Armando Durán / Laberintos: Vivir en Caracas – Misión Imposible
La noticia es asombrosa. Y muy lamentable, por supuesto. The Economist acaba de publicar una lista de lo que sus editores consideran las ciudades más inhabitables del planeta. El primer premio de esta degradante competencia se lo lleva Damasco, escenario de una guerra atroz desde hace años. La siguen en la lista ocho ciudades que suponemos son igual de inhóspitas: Lagos, Dhaka (Bangladesh), Trípoli, Karachi, Port Moresby (Papua Nueva Guinea), Harare, Douala (Camerún) y Argel. Finalmente, llegamos al motivo de nuestra peor sorpresa. En el décimo y penoso lugar de la ignominiosa lista el prestigioso semanario británico coloca a Caracas.
Esta selección es fruto de las ruinosas circunstancias existenciales que sufren a diario los habitantes de Venezuela, en contraste agresivo con la imagen de la Caracas de 1953, tal como quedó registrada en el trabajo del fotógrafo estadounidense Cornell Capa, hermano de Robert y compañero suyo en el equipo de la agencia Magnum, para la portada y el extenso reportaje gráfico sobre la esplendorosa capital venezolana, que la revista Life calificaba entonces como “la capital de las oportunidades y el modernismo en América del Sur.”
Lo que va de ayer a hoy
¿Qué ha ocurrido para que aquella impactante imagen de luces y esplendor se haya convertido en este terreno baldío que hoy en día llamamos Caracas? ¿Cómo es posible que 66 años después de haber sido el país escenario de muy profundas transformaciones, esta sea su realidad actual? ¿Es que de nada le sirvió a Venezuela ser a partir de la década de los años 50 un modelo ejemplar de moderna nación que escapa de su humilde pasado pueblerino para ser escenario de un auspicioso experimento de nación en pleno desarrollo?
La gravedad que se desprende de este contraste entre aquella Caracas de 1953 y la Caracas de hoy va mucho más allá de la dramática desaparición de su extraordinaria pujanza material. Más que el desarrollismo típico de las dictaduras militares latinoamericanas, cuando hablamos de desarrollo también nos referimos, y muy principalmente, a otro tipo de desarrollo, comenzando desde el 23 de enero de 1958 por el fin de las dictaduras militares como factor político decisivo de Venezuela desde el siglo XIX. También porque al hablar de la transición venezolana a la democracia debemos hablar de la capacidad de dirigentes de Venezuela y de su pueblo para enfrentar después y vencer política y militarmente a poderosos enemigos civiles y militares de la naciente democracia.
De este modo pasó Venezuela a convertirse en el espejo en que deseaban mirarse millones y millones de latinoamericanos acosados por feroces dictaduras y toda clase de miserias. Hasta que los demonios de la realidad se fueron abriendo camino a medida que la renta petrolera del país, que en términos reales decrecía, dejaba de ser suficiente para saciar las demandas insaciables de Estado y de buena parte de la población, que en los últimos 25 años se había duplicado. Hasta que un día, el 27 de febrero de 1989, estalló la impaciencia de los sectores menos favorecidos de la sociedad y el espejismo de la multiplicación de los panes se hizo añicos.
Ese duro despertar, el tristemente llamado “Caracazo”, le hizo ver a un ambicioso teniente coronel paracaidista de nombre Hugo Chávez que había llegado el momento que esperaba para acabar con todo a cañonazos. Su intentona golpista fracasó tres años más tarde, la madrugada del 4 de febrero de 1992, pero le sirvió para alcanzar la gran victoria política en las elecciones generales de diciembre de 1998. Y al tomar posesión de su cargo el 2 de febrero de 1999, 40 años, un mes y un día después que Fidel Castro había hecho lo mismo en Cuba, Chávez puso en marcha en marcha su secreto proyecto por poner a Venezuela de cabeza.
