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Arquetipos: Lady Macbeth de Shakespeare y Rosario Murillo

Al igual que el rey Macbeth y Lady Macbeth, la pareja presidencial trabaja en conjunto para traicionar una nación

Daniel Ortega, uno de los nueve miembros de la Dirección Nacional del FSLN tras la victoria sobre Somoza en 1979, ha seguido un camino deliberado hacia la dictadura. En 1990, cuando reconoció su derrota presidencial ante Violeta Barrios de Chamorro, los analistas aplaudieron la buena voluntad de Ortega al ceder el poder tan “democráticamente”. Tal vez en ese momento así parecía desde afuera. Ahora podemos ver cómo ese momento y otros han sido parte de un cálculo bien diseñado que incluía un pacto con las fuerzas de ultraderecha, incluida la jerarquía de la Iglesia católica, para hacer de Nicaragua su feudo familiar.

Como pueblo, los nicaragüenses son creativos, valientes y también algo cansados de guerras. En el siglo XIX, han luchado contra la imposición de parte de los Estados Unidos de América de un norteamericano para ser presidente de su país y luego contra una despiadada dictadura multigeneracional, una guerra civil, devastadores huracanes, erupciones volcánicas, hambre, enfermedades y dominación cultural. Fue el único pueblo en América Latina que sacó a los Marines de Estados Unidos de su tierra. Y en 1979, nos dieron el ejemplo de una revolución joven y brillante, creadora de una nueva sociedad que inspiró a tanta gente.

Miles de activistas del movimiento de solidaridad internacional viajaron a Nicaragua en la década de los ochenta para participar en este extraordinario experimento. Nos encontramos con una reforma agraria, una campaña nacional de alfabetización recién llevada a cabo, poesía, arte y exuberancia generalizada. También vimos evidencias de los crecientes intentos de los Estados Unidos de destruir esta joven revolución, así como de las debilidades de algunos dirigentes sandinistas que agravaron estos intentos. Una fuerza de oposición –financiada y entrenada por los Estados Unidos, pero alimentada también por reclamos de una parte de la población–, pronto se empezó a enfrentar al FSLN. El país entero fue arrastrado a lo que se conoció como la guerra con la Contra, oponiendo hermanos y hermanas entre sí.

Yo fui una de las tantas personas extranjeras que fueron a Nicaragua a principios de los años ochenta. Trabajé principalmente en el área de la cultura. Me quedé maravillada con la red de talleres de poesía de Ernesto Cardenal, en fábricas y escuelas, en cooperativas agrícolas y en barrios. Conversé con feministas brillantes, decididas a erradicar el sexismo en la esfera pública y también a hacer todo lo posible por lidiar con el machismo en sus propias vidas. Me inspiré en las formas novedosas en que el pueblo nicaragüense convertía sus sueños en arte.

También trabajé casi un año con la poeta que presidía la Asociación de Trabajadores Culturales Sandinistas (ASTC). Su nombre era Rosario Murillo. A diferencia de la mayoría de las y los líderes políticos que conocí, Murillo tenía una personalidad perturbadora. Incluso, llegué a pensar que tenía alguna enfermedad mental. Era una poeta competente, inteligente, creativa pero ponía su inteligencia y creatividad a trabajar de forma maquiavélica. La vi humillar a sus colegas en público, vilipendiar a aquellas personas de quienes estaba celosa y distorsionar la realidad a tal punto que yo ya no pude soportar estar en su presencia.

Como tantas y tantos, yo estaba cegada por la mente tortuosa de Ortega y Murillo. La mayoría de los y las líderes sandinistas eran hombres y mujeres honestas, que construían una nueva sociedad a costa de grandes sacrificios personales. Muchas personas de la derecha, e incluso gente del actual movimiento Azul y Blanco en pro de la democracia en Nicaragua, han acusado a quienes apoyamos la revolución sandinista en sus primeros años, de habernos dejado llevar por una especie de fe ciega y acrítica en los sandinistas de los años 1970 y 1980. Falso. En lo que me concierne, estaba llena de entusiasmo pero a la vez crítica. Después de todo, había vivido la década anterior en Cuba y había sido testigo de primera mano tanto de los errores de esa revolución como de sus magníficos logros. Sabía que las revoluciones son hechas por todo tipo de seres humanos.

Recuerdo que la hijastra de Daniel Ortega, Zoilamérica, estaba en un batallón de mujeres milicianas junto con mi hija menor, Ana. En esos años difíciles, tanto jóvenes como personas mayores estaban siendo capacitadas para defender su país. Otra madre y yo notamos un cierto malestar en Zoilamérica. Algo en la joven no estaba bien. Nos preguntamos si podría estar enfrentando problemas en casa. No podríamos haber imaginado que estaba siendo victimizada por su padrastro con el permiso tácito de su madre. No sabíamos cómo nombrar ese tipo de abuso en ese entonces. Ahora, tantos años después, me doy cuenta de lo que estábamos viendo. Pero, ¿qué pudimos haber hecho en ese momento?

