Armando Durán / Laberintos: ¿Venezuela en transición?
En el curso de los últimos días, diversos hechos han tensado las cuerdas del proceso político venezolano hasta extremos que parecen insuperables. A las medidas adoptadas por Estados Unidos y Canadá, a los pronunciamientos de la OEA y del llamado Grupo de Lima, se suman ahora sanciones aprobadas por unanimidad en el Parlamento de la Unión Europea y reunión informal del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para analizar el impacto social y humanitario de la crisis que padece Venezuela. Como dramático telón de fondo, la difteria, el paludismo, la desnutrición y el hambre se extienden sin cesar por todo el país, demostración de que la crisis ya se ha hecho terminal. Una magnitud de la catástrofe que se hace palpable al conocerse que un solo hospital de Venezuela, el de San Cristóbal, capital del estado Táchira, en lo que va de este mes de noviembre se han registrado las muertes de 7 niños menores de 5 años por efectos de la desnutrición. Una crisis a la que debe añadirse la escalofriante escasez de alimentos y medicamentos, la amenaza de que PDVSA, en otros tiempos ejemplar empresa petrolera, se vea dentro de muy poco obligada a suspender el pago de sus compromisos internacionales y de una tasa inflacionaria que este año puede superar la barrera de mil por ciento, un hecho que por supuesto ha pulverizado el poder adquisitivo de los venezolanos.
A estas plagas que hunden a los venezolanos en el más profundo abismo de su historia, prueba de la insuficiencia de un régimen que a duras penas conserva 20 por ciento de popularidad en las encuestas, se suman esta semana otros dos sucesos políticos que a todas luces pueden terminar agravando aún más la debilidad política del régimen.
El primero ha sido la evasión de Antonio Ledezma, alcalde metropolitano de Caracas, secuestrado el 19 de febrero de 2015 y encerrado durante varios meses en la prisión militar de Ramo Verde y después en su domicilio. Nadie sabe a ciencia cierta cómo logró Ledezma burlar la vigilancia de los numerosos agentes de la policía política que custodiaban su residencia, ni cómo logró pasar sin tropiezos las 29 alcabalas que jalonan de obstáculos los mil kilómetros de carretera que separan a Caracas de la frontera con Colombia. Una evasión que a la fuerza debió contar, tal como lo informó el propio Ledezma en sus declaraciones a la prensa, con a la colaboración de muchas manos amigas, entre ellas las de numerosos miembros de la Fuerza Armada Nacional.
El otro suceso que ha puesto al descubierto la fragilidad política del régimen tuvo como protagonistas inesperados a José Ángel Pereira, presidente de Citgo, la importante empresa filial de PDVSA en Estados Unidos, y 5 de sus vicepresidentes, todos recluidos por sorpresa en la Prisión General de Venezuela, acusados por la Fiscalía General de cometer los delitos de “peculado doloso propio, concierto de funcionario público con contratista, legitimación de capitales y asociación para delinquir.” En un país donde desde hace 18 años la no independencia de los poderes públicos le permite los funcionarios públicos actuar y robar con total impunidad siempre y cuando no den algún paso político en falso, la única razón plausible para explicar el por qué de esta nota disonante hay que buscarlo en los intereses contrapuestos de las facciones que conviven en el chavismo y que ahora, al calor de la crisis, se disputan el control político del régimen. Una lucha entre iguales que a pocos meses de la próxima elección presidencial agita peligrosamente los ánimos en la cúpula del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), guerra a muerte entre quienes a pesar de todo respaldan a Nicolás Maduro contra viento y marea, y quienes en cambio plantean con urgencia la necesidad de sacrificarlo para intentar salvar lo poco que aún queda del agonizante régimen del 4 de febrero.
La suma de estos factores hace que la realidad política del país sea un gran, inescrutable misterio. Nadie lo entiende. Por ejemplo, ¿cómo es posible que la acelerada profundización de una crisis que ya es terminal no haya dado lugar a un cambio substancial de esa realidad? ¿Cómo entender que los 30 millones de habitantes que tiene Venezuela se hayan dejado encerrar en el callejón sin aparente salida de la peor crisis económica, social y humanitaria de América Latina y nada, absolutamente nada, parece haber hecho mella en el régimen que precisamente ha ocasionado esta calamidad sin precedentes? ¿Y, cómo, después de casi 20 años de gobernar como les da la gana con los resultados que están a la vista, los jerarcas de esta mal llamada revolución bolivariana sigan gobernando con la misma combinación de absoluta impunidad y absoluta incapacidad?
