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Arturo Pérez-Reverte: Cuidado con los viejitos

Es frecuente en los últimos tiempos, sobre todo en las redes sociales, referirse a la gente de edad en términos despectivos: abuelo, viejuno, rancio, pollavieja, tómese la pastilla, etcétera. Olvidando el lúcido refrán antiguo de como te ves yo me vi, como me ves te verás, ciertos idiotas de pocos años, o que no cuajaron lo suficiente, tienden a creer que su propia juventud será eterna y que, por el hecho de envejecer, un hombre o una mujer dejan de ser lo que fueron. Pero se equivocan. Pensaba en eso hace unos días, en Buenos Aires, cuando anduve de conversación con un viejo policía, retirado hace tiempo, que fue uno de los modelos utilizados por mi compadre Jorge Fernández Díaz para crear el personaje Remil de sus novelas El puñal, La herida La traición. Pensé en eso, como digo, mientras observaba el rostro amable, canoso y lleno de arrugas, donde unos ojos tranquilos y duros seguían lanzando señales de alerta para quien supiera leer en ellos. Como dice un personaje en una de mis novelas, algunos llevan la biografía escrita en la mirada, aunque ahora casi nadie mire ya a los ojos ni sea capaz de leer en ellos. 

Algunos llevan la biografía escrita en la mirada, aunque ya casi nadie mire a los ojos ni sea capaz de leer en ellos

Lo confirmé una vez más hace poco, saliendo de un cine en Madrid. Iba con un amigo de pasado turbulento que incluye varias muescas imaginarias en la culata de un arma que, en atención a los espíritus sensibles, también consideraremos imaginaria. Paseábamos, viejos, setentones, tranquilos, cuando un individuo desconsiderado nos hizo objeto de una grosería: un empujón, malas maneras y ninguna intención de disculpa. Mi acompañante se limitó a pronunciar a media voz la palabra «gilipollas», pero el otro la oyó, volviéndose airado. Era un sujeto grande, bastante alto, sobre los treinta y tantos o cuarenta años. En plena forma. Por el acento parecía uruguayo o argentino. Miró a mi amigo desde muy arriba –mi amigo, que es de poca estatura, le llegaba al pecho– y seguro de sí, muy fanfarrón, el otro pronunció una frase deliciosa: «Te voy a matar, viejito».

Les juro que uno vive para presenciar momentos como ése. Reconcilian con ciertos aspectos del género humano. Seguