrosa veleidad “rupturista” que pusiera en peligro la roja-rojita componenda del régimen y esa oposición, y la estabilidad del chavismo.

En todo caso, desde Oslo, pasando luego por Barbados, el grupo negociador de Guaidó, comandado precisa y no casualmente por Stalin González, no solo dejaron de lado la hoja de ruta del cese de la usurpación y el fin de la dictadura, sino que en su lugar acordaron con los negociadores de Maduro -el propio González se encargó hace muy pocos días de divulgarlo- volver a las andanzas de antaño. Valga decir, reincorporar cuanto antes a la Asamblea Nacional a los más de 50 diputados del oficialismo que la habían abandonado en julio de 2017 para acompañar a Maduro en su operación de acoso y derribo de la Asamblea y nombrar ahora, de común y amable acuerdo, un nuevo Consejo Nacional Electoral cuya tarea será la celebración de elecciones, no generales, sino parlamentarias, con Maduro cómodamente instalado en la Presidencia usurpada. Un artero dispositivo hegemónico con el único objetivo, aprovechando que el liderazgo de Guaidó da muestras evidentes de desfallecimiento, de atornillar a Maduro en la usurpada Presidencia de la República. Una “normalización” que nada tiene de normal y a la que sólo le falta dinamitar la fuerza política que le queda a Guaidó y eliminar las disidencias residuales a sus planes en el seno de la Asamblea Nacional. Bien con un Guaidó domesticado mediante la gracia de dejarlo como presidente de la Asamblea, bien designando en enero un sustituto suyo, último paso necesario para eliminar las contradicciones que desde el único poder público todavía fuera del control absoluto del “usurpador” amenaza la armonía de la vida política nacional.

A todas luces, la convocatoria de Guaidó para el acto del 16 de noviembre perseguía el propósito de detener esta conspiración en contra suya y recuperar al menos algo de su averiado liderazgo, enarbolando la bandera de retomar la calle, escenario tradicional de auténtica oposición al régimen desde la impresionante manifestación del 11 de abril de 2001. En otras palabras, Guaidó, asediado tanto por quienes internamente ya no soportan su jefatura, mucho menos su hoja de ruta, y del otro por una masa crítica de opositores decepcionados por su maniobra de aceptar el “diálogo” y para borrar del horizonte la tesis del cese de la usurpación, no tenía más remedio que brincar o encaramarse. Morir lánguidamente en la orilla de una negociación suicida con el régimen para no tocar a Maduro ni con el pétalo de una rosa, o tratar de recuperar algo de la credibilidad perdida retomando el tema de la calle, con el innecesario añadido ahora del modificador “sin retorno”. O sea, volver a plantear la táctica de la desobediencia civil, pero no tanto como en el primer trimestre del año. Y hacer que se perciba como lo que no es, que en la Venezuela actual ocurre lo que ha ocurrido y ocurre en otras naciones de América Latina, pero en una versión muy edulcorada, ajena por completo a la ruptura radical con el presente chavista que se planteaba entonces.

El problema que le cierra esta salida táctica a Guaidó es que ahora los tiempos son otros. Después de tantos engaños y tantas traiciones, los venezolanos sencillamente ya no creen en pajaritos preñados. Tampoco hay condiciones objetivas ni subjetivas que le permitan a Guaidó y compañía dar marcha atrás. Eso estaba tan claro en los días anteriores al acto del 16 de noviembre, que pocos creían que a partir de esa fecha volvería a soplar a sus espaldas un viento fuerte y favorable. Por ese temor, el escenario seleccionado para la concentración del 16 de noviembre en Caracas, sin duda la más esquiva que enfrenta Guaidó desde hace meses, fue la plaza José Martí, un espacio de superficie muy reducida en comparación con las convocatorias de antaño. No obstante estos temores, al acto asistió mucha más gente de lo que muchos, entre ellos yo, imaginaban. Por supuesto, ni por aproximación podía compararse a las amplias plazas y avenidas de sus grandes apariciones pasadas, pero tampoco estuvo del todo mal.