Nadie en su sano juicio ofrece una razón convincente para descifrar el jeroglífico. Poco importa que Venezuela haya sido ejemplo de democracia y desarrollo para buena parte del continente; lo que cuenta es que hoy sólo es muestra bochornosa de la miseria física y moral que padece la inmensa mayoría de la población. Lo cierto es que tras haber ingresado a sus arcas centenares de miles de millones de dólares durante los últimos 18 años, un régimen que desde sus orígenes ha justificado su existencia en la solidaridad social, lo único que hace por ese pueblo que sufre sin esperanza los estragos del abandono y la marginalidad más extrema sea concederle los beneficios de pocos programas de beneficencia pública, siempre escasos y de pésima calidad, mientras la gente se pregunta dónde han ido a parar esos inconmensurables miles de millones de petrodólares que al menos en teoría les pertenecen a todos los venezolanos.
El argumento más simple para justificar que nada haya cambiado, el inmovilismo que proclama a los cuatro vientos el ostensible fracaso de la oposición a lo largo de estos años, ha sido el de la falta de unidad en el frente opositor. Sin embargo, en 2015, los partidos y movimientos políticos que se integraban en la Mesa de Unidad Democrática asumieron la unidad como objetivo imprescindible para enfrentar al régimen. La derrota aplastante de los candidatos chavistas en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de aquel año fue el auspicioso resultado de ese compromiso unitario. Por primera vez la oposición podía jactarse de controlar la Asamblea Nacional, un poder constitucionalmente incuestionable. Sobre todo, porque no sólo había conquistado ese día una histórica victoria política, sino que esa votación ponía ahora en manos opositoras dos terceras partes de la nueva Asamblea Nacional.
Ya sabemos lo que ha ocurrido desde entonces. Además de negarse a reconocer sistemáticamente las atribuciones que la Constitución Nacional le fija al Poder Legislativo, inmediatamente después el régimen designó al margen de la legalidad un nuevo y militante Tribunal Supremo de Justicia, cuya finalidad era anular todas y cada una de las decisiones tomadas por la Asamblea. Un auténtico golpe de Estado, que en enero llegó a al extremo de dictar dos sentencias mediante las cuales asumía porque sí la totalidad de las funciones de la Asamblea. Mientras tanto, el sumiso Consejo Nacional Electoral le negaba a los ciudadanos su legítimo derecho a solicitar la convocatoria de un referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro, desafuero que a su vez provocó la denuncia de la MUD de esa injerencia inconstitucional, y el llamamiento que la alianza opositora le hizo al pueblo a declararse en rebelión civil; aunque muy poco después, preocupado por la magnitud de unas manifestaciones populares que no respondían a su agenda política, decidieron entrar por el aro de una trucada ronda de diálogo hacer abortar tanto esas incómodas protestas de calle como la iniciativa de Luis Almagro en la OEA para aplicarle al gobierno de Maduro la Carta Democrática Interamericana.
Una vez desactivada ambas acciones se suspendieron las conversaciones del gobierno y la MUD. Era de esperar. Ese engaño, y las persistentes violaciones a la Constitución y las leyes por parte del régimen, obligaron a la MUD a retomar la ruta de las protestas callejeras. Durante cuatro meses, desde el 2 de abril hasta el primero de agosto de este año, la unidad inquebrantable de centenares de miles de ciudadanos se encargó de llenar las calles de Venezuela, a pesar de los más de 130 manifestantes asesinados por las fuerzas represivas del régimen y de los miles de heridos y detenidos.
¿Qué pasó entonces? La unidad opositora era firme y había conseguido una victoria electoral histórica el 6 de diciembre de 2015. Esa misma unidad conseguía arrinconar ahora al régimen, estimular la condena de la comunidad internacional al despótico régimen chavista y entusiasmar a la opinión pública mundial con la conducta valiente y cívica de la sociedad civil venezolana. Sin embargo, cuando la unidad opositora estaba por fin a punto de alcanzar su objetivo de cambiar presidente, gobierno y régimen, aquella fuerza popular, a todas luces incontenible, se desvaneció de la noche a la mañana, sin pena ni gloria. Maduro pudo entonces constituir inconstitucionalmente y sin mayores contratiempos una supuesta Asamblea Nacional Constituyente como poder único sobre todos los demás poderes, y aquí, caballeros, como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal.
¿Por qué? ¿Por qué diablos esa unidad, ese inmenso esfuerzo colectivo, en lugar de avanzar hacia la restauración democrática de Venezuela, se hizo de repente humo y olvido? La próxima semana, trataremos de despejar esta incógnita.