Estoy orgullosa de haberme entregado por completo a ese y otros proyectos de cambio social. Sigo admirando sin reserva estos hombres y mujeres que dejaron sus vidas y su comodidad por amor a la patria y la creación colectiva del futuro. También sé cuán importante es para la sostenibilidad de los cambios sociales que contemos la realidad tal como la vemos. Esto significa estar dispuesta a analizar la información cuando la tenemos al alcance. Significa tener el valor de hablar y señalar, no solo algunos de los fracasos, sino todos ellos.

En 1998 Zoilamérica realizó una rueda de prensa en la que denunció que su padrastro la había violado durante diecinueve años, comenzando cuando ella tenía once. Él cuestionaba su resistencia al abuso diciéndole que era su “deber revolucionario” satisfacer sus necesidades. Era obvio que Ortega negaría las acusaciones. Y Murillo abandonó a su hija para defender al marido. Esto no es tan inusual en estos casos. Muchas madres, económicamente dependientes de sus cónyuges, se ponen del lado del hombre. En este caso, Murillo lo hizo por su voraz afán de poder.

Ortega y Murillo impugnaron y dieron forma a su propia narrativa del abuso sexual para satisfacer sus necesidades políticas. Ortega llegó a decirle al pueblo nicaragüense que su esposa quería pedir disculpas a la nación por haber dado a luz a una hija traidora. Zoilamérica, entonces, intentó valientemente llevar a su padrastro a los tribunales. En un país donde todo el sistema judicial estaba en su contra, sus esfuerzos fracasaron. Las heridas del abuso sexual nunca terminan de sanar. Ahora ella vive en otro país. Hace poco, describió cómo finalmente se dio cuenta que Rosario Murillo había dejado de ser su madre el día en que se puso públicamente del lado de su abusador.

Hay quienes estuvieron en el movimiento de solidaridad de los ochenta, así como en el actual movimiento Azul y Blanco, que se resisten a mencionar el incesto de Ortega. Dicen que es “un asunto privado”. No creen que el delito de abuso sexual a largo plazo se compare con los delitos más públicos de violación de las normas cívicas: enriquecerse robando fondos públicos, hacer leyes draconianas para justificar la erradicación de toda oposición, cambiar unilateralmente la Constitución para poder ser presidente de por vida, o secuestrar, encarcelar, torturar y exiliar a miles de ciudadanas y ciudadanos de todas las edades, niveles de involucramiento e impacto opositor.

Entre las personas integrantes de esta comunidad que niega el abuso, hay algunas que se autodenominan feministas. Deshonran el término. También muestran una falta de entendimiento sobre el poder mismo. Ortega y Murillo traicionan a Nicaragua de la misma manera que traicionaron a su hija. No importa lo incómodo que pueda resultar para alguna gente hablar del tema, lo que esos dos le han hecho a su hija no puede separarse de lo que le han hecho a la nación en su conjunto.

Me recuerda a Macbeth de Shakespeare, el drama arquetípico acerca de un rey temeroso pero hambriento de poder, y su esposa, Lady Macbeth, con toda su ambición, voluntariedad, crueldad y disimulo. En el mundo occidental y durante varios siglos, estos protagonistas han ejemplificado un cierto tipo de maldad en miembros de la realeza. Quizás Ortega y Murillo sean arquetipos actuales de esta maldad. Cada uno necesita al otro, y como mujer, Murillo básicamente ha optado por alcanzar el poder mediante la lealtad a su esposo. Al igual que Macbeth y Lady Macbeth, la pareja trabaja en conjunto para traicionar una nación.

Los arquetipos representan a grupos. Es por eso que se llaman arquetipos. Ortega y Murillo son ejemplos de personas que fueron revolucionarias alguna vez y que se esconden detrás de su retórica mientras abandonan su vocación de servicio por beneficios personales. Son arquetipos trágicos para una nueva era.

 

La autora es escritora, poeta, feminista, y revolucionaria. Los libros de Margaret Randall sobre Nicaragua son: Doris Tijerino: Inside the Nicaraguan RevolutionSandino’s DaughtersRisking a Somersault in the AirChristians in the Nicaraguan Revolution, y Sandino’s Daughters Revisited. Sus memorias de 2020, I Never Left Home: incluyen un capítulo sobre su estadía en Nicaragua.

 

 

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