Armando Durán / Laberintos: Venezuela, o el desconcierto y la parálisis
Jorge Rodríguez y Julio Borges
En su edición de este jueves, el diario español El Mundo informa que “las negociaciones entre Maduro y la oposición se saldan sin acuerdo y se prolongan hasta el próximo lunes.” Una prórroga de última hora que la cronista de la noticia, Erika Santelices, califica de “proceso agónico.” Nada que ver con el jubiloso anuncio formulado por el superministro Jorge Rodríguez, jefe del grupo negociador del régimen en estas jornadas infinitas de diálogo en Santo Domingo, para quien estas reuniones, que todos sus protagonistas definían una vez más como “definitiva”, habían terminado con la firma de un preacuerdo. Julio Borges, la otra cara de esta falsa moneda, lo atajó de la manera más categórica: no hubo acuerdo, ni siquiera preacuerdo, y la declaración de Rodríguez apenas era una maniobra para confundir aún más a la opinión pública venezolana. Por su parte, el presidente dominicano, Danilo Medina, si bien declaró que en efecto no hubo acuerdo, informó que los negociadores habían avanzado mucho en sus conversaciones de los últimos tres días y confiaba que volverían a Santo Domingo el lunes 5 de febrero para finalmente firmar el dichoso acuerdo. Como anunció ese mismo miércoles por la tarde Angel Oropeza, uno de los coordinadores políticos de la alianza Mesa de la Unidad Democrática, “los puntos en los que ha habido avance, y en los que no, se llevan a consulta a Caracas.”
Vaya, que una vez más, en Venezuela se impone el desconcierto y la parálisis, agobiantes sensaciones que oscurecen el ánimo de los venezolanos desde que los dirigentes de la oposición desperdiciaron, por razones que solo ellos conocen, la histórica victoria conquistada en las urnas de las elecciones parlamentarias celebradas en diciembre de 2015. Una sustancial alteración del orden natural de los hechos políticos que se iniciaban entonces con ese triunfo, pero cuyo incompresible efecto ha sido el caos reinante en la Venezuela de estos días sin fin.
A lo largo de buena parte de los dos últimos años, los ciudadanos, que no entendían por qué nada de lo que debía haber sido fue, pero aferrados por pura desesperación a la esperanza de que a pesar de todo la crisis que devasta a Venezuela tendría al fin un desenlace pacífico y feliz, hoy por hoy, después de tantas claudicaciones, sienten que esa esperanza desaparece en la niebla de una dimensión, sin la menor duda, desconocida. En gran medida, porque sin que alguien ofrezca una explicación razonable de lo que ocurre y no ocurre, a la turbulenta combinación de incapacidad, intolerancia y corrupción que ha convertido a la mal llamada revolución bolivariana en un simple disparate político y económico, se ha venido añadiendo la no respuesta de los partidos políticos de oposición, que también han exhibido una dosis muy parecida de incapacidad, intolerancia y corrupción. Al menos, de perversa corrupción intelectual.
¿Qué puede haber ocurrido, se preguntan muchos venezolanos, para que los dirigentes de la oposición, a pesar de haber acumulado a lo largo de muchos años de vida pública ese burdel que ellos mismos se jactan de tener, no han sido capaces de salir airosos de una prueba que ya tiene casi dos décadas de existencia? ¿Y por qué ahora, cuando las insuficiencias del proceso chavista han terminado por mostrarle abiertamente al mundo la verdadera naturaleza del proyecto, ni siquiera parecen dispuestos a reconocer el hecho indiscutible de no haber estado jamás la altura de las circunstancias? De ahí la durísima sentencia dictada hace pocos días por la Conferencia Episcopal Venezolana al señalar, en un explosivo comunicado condenando con firmeza absoluta tanto la parodia de diálogo que desde hace 5 meses sostienen representantes del régimen y la presunta oposición en la República Dominicana, como el nuevo esperpento electoral que pretende perpetrar el régimen antes del próximo 30 de abril: “La dirigencia de los partidos políticos”, concluyen los obispos con categórica crudeza, “ha sido deficiente e incoherente.”
