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Armando Durán / Laberintos: Venezuela – Mesa de diálogo en México

 

El secretario de Relaciones Exteriores de México informó el jueves que hoy viernes por la tarde se instala en la capital mexicana, con la mediación de Noruega y la acogida de su país la mesa de diálogo propuesta el pasado mes de mayo por Juan Guaidó, entre representantes del gobierno de Nicolás Maduro y lo que ahora llaman Plataforma Unitaria de la Oposición, antes Mesa de la Unidad Democrática, o G4, de las fuerzas dialogantes del antichavismo controlada por cuatro partidos: Acción Democrática, Primero Justicia, Voluntad Popular y Un Nuevo Tiempo. Se trata, sostienen desde hace meses los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, la prensa internacional y los espíritus más inocentes o más perversos de Venezuela y sus alrededores, de una gran esperanza universal. Lamentablemente, como nos advierte un viejo dicho venezolano, “los deseos no empreñan.”

Por supuesto, no hay quien rechace ese deseo irresistible de resolver la larga y desoladora crisis venezolana por las buenas, es decir, mediante el siempre muy difícil camino de las negociaciones y los acuerdos. Pero una cosa son los deseos y otra la realidad. De manera especial en Venezuela,  porque después de tantas expectativas fallidas, sobre todo después de la ruptura del diálogo y las negociaciones iniciadas en junio de 2016 en Santo Domingo, se cerró la posibilidad de solucionar el problema pacífica y políticamente, pues Nicolás Maduro, sucesor de Chávez tras su desaparición física, en lugar de aceptar y acomodarse a la nueva correlación de fuerzas generada por la aplastante derrota de los candidatos del oficialismo en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, le dio una patada a la simulada opción de la convivencia democrática y se hizo reelegir como presidente de Venezuela en una elección presidencial adelantada de diciembre a mayo de 2018, sin candidato opositor válido.

Esta decisión provocó una flagrante ruptura constitucional del proceso político venezolano y en enero de 2019, al ser designado Guaidó por sus pares como presidente de la Asamblea Nacional, ardió Troya, porque en lugar de mantener la línea de entendimiento con el poder ejecutivo que habían entablado sus antecesores de la oposición desde la Presidencia de la Asamblea Nacional, al asumir el cargo en enero de 2019, anunció que también asumía la responsabilidad de promover el cese de la usurpación del poder presidencial por parte de Maduro, el fin de la dictadura y el restablecimiento de la democracia representativa como sistema político de Venezuela. Todo ello en medio de una crisis económica y social sin precedentes en la historia nacional.

Nadie sabe cómo ocurrió, pero muy rápidamente, los tres partidos más dialogantes de la MUD, neutralizaron la novedad que representaba su discurso en ese momento; a partir del 15 de mayo Guaidó comenzó gradualmente a sustituir su rupturista llamado al “cese de la usurpación” por la exigencia de condiciones electorales para las consulta por venir. ¿Por qué este radical cambio de rumbo? Por la sencilla razón de que ese día, primero en Oslo y después en Barbados, y se inició un nuevo período de diálogo del régimen con la “oposición”, ahora encabezada por Guaidó.

Todos sabemos que aquellos “diálogos” no condujeron a nada, excepto que Guaidó perdió el ímpetu de su fuerza como líder de una nueva y potencialmente exitosa oposición. Lo mismo había ocurrido años antes, cuando después del fiasco del 11 de abril de 2001, la oposición venezolana  también cerró el capítulo de la lucha armada para salir de Chávez y del chavismo, y la comunidad internacional, dirigida por el gobierno de Estados Unidos, profundamente preocupados por lo que podría ocurrir en Venezuela, uno de los principales productores de petróleo del mundo, propiciaron la mediación de la OEA y del Centro Carter, cuyo logro fue instalar en la Caracas de 2003 la llamada Mesa de Negociación y Acuerdos, servida al gusto de Chávez por los expresidentes César Gaviria y Jimmy Carter. No para darle un final feliz a la crisis venezolana, sino para desactivar el peligro que representaba la posibilidad de una guerra civil en Venezuela.

Producto directo de esa humillante iniciativa fue la celebración en agosto del año siguiente, de un referéndum revocatorio del mandato presidencial de Hugo Chávez, la aceptación de su fraudulento desarrollo y finalmente su fatal desenlace, con la imprevista victoria de Chávez, impuesta por el naciente régimen gracias al colaboracionismo de los presuntos dirigentes de la oposición. Como señalaba The New York Times en su editorial al día siguiente de conocerse los resultados del revocatorio, “a la oposición le faltó eficacia y realismo para encarar el desafío que le presentaba Chávez.”

Desde todo punto de vista, lo ocurrido en Venezuela desde que se iniciaron las negociaciones en Oslo, ha sido reproducción fiel de aquellos sucesos que provocó la brusca irrupción de Guaidó en lo más alto del escenario político venezolano, quien también demostró muy pronto su insuficiencia para encarar con “eficacia y realismo” el rechazo del G4 a su desafiante hoja de ruta para hacer realidad la transición de la dictadura a la democracia. Un liderazgo el de Guaidó hoy en día inexistente, pero que sigue siendo la única referencia que tiene la “oposición” venezolana en el marco del poder que representan los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, que finalmente han limado sus diferencias y sostienen una tesis común frente al régimen, sin que en esa decisión colectiva influya el hecho de que mientras ese diálogo se prologue durante años infructuosos millones de venezolanos mueran de mengua y desesperación.

Desde hace años, en estas y otras páginas, me he desgastado las yemas de los dedos escribiendo sobre este tema de las negociaciones, y cómo, por mucho que lo hayamos intentado, copias criollas de aquel pobre Sísifo del mito, jamás hemos llegado a la cima de esa cumbre deseada, y todo sea caer en el mismo abismo de la nada y vuelta a empezar. Quizá porque entre otras múltiples razones, la fuerza de gravedad política en la Venezuela actual es más oscura que hace 20 años y pesa mucho más. Y porque al parecer padecemos, sin remedio a la vista, de una mala, muy mala memoria, que nos permita expulsar de nuestra inteligencia la certeza de dar los mismos pasos en falso que nos han conducido a esta funesta encrucijada nacional. Como si no nos bastara mirar a nuestro alrededor para ver en qué se ha convertido aquella revolución bonita y feliz que prometía Hugo Chávez en su campaña electoral de 1998, y como si también bastara rogarle a Dios o a quien sea para que nos ayuden a salir de este asfixiante aprieto. Y como si no entendiéramos el sentido exacto de la declaración que acaba de dar Stalin González, otrora segundo hombre en la jerarquía de la Presidencia Interina proclamada por Juan Guaidó el 23 de enero de 2019 y ex jefe del grupo negociador de la oposición de Guaidó en las mesas de diálogo de Oslo y Barbados, en las que anuncia que viaja a México con el compromiso de “luchar por espacios de democracia.” El mismo objetivo que reitera una y otra vez esa falsa oposición al régimen desde los tiempos inmemoriales de la Coordinadora Democrática y el referéndum revocatorio del 2004. Como si nada hubiera ocurrido en Venezuela desde entonces.

 

 

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