En todo caso, Guaidó no demostró estar a gusto. Querer y a la vez no querer es un enigma indescifrable. Un obstáculo imposible superar, sobre todo si ello incluía el riguroso cerco que las circunstancias de estos últimos días del año amenazan seriamente a Guaidó. No obstante, tampoco podía ignorar el presidente interino de Venezuela que la verdad de las cosas había desecho muchas costuras de su liderazgo, de ahí que la arenga que lanzó ese mediodía, bajo un sol que resplandecía con fuerza en las fachadas vecinas, fuera breve, excesivamente breve. Y que ella apenas mencionara, muy tangencialmente el cese de la usurpación y se limitara a advertir que a partir de esa jornada se convocarían protestas sucesivas, manifestaciones sin tregua que día a día le devolvieran a la vida nacional ese punto de inestabilidad necesario para de nuevo quitarle el sueño a Maduro, pero también advirtiendo que no existen fórmulas mágicas para recatar a Venezuela del abismo. Citó el ejemplo victorioso de Bolivia, invitó a la concurrencia a acompañarlo a la sede de la que fuera embajada de Evo Morales en Caracas, para brindarle desde allí apoyo irrestricto al pueblo boliviano y le pidió a los venezolanos de todo el país participar en la protesta de los maestros programada para el lunes 18 y en la marcha de los estudiantes el jueves 21. Guaidó incluso se comprometió a marchar con los universitarios en su caminata desde la Universidad Central de Venezuela hasta el Ministerio de Defensa, en Fuerte Tiuna, pero quizá porque estas convocatorias no fueron lo que sus promotores esperaban, Guaidó se abstuvo de acompañarlos. De todos modos, el sábado 23 de noviembre, rodeado de sindicalistas en la ciudad industrial de Valencia, Guaidó convocó al país a “protestar” el lunes 25, a las 12 en punto del mediodía, en todas las ciudades, pueblos y barrios.

En ningún momento, sin embargo, indicó Guaido cuál era el objetivo de las protestas. Una discreción que sólo se explica por temor “político” a agitar demasiado las aguas sociales, no vaya a ser que se salgan de los cauces de un imposible proceso para cambiar de presidente, gobierno y régimen, imposible en santa paz, como corresponde a toda protesta democrática, y de propiciar el nombramiento contra viento y marea de un nuevo Consejo Nacional Electoral y la convocatoria a elecciones, las que sean, siempre y cuando no incluyan la elección presidencial.

¿Hasta cuándo podrá Guaidó nadar entre estas dos aguas? Sinceramente creo que no por mucho tiempo más. En enero, sus colegas diputados, a los que ahora se han sumado ilegalmente los diputados oficialistas que abandonaron sus escaños parlamentarios en el verano de 2017 decidirán si Guaidó permanece al mando de la nave legislativa o se designa a otro timonel más dócil a la política oficial de la oposición colaboracionista. Pero por otra parte, en el marco de esta complicada realidad, Guaidó debe tener muy presente que no basta reivindicar el derecho ciudadano a protestar. Que tras casi 20 años de protestar y morir en las calles de Venezuela a manos de las fuerzas represivas del régimen, esta propuesta de “calle sin retorno” no le imprime novedad real alguna a la lucha política en Venezuela si no va más allá de la protesta en sí. Que en su intento por remediar lo que tal vez sea irremediable, convocando protestas sin finalidad clara y conocida de antemano, resultaría peor que la enfermedad. Si no comprende que el tiempo se le agota y que si no se quita ya, lo que se dice ya, esa camisa de fuerza que le ha hecho darle un giro de 180 grados a su llamado a la desobediencia civil y el cese de la usurpación, muy pocos opositores tomarán en serio esta nueva versión suya y no volverán a seguir sus pasos por la devastada geografía venezolana.

 

 

 

 

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