Esta misma y penosa inquietud la manifestaba hace pocos días en las redes sociales Henkel García, director de Econométrica, empresa venezolana que presta servicios de asesoría económica y financiera, al señalar que el desconcierto de millones de ciudadanos los ha llevado a depositar sus esperanzas en dos venezolanos, muy meritorios ambos pero ajenos por completo a la actividad política, el asesinado ex inspector de la CICPC, Oscar Pérez, y el empresario Lorenzo Mendoza. Un hecho que se explica, dice, porque arrinconados en el fondo de un auténtico callejón sin salida, nadie encuentra en el universo estrictamente político del país la presencia de algún dirigente cuya experiencia y voluntad le permitan calzar las exigentes botas que se necesitan calzar para darle un vuelco decisivo y profundo a la abrumadora circunstancia política actual. Una frustración, por cierto, que no es fruto de ninguna siniestra conspiración de esa entelequia que los defensores del acomodo y el entendimiento de cierta oposición con el régimen califican de “antipolítica”, con el propósito de falsear la realidad para encubrir la conducta culpable de sus dirigentes. Desde esta perspectiva, con unos gobernantes que no dan pie con bola porque no quieren y tampoco pueden, y unos supuestos partidos de oposición que tampoco aciertan ni dan la impresión de querer acertar a la hora de enfrentarlos, los ciudadanos de a pie se sienten en la muy urgente necesidad de emigrar a otros espacios geográficos en busca de un destino sin duda muy difícil pero mejor, o buscan la solución de sus problemas personales y colectivos en fórmulas tan heterodoxas como las que encarnan Pérez y Mendoza.
Se trata, sin duda, de la última etapa de un proceso político que puso en marcha Hugo Chávez, entonces un desconocido teniente coronel de paracaidistas, cuando trató de asaltar el poder a cañonazos el 4 de febrero de 1992. Aquella intentona golpista fracasó gracias a la reciedumbre con que el presidente Carlos Andrés Pérez afrontó el desafío, pero desde ese día la figura de Chávez comenzó a adquirir una imprevista dimensión política, sobre todo porque algún tiempo más tarde Acción Democrática, el partido en el que siempre había militado Pérez, se asoció con el partido social cristiano COPEI y el socialista Movimiento al Socialismo para defenestrarlo, apenas 6 meses antes del fin constitucional de su mandato presidencial.
En el fondo, fue esa torpe maniobra política el ingrediente que necesitaba Chávez, a la espera en la prisión de Yare de su juicio por haberse alzado contra la Constitución en el mejor estilo de los tristemente célebres carapintadas argentinos, para validar aquella acción golpista. Nada más lógico, pues, que poco después de haber asumido Rafael Caldera la presidencia de la República, procediera a interrumpir el procedimiento judicial contra Chávez, a quien de inmediato dejó en plena libertad. El resto es historia conocida. A Chávez le hicieron ver sus asesores que siempre que se hiciera con suficiente habilidad era posible alcanzar por la vía electoral los objetivos que había tratado de conquistar infructuosamente por la fuerza de las armas. Después del sobresalto histórico de su derrocamiento y prisión de 47 horas, también le hicieron comprender que el complemento ideal de las manipulaciones electorales para no ser derrotado jamás era el recurso de un diálogo ininterrumpido y trucado con sus adversarios, quienes conscientes de su insuperable debilidad política estaban resueltos a ceder en casi todo con tal de no perderlo todo. Desde entonces, esa ha sido la historia de las relaciones entre un régimen que al cabo de 19 años ha arrasado con la Venezuela de antaño para construir sobre sus ruinas una sociedad totalitaria a la inadmisible manera cubana, no por la aplicación implacable de la fuerza, sino por la senda mucho más sinuosa y perversa del entendimiento subterráneo con una dirigencia política de oposición dispuesta a colaborar y cohabitar con el régimen.
El resultado de este acomodo ha sido, por una parte, la destrucción sistemática de Venezuela como nación. Por el otro, apadrinar desde la tribuna de una oposición meramente formal, gracias a larga y penosa cadena de traiciones, deficiencias e incoherencias, la deriva totalitaria del régimen y el fin, una a una, de casi todas las ilusiones ciudadanas. Para eso, y para nada más, sirve aplicarse en esta tarea de garantizarle a Nicolás Maduro y compañía la gloria de conservar el poder hasta el fin de los siglos sin romper del todo las formalidades más insubstanciales de las normas democráticas. Gracias a esta colaboración de la oposición claudicante, la inmensa mayoría de los venezolanos, extraviados en una geografía espiritual marcada por las incongruencias, las confusiones y la dialéctica de lo incomprensible, desconcertados y paralizados, se mueren de mengua y desesperación. Sin remedio aparente, por ahora.