“Nuestros objetivos han sido cumplidos.”
Con esta frase categórica, Juan Guaidó dio el martes por terminada la marcha que había convocado dos semanas antes. Pero estas palabras, sorprendentes porque sin la menor duda aquello había sido breve caminata que no había resultado en nada, abrían una interrogante que debe ser respondida con urgencia por el propio Guaidó: ¿Cuáles fueron esos objetivos que según él se habían cumplido?
Sus declaraciones de los últimos días, y las piezas publicitarias divulgadas para estimular la participación ciudadana en la manifestación, señalaban que el propósito de esta actividad de calle era llegar hasta el centro de Caracas y rescatar para la Asamblea Nacional, incluso saltando o derribando verjas, el Palacio Federal Legislativo. El régimen lo había ocupado militarmente el pasado 5 de enero y desde entonces le negaba a los diputados elegidos democráticamente su derecho a ingresar al recinto parlamentario. El problema es que a la vista de lo ocurrido, este martes ciertamente no se consiguió ese objetivo.
Lo cierto es que el liderazgo de Guaidó a lo largo del primer año de su travesía como presidente de la Asamblea y presidente interino de la República reconocido por casi 60 gobiernos de las dos Américas y Europa, decreció, desde la cima de un primer momento fulminante y arrollador, hasta su casi insignificancia el día de hoy. Peor aún. Desde enero, al ser expulsado a la fuerza de los espacios que le correspondían, la impotencia de Guaidó para resistir la grosería del régimen había profundizado notablemente la magnitud de este decaimiento. Precisamente por eso emprendió su gira por Europa y las dos Américas en busca de nuevos aires y por eso Nicolás Maduro aguardó doce meses antes de enfrentar el desafío de Guaidó con todo el poder que le confiere a su mandato el hecho de haber transformado las fuerzas armadas del país en su implacable guardia pretoriana sin temor a las consecuencias.
No vale la pena insistir en los detalles de este debilitamiento del liderazgo de Guaidó. Sí recordemos que desde el temprano fiasco de Cúcuta el 23 de febrero del año pasado, al no poder cumplir su compromiso de hacer ingresar “sí o sí” al territorio nacional la ayuda humanitaria internacional que el régimen se negaba a recibir, la gestión “presidencial” de Guaido ha sido una infructuosa mezcla de voluntarismo juvenil, falta de visión de la realidad, oportunismo político por parte de algunos miembros de su entorno y corrupción intelectual generalizada. Hasta que ese liderazgo, en los primeros días torrencial, ha pasado a ser, desde todo punto de vista, una jefatura político-partidista de alcance real muy limitado. A ello contribuyeron las marchas para nada convocadas rutinariamente cada sábado, que a medida que Guaidó se apartaba de la ruta señalada por su propuesta inicial del “cese de la usurpación”, fueron perdiendo trascendencia hasta desembocar en el melancólico paso en falso de su extemporáneo llamado a la sublevación cívico-militar el 30 de abril. Inmediatamente después de ese fracaso se produjo el abandono definitivo de la hoja de ruta del borrón y cuenta nueva en el altar colaboracionista montado por el régimen y sus aliados de la oposición en Oslo y en Barbados, cuyo única y real finalidad fue sustituir la propuesta de un pronto cambio de presidente, gobierno y régimen por la trampa habitual de un eventual evento electoral, fraudulento por supuesto, y en este caso reducido al ámbito parlamentario con el usurpador en el poder. Renacía así la continuada estrategia del régimen de las negociaciones y la celebración de elecciones, que parecía haberse superado para siempre a comienzos de 2018 en Santo Domingo, y se retomaba tranquilamente la tarea que inició Hugo Chávez al asumir la Presidencia de Venezuela en 1999, de barnizar su proyecto de construir poder absoluto a la manera cubana y conservarlo contra viento y marea a fuerza de darle oportunas capas de falsa legitimación democrática.
Esta nueva transacción negociada en Oslo y Barbados entre los mandos de la oposición y del régimen arrojó su primer y amargo fruto cuando hace algunos meses Guaidó y los diputados de la oposición recibieron, con estridente regocijo, la decisión de los diputados del oficialismo de reinstalarse en los escaños de la Asamblea Nacional a los que habían renunciado en julio de 2017 para formar parte de la ilegal Asamblea Nacional Constituyente, poder legislativo paralelo creado por el régimen al margen de todas las normas legales para profundizar su desconocimiento a la autoridad constitucional y democrática de la legítima Asamblea Nacional. Un acuerdo que en la práctica equivalía a dar por buena, así como así, la usurpación del poder que había denunciado Guaidó meses antes y cuyo capítulo final escriben estos días los diputados de la Asamblea que preside Guaidó, de común acuerdo con los diputados del régimen. La finalidad de este nuevo apaño “institucional” consiste en el nombramiento de un nuevo Consejo Nacional Electoral, paso que según el razonamiento de sus promotores, bastaría para dotar de legitimidad democrática una votación que en realidad sería otra burla más del régimen.
Por supuesto, se trata de materializar el pacto de hacer ver que gracias al entendimiento constructivo y responsable entre las partes se acelera una supuesta normalización de la vida nacional, a pesar de las sanciones del imperio y de las locuras subversivas de algunos pocos espíritus radicales. En el marco de esa perversa tergiversación de la realidad, se diluye ahora la relativa recuperación de confianza y credibilidad del país en Guaidó gracias a su reciente gira internacional y se hace evidente que diga lo que medio diga continúa siendo víctima de las malas mañas de la oposición colaboracionista y vuelve a sus insuficientes andanzas del año pasado.
Precisamente por eso, en esta frustrada jornada de protesta que nos quieren vender como sólida victoria popular, Guaidó anunció la noche antes de la marcha de que en previsión de las barreras que seguramente instalaría el régimen para cerrarle el paso a la marcha se había diseñado una estrategia de rutas alternas para poder llegar al Palacio Federal Legislativo. No obstante el dato, al tropezar los manifestantes con la primera barrera antimotines de la Policía Nacional Bolivariana, en lugar de tomar esas supuestas rutas alternas para llegar al centro de Caracas, Guaidó canceló la marcha abruptamente, expresó su júbilo porque la marcha había conseguido sus objetivos y acompañado de los diputados de la oposición se encaminó a una plaza cercana donde todo estaba dispuesto de antemano para realizar la sesión de la Asamblea Nacional que debía de haberse celebrado en el ya evidentemente inalcanzable Palacio Federal Legislativo.
Estos son los hechos. Una irrealidad que nos obliga ahora a repetir la pregunta. ¿Por qué Guaidó clausuró su marcha con esa infeliz frase de que “nuestros objetivos han sido cumplidos”, cuando todos sabemos que ocurrió exactamente lo contrario? Una tonta trama por manipular la verdad, que nos confirma la superficialidad de una actividad que irremediablemente debemos calificar de banal. Es decir, como expresión de algo cuya auténtica naturaleza es ser insubstancial. Desde esta perspectiva inexorable, esta marcha, como casi toda la actividad política que ha desarrollado la oposición desde hace 21 años, ha carecido y carece de importancia y de sentido. Vaya, que para mayor gloria de Maduro y los suyos de ambos bandos, la lucha de esta oposición contra el régimen no ha tenido ni tiene substancia alguna. Nada más.