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Armando Durán/Laberintos: La Iglesia desafía a Maduro

vaticano 

   Esta semana Venezuela amaneció presa de una conmoción sin precedentes. Durante los últimos días, la tasa de cambio del bolívar real sufrió una devaluación sin precedente: en apenas una semana pasó, de alrededor de mil bolívares por dólar, a 4.500 por billete verde. En una economía de importación como es la venezolana, la inflación se hizo, de la noche a la mañana, hiperinflación. Hasta que el domingo pasado por la tarde, Nicolás Maduro anunció que a partir del lunes los ciudadanos disponían de 72 horas para canjear sus billetes de 100 bolívares, los de más alta denominación del cono monetario venezolano a pesar de que su valor actual es de dos centavos de dólar, por los nuevos billetes, que aún no han llegado a los bancos, con denominaciones de 500, 1000, 5000, 10,0000 y 20.0000 bolívares. Después de esas 72 horas, esos billetes de 100 bolívares, que representan casi 50 por ciento del total de billetes en circulación, no tendrían curso legal.

   Como era de esperar, desde entonces, el caos se ha apoderado de cada población venezolana, por pequeña que sea, que disponga de alguna agencia bancaria. Colas interminables de ciudadanos con maletines y cajas llenas de billetes, tumultos, atracos, protestas. Para añadir un elemento de confusión al caos, muchos cajeros automáticos le dispensaban billetes de 100 bolívares a ciudadanos que después de haber esperado horas y más horas para deshacerse de sus billetes que dentro de nada no valdrán nada, se encontraban de pronto con la absurda sorpresa de recibir y volver a llenarse de esos malditos billetes.  

   Esta delirante decisión presidencial, a muy pocos días de unas Navidades que no serán blancas y felices sino muy oscuras y nada alegres, se tomó al tiempo del colapso del supuesto diálogo entre el gobierno y la oposición, trampa en la que a pesar de no ser nueva sino todo lo contrario, había vuelto a caer, inexplicablemente, un sector importante de la oposición. Decisión más desalentadora aún, porque nadie podía entender la razón de esa oposición para abandonar mansamente y sin siquiera tratar de justificarla, la agenda de movilizaciones callejeras y el juicio político a Nicolás Maduro, una agenda de confrontación acordada a raíz de la decisión presidencial de cancelar la opción del mecanismo constitucional del referéndum revocatorio de su mandato el 20 de octubre.

   La reacción de la alianza opositora MUD había sido inmediata. Julio Borges, en su condición de jefe de la fracción parlamentaria de la oposición, desde la tribuna de oradores de la Asamblea Nacional, convocó al pueblo a la rebelión popular. Simultáneamente, Henrique Capriles, quien había apostado todo su capital político a la carta del revocatorio, denunció que Maduro sencillamente había dado un golpe de Estado y anunció que la oposición retomaría las calles para cumplir con el deber constitucional de devolverle su vigencia a la violada Constitución Nacional. Por su parte, Henry Ramos Allup, como presidente de la Asamblea, informó  que el poder legislativo iniciaría de inmediato el suspendido juicio político a Maduro para medir su responsabilidad en la ruptura del Estado de Derecho y pedir su destitución.

   Ardió Troya, por supuesto. Sobre todo, porque el 26 de octubre centenares de miles de ciudadanos tomaron las calles de las principales ciudades del país en una demostración de fuerza ante la cual los dos grandes poderes mundiales que desde hacía meses trataban de propiciar una salida pacífica a la crisis para evitar males mayores al precio incluso de facilitar la continuidad del gobierno Maduro hasta la celebración de las próximas elecciones generales, previstas para diciembre de 2018, asumieron la responsabilidad de actuar sin perder un solo instante. Y tan inmensa parece que fue la presión que ejercieron sobre el gobierno y la oposición, que el papa Francisco hizo viajar a Caracas a un enviado especial suyo y Washington hizo otro tanto.

   Y así, a pesar de haber proclamado pocas horas antes su resolución de transformar a la oposición al gobierno en disidencia frente un régimen que ahora calificaban de dictadura, los partidos Primero Justicia, Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo silenciaron de la noche a la mañana su retórica tremendista y corrieron el domingo 30 de octubre a sentarse en una Mesa de Diálogo, tantas veces repudiada y tantas veces de nuevo aceptada, que esta vez quedó instalada, nada más y nada menos, que por el propio Nicolás Maduro, una presencia desde todo punto de vista fuera de lugar, cuya finalidad más evidente era humillar hasta lo indecible a una oposición que, en lugar de hacerse presente con sus principales dirigentes, lo hacía por intermedio de delegados de tercer o cuarto orden.