El resultado de su decisión ha sido el efecto devastador de una pesadilla que ahora, 20 años después, sufren la mayoría de sus 30 millones de habitantes, víctimas de una crisis humanitaria sin precedentes en la historia nacional, que ahora ha llevado a Caracas, a pesar del sacrificio impuesto al resto del país con el perverso propósito de atenuar en Caracas las consecuencias del despropósito chavista y pasar a ser clasificada como la décima ciudad más inhabitable de un universo que no es precisamente digno de admiración.
El tamaño de la crisis humanitaria
La crueldad de la crisis que hoy padecen los venezolanos está a la vista. Sin duda, su principal efecto es la violación sistemática de todos los derechos humanos a manos de innumerables y despiadadas bandas delictivas, de un régimen que no respeta ningún límite con tal de perpetuarse indefinidamente en el poder, del colapso de todos los servicios públicos, incluyendo el suministro de agua y electricidad, la descomposición de los sistemas de salud pública y educación, la criminalización de las protestas, las torturas aplicadas a los presos políticos y las ejecuciones extrajudiciales que según el informe presentado al Consejo por Michelle Bachelet, Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en los 12 meses que van de mayo de 2018 a mayo de 2019, suman casi 7 mil las víctimas de esta matanza. Violaciones de derechos irrenunciables, a los que debemos añadir la hiperinflación, que solo en el pasado mes de agosto fue de 61 por ciento.
La consecuencia más evidente de esta destrucción catastrófica del tejido político y social de Venezuela es el hecho de que miles de ciudadanos escapen cada día por las fronteras terrestres de Venezuela con Colombia y Brasil. Incesante y desordenado éxodo de millones de hombres, mujeres y niños desesperados, que durante los dos últimos años ha generado la peor crisis migratoria de la historia latinoamericana. Un escándalo de magnitud extrema que relata con crudeza y realismo el informe presentado hace algunas semanas por Bachelet al Consejo de Naciones Unidas en Ginebra. Federica Mogherini, responsable de las Relaciones Exteriores de la Unión Europea, no ha vacilado a la hora de declarar que este informe “confirma de manera clara y detallada el alcance y la gravedad de la violación de los derechos humanos, la erosión del Estado de Derecho y el desmantelamiento de las instituciones democráticas del país.”
Las cifras del día a día muestran la magnitud exacta de la destrucción de Venezuela y el carácter insostenible de la vida incluso en Caracas. Los alcances de esta crisis sin remedio aparente a corto plazo, la encontramos en los precios los productos alimenticios básicos que se venden en el Mercado de Quinta Crespo, el más importante de la ciudad. Para muestra un botón. El jamón de pierna, por ejemplo, se vendía el sábado pasado a 137 mil bolívares el kilo, 93 por ciento más que la semana anterior. El queso amarillo pasó esta semana de 108 mil bolívares el kilo a 142 mil, y el queso mozarella casi se duplicó, al pasar de 51 bolívares a 91 mil. El pollo aumentó 38 por ciento, el cartón de huevos se vendía el sábado a 79 mil bolívares, 30 por ciento más que una semana antes. En estos 7 días la leche en polvo y la líquida aumentó 50 y 60 por ciento respectivamente, y solo las frutas subieron tuvieron un modesto aumento, entre 10 y 67 por ciento.
Si además tenemos en cuenta que el salario mínimo, que es el ingreso con que cuenta una tercera parte de la población, lo componen 40 mil bolívares de salario más 25 mil por concepto del llamado bono de alimentación, la conclusión a la a que se llega es que solo quienes reciben alguna remesa en dólares desde el exterior pueden pensar en comprar los alimentos necesarios para armar una dieta básica. O sea, que quien no tenga acceso a cierta cantidad de dólares mensuales, sencillamente está condenado a morir de mengua o sumarse a los más de 4 millones de personas que en el último año han huido del país. Si a esto agregamos el precio inalcanzable de los medicamentos que se consiguen y a que una simple consulta médica cuesta entre 30 y 50 dólares, puede hacerse uno a la idea de lo insostenibles que resultan las condiciones extremas de la vida en Caracas.
