Armando Durán / Laberintos: Vivir y desvivir en la Venezuela de hoy
De la Caracas de aquella “Gran Venezuela” que pretendía construir Carlos Andrés Pérez a toda carrera en los años setenta del siglo pasado, queda muy poco. O nada. Lo inaudito de la situación es que ya ni siquiera tenemos petróleo ni refinerías para saciar la sed insaciable de un parque automotor en movimiento perpetuo, interrumpido ahora a la fuerza. Sin gasolina ni gas doméstico, con servicios de agua y electricidad solo a ratos, y desde mediados de marzo sometidos a una cuarentena sanitaria con trasfondo represivo que condena a sus habitantes a encerrarse en sus casas o desafiar a la muerte en cualquier esquina a manos del coronavirus o de un atracador tan hambriento como uno. La Caracas de hoy en día es una ciudad oscura, peligrosa y fantasmal.
Del resto del país poco puede decirse. Casi ningún caraqueño se adentra en ese territorio comanche. En verdad, hace mucho que la provincia venezolana viene gradual pero inexorablemente alejándose de la capital. En la actualidad, vista desde Caracas, se trata más bien de un paraje cada día más difuminado, como la desconocida superficie de un planeta remoto. Y como si esta contrarrevolución militarizada que hasta hace poco se jactaba de ser popular y socialista, se hubiera empeñado en sacrificar al resto del país para concentrar sus decrecientes recursos materiales en la infructuosa tarea de medio maquillar los destrozos más visibles de Caracas y ofrecerle a las embajadas extranjeras y a los pocos visitantes internacionales que aún llegan a nuestras calles llenas de huecos y basura sin recoger una imagen algo más amable que la real. Exactamente lo contrario a lo que ocurrió con su modelo cubano, donde la revolución fidelista sacrificó a La Habana con el pretexto de favorecer a una provincia secularmente olvidada por todos.
Sin duda, esta suerte de sacrificio ritual del interior del país no reprodujo en Caracas el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. El fracaso sin atenuantes de los gobernantes rojos-rojitos de la llamada revolución bolivariana no tiene parecidos en la historia universal. Ni siquiera en Cuba. Nadie en su sano juicio puede imaginarse cómo, en tan pocos años, los “revolucionarios” chavistas pudieron desaprovechar, dilapidar y apropiarse de los inmensos ingresos petroleros que generaba un mercado internacional en que el barril de crudo se cotizaba por encima de los 150 dólares. El resultado de ese despropósito suicida fue destruir un país que, a pesar de todos sus errores, durante años había sido el espejo donde buena parte de los latinoamericanos aspiraba a mirarse con envidia y admiración.
Téngase en cuenta que en 1999, año en que se inició este gran desastre nacional, la industria petrolera venezolana producía tres millones y medio de barriles diarios de crudo, con planes en marcha para elevar su producción en pocos años a 6 millones. En la actualidad, la producción anual de petróleo en Venezuela es secreto de Estado y la gasolina que algunas veces llega a los surtidores de las estaciones de gasolina es la que el régimen le compra a Irán con lingotes de oro que se extraen, de manera irregular y sin control de ninguna clase, en los espectaculares escenarios naturales al sur del río Orinoco, hasta hace muy poco maravillosos parques protegidos por el Estado, ahora monstruosamente arrasados por la voracidad desenfrenada de unos pocos.
Todo esto conduce a que los caraqueños de hoy en día, no por accidente sino como una forma de vida cada vez más corriente, pasen horas o días en colas a la espera de que llegue un camión cisterna con gasolina iraní y puedan comprar hasta 20 litros de gasolina, subsidiados para quienes tengan el llamado carnet de Patria, es decir, del partido de gobierno, o en divisas a medio dólar el litro. En el marco de esta anomalía sin precedentes no resultan extravagantes del todo los estallidos de júbilo oficial al anunciar el arribo a puerto venezolano de algún tanquero iraní con combustible, aunque solo alcance para pocos días de consumo racionado. Desgracia de la vida diaria en Caracas, que hace cada día más difícil hasta el simple hecho de visitar a parientes o amigos que no vivan relativamente cerca. Como quiera que sea, las circunstancias obligan a no gastar en el placer de pasar un rato con otros un combustible que debe conservarse para casos de emergencia. Situación inverosímil en un país que posee las mayores reservas mundiales de crudo en su subsuelo y un extraordinario parque de refinerías, incluyendo el Complejo Refinador de Paraguaná, el segundo más importante del mundo.