   El impacto en la opinión pública fue demoledor. Sobre todo, por la cordialidad con se relacionaron unos y otros ante las cámaras de la televisión. Fue, sin la menor duda, el primer paso de la MUD hacia el abismo de su muy posible transformación en otra muy distinta cosa. Especialmente, porque en las siguientes reuniones, celebradas los días 6, 11 y 12 de noviembre, los representantes de la oposición, firmaron comunicados conjuntos con los del gobierno en los que el término “presos políticos” fue reemplazado groseramente por la expresión “personas detenidas” y porque esos opositores llegaron incluso a dejar de lado el tema electoral, punto central de la crisis generada el 20 de octubre, y en cambio aceptaban luchar junto al gobierno para enfrentar solidariamente la supuesta “guerra económica” desatada por presuntos enemigos internos y externos de Venezuela, argumento insostenible con que Maduro y sus lugartenientes han intentado enmascarar el mortal fracaso de sus políticas económicas.

   La burla del gobierno llegó a tal extremo, que monseñor Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano, le escribió a Maduro una carta en la que expresaba la impaciencia papal ante el incumplimiento sistemático del gobierno de los acuerdos alcanzados en la Mesa de Diálogo y en la que le exigía su inmediato cumplimiento, incluyendo la liberación de todos los presos políticos, el reconocimiento a la autoridad institucional de la Asamblea Nacional, la fijación de un cronograma electoral y la apertura de un canal de emergencia para suministrarle a la población venezolana los alimentos y medicamentos que no están disponibles en el país. La respuesta del régimen fue airada. “No, señor Parolin”, declaró Diosdado Cabello en su papel de segundo hombre fuerte del régimen. “Nosotros no aceptamos tutelaje de nadie.”

   Aquel mensaje, sin embargo, le ha dado un vuelco decisivo a la situación venezolana. Por una parte, la MUD, con la excepción de Un Nuevo Tiempo, comprometido más con la situación legal de Manuel Rosales, su principal dirigente, que con la situación del país, acordó abandonar la Mesa de Diálogo hasta que el gobierno satisfaga estas últimas exigencias vaticanas. Al calor de este nuevo cambio de rumbo, sus dirigentes anunciaron que retomarían la agenda de calle y que en su sesión del martes 13 la Asamblea Nacional debatiría, como en efecto hizo y sentenció, el tema de la responsabilidad de Maduro en la ruptura del hilo constitucional y en la crisis económica. Por otra parte, la Iglesia venezolana, que hasta ese instante había sostenido con firmeza la posición del Vaticano en favor del diálogo como mecanismo para salir de la crisis, modificó sustancial y abruptamente su posición.

   Monseñor Diego Padrón, secretario de la Conferencia Episcopal de Venezuela, y Baltazar Porras, nuevo cardenal venezolano, denunciaron que el gobierno actúa de espalda a los intereses del pueblo, una afirmación que a todas luces se produce como consecuencia directa del enfrentamiento del Vaticano y el régimen. Por otra parte, el padre jesuita Luis Ugalde, ex rector de la Universidad Católica Andrés Bello y una de las voces de mayor prestigio en el país, en entrevista concedida el lunes al portal digital Noticiero Digital, va muchísimo más allá. “Sin apoyo militar”, sostuvo con firmeza, “no salimos de esta dictadura ni recuperaremos la democracia.” Más adelante añade que se impone la necesidad de establecer un gobierno que él llamó de Salvación Nacional, presidido por un militar de probado compromiso con los valores de la democracia, cuyas tareas más inmediatas coinciden, precisamente, con las exigencias que hace el Vaticano en su reciente carta a Maduro. Si tenemos en cuenta que Ugalde es un cronista particularmente equilibrado de la realidad venezolana, que su condición de jesuita implica la tradicional disciplina de los miembros de la Compañía, que ha sido mentor de jesuitas venezolanos de tantísima importancia como Arturo Sosa, recientemente elegido Superior de la Compañía de Jesús, y que el propio papa Francisco es miembro de esa congregación, tendríamos que suponer que la Iglesia Católica, la Compañía de Jesús en particular, con este trío poderoso conformado por Francisco, Sosa y Ugalde a la cabeza, acaban de abrir un nuevo y frontal frente de lucha en Venezuela. Aunque por razones obvias las declaraciones de Ugalde no han sido comentadas por los medios de comunicación venezolanos, resulta imposible pasar por alto unas afirmaciones que, aunque no comprometen abiertamente a la Iglesia, tampoco les son ajenas. Y establecen un camino, muy controversial por supuesto, pero que a todas luces responde a los intereses de los ciudadanos y tendrá muchos, muchos seguidores.

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