El papel del dólar en la crisis
Para completar esta imagen de auténtica desolación debemos referirnos al precio del dólar, moneda que regula los costos y los precios de todo en Venezuela, un “artículo”, por cierto, que registra los mayores aumentos de precio en la dolarizada economía venezolana de hoy en día. El pasado 9 de julio, por ejemplo, un dólar costaba 7.890 bolívares, el 9 de agosto 13,807 y hoy, lunes 9 de septiembre, al abrir bancos y mercado cambiario, inició la jornada a 21,150 bolívares por dólar. Recuérdese que en agosto del año pasado Nicolás Maduro anunció la aprobación de una “reconversión monetaria” como medida para ordenar de una vez por toda la economía. De acuerdo con las medidas aprobadas, ese día un dólar ya costaba 600 mil bolívares, llamados entonces “fuertes” porque años antes Chávez le había quitado 5 ceros y simplificar así las cuentas en bolívares, brutalmente devaluados por el opresivo control de cambios aplicado desde el año 2003 para frenar la masiva fuga de capitales. De acuerdo con la nueva reconversión monetaria adoptada el año pasado, a ese bolívar “fuerte”, la reconversión reconvertidos le quitó ahora otros tres ceros, pasó a llamarse “bolívar soberano”, y despojados de tantos ceros, la nueva paridad cambiaria del dólar se fijó en 60 de esos nuevos bolívares “soberanos” por unidad.
Esta absolutamente fallida política económica y financiera del régimen ha determinado dos situaciones inauditas. La primera y más absurda es que desde esos días, la gasolina, cuyo precio se iba a aumentar hasta el nivel de su precio internacional, modificación que fue imposible aplicar por razones insolubles de carácter técnico, se suministra desde entonces totalmente gratis, el único país del mundo donde la gasolina se regala en todas las estaciones de servicio del país. La otra es que la devaluación continua del bolívar ha provocado la desaparición física de los billetes de banco con denominación en bolívares. Desde hace meses sólo se paga con tarjetas de débito, transferencias bancarias y en dólares. Hasta el punto de que los innumerables ciudadanos que piden limosnas en los principales semáforos de la ciudad la piden en dólares o en euros. Una dolarización no declarada oficialmente pero muy real, que condena irremediablemente a la nada a quien no disponga de los dichosos billetes verdes.
En el marco de esta asfixiante realidad, y a pesar del supuesto carácter socialista y antiimperialista del régimen, lo único que florece en Caracas es el consumo de lujo en dólares, cuya expresión más cabal son los llamados “bodegones”, versión venezolana de las “diplotiendas” cubanas, aunque con única restricción de los precios, donde se venden productos de consumo de lujo importados precisamente del imperio, sin pagar aranceles de aduana y sin contar con permisos sanitarios. Y así en el país donde falta de todo, en estos bodegones hay de todo, desde cervezas Coronas, botellas de agua muy especiales, queso parmesano, jamones italianos o españoles de gran lujo, vinos, espumosos de todo tipo, cereales, jabones de baño y pare usted de contar, a precios desorbitantes incluso para Estados Unidos y por supuesto en dólares. Signo de las contradicciones de una revolución que ciertamente no lo es, y cuya característica esencial no es precisamente la austeridad revolucionaria sino todo lo contrario, el masivo y no disimulado enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos y de algunos amigos privilegiados del régimen, los llamados “boliburgueses”, asociados al régimen en cuanto amaño se le ocurra a alguien, casi todos con viviendas de lujo en el sur de la Florida.
Mientras sobrevivir a esta asfixiante realidad se va haciendo misión imposible pero real para la gran mayoría del país, crece en la conciencia y el corazón de esa mayoría la aspiración existencia de emigrar antes de que sea demasiado tarde. Al mismo tiempo, cada día, a los venezolanos se les hace más difícil despejar en la ecuación política de la oposición la variable del “cese de la usurpación” y en esa misma medida aumenta el número de ciudadanos que ni siquiera tienen la ilusión de marcharse de Venezuela, aunque sea a ciegas y con rumbo a lo desconocido, para no morir de hambre y desesperación. Una trampa caza-bobos de la que muy pocos afortunados parecen estar en condiciones de no caer.