Esta lamentable realidad que se vive en Caracas, sin embargo, es un auténtico privilegio si la comparamos con el drama que padecen los habitantes de ese páramo que es la provincia venezolana. Mientras más apartada de Caracas peor. De ahí que en estos últimos días, en esa Venezuela profunda del más allá geográfico y existencial, las redes sociales registren múltiples y graves manifestaciones de protesta populares espontáneas. Estallidos de una explosiva mezcla de indignación y desesperación, no por razones políticas, que cada día les importan menos a los ciudadanos, sino por la más simple y agobiante necesidad de encontrar la manera de llegar vivos al día de mañana. En otras palabras: si bien la subsistencia ha pasado a ser para los habitantes de Caracas una continua carrera de obstáculos, para los desventurados habitantes de esa otra y abandonada Venezuela, esos obstáculos han terminado por hacerse sencillamente insalvables. Las protestas son su más elemental válvula de escape.
Un buen ejemplo de esta dramática circunstancia es la acelerada devaluación del bolívar dentro de un cuadro de tan irremediable hiperinflación, que en agosto de 2018 el régimen tuvo quitarle al precio del dólar en bolívares cuatro ceros (años antes Chávez ya le había quitado tres ceros), reduciéndolo entonces a 60 bolívares (ahora llamados “soberanos”) por dólar. Pues bien, hoy, viernes 2 de octubre, apenas dos años después, el precio del dólar se cotiza a 449 mil bolívares soberanos, y subiendo. Si a esto le añadimos el hecho de que el salario mínimo y las pensiones de vejez son 400 mil bolívares mensuales, comprobamos que el ingreso mensual de los trabajadores más descalificados y los ancianos venezolanos es menor a un dólar. Con el agravante de que los precios, absolutamente todos los precios, aun aquellos que no tienen componentes importados, están dolarizados.
El resultado de esta calamidad es que Venezuela se ha convertido en un hueco negro y sin fondo. Ante esta insostenible situación, los jerarcas del régimen no saben qué hacer. Tampoco los dirigentes de la fragmentada oposición venezolana. El último disparate de Nicolás Maduro y compañía ha sido el anuncio de una ley que no han tenido el menor reparo en calificar de ley “antibloqueo”, con el propósito, dicen, de garantizarle a los venezolanos sus derechos más elementales. Según declaró Maduro al enviar su proyecto de ley a la espuria Asamblea Nacional Constituyente, ilegal poder legislativo creado hace tres años para eludir el filtro de la legítima y democráticamente electa Asamblea Nacional, “vengo al solicitar la aprobación de una ley para enfrentar la más perversa y brutal agresión que ha sufrido nuestra patria en 200 años de vida republicana. Una propuesta para el momento histórico que vive Venezuela. Que dote al Estado de capacidades institucionales, jurídicas y de herramientas para enfrentar…”
Por su parte, la oposición, supuestamente dirigida por Juan Guaidó, presidente interino sin reino, también recurre al mismo disparate del bla, bla, bla. En su caso, para proponer una consulta popular, referéndum o plebiscito, vaya usted a saber, con la finalidad de preguntarle a los ciudadanos si ellos rechazan o no las elecciones convocadas por Maduro para diciembre y si autorizan a la Asamblea Nacional a usar todos los mecanismos nacionales e internacionales necesarios para celebrar elecciones parlamentarias y presidenciales que sí sean libres y justas. Como si hace más de año y medio no hubiera movilizado Guaidó al país con su propuesta radical del cese de la usurpación y la dictadura, sustituida sin explicación cuatro meses más tarde para embarcarse en habitual colaboración de dialogar con el régimen, primero en Oslo y después en Barbados, y negociar las insuficientes condiciones de la misma trampa caza bobos de siempre.
En definitiva, unos y otros perdidos por igual en la tranquila contemplación de sus respectivos ombligos, como si los venezolanos que a pesar de todos los pesares permanecen en Venezuela (recuérdese que desde ese año 2018 más de 5 millones de venezolanos han escapado del país, la mayoría a pie por las fronteras terrestres con Colombia y Brasil) estuvieran pendientes de lo que dicen unos u otros. A la espera, cada día con menos esperanzas, que se produzca un milagro que de veras los rescate de su abrumadora orfandad. Visión sin duda pesimista de una realidad que a fin de cuentas, y al margen de nuestros deseos e ilusiones, es peor de lo que uno quiera o pueda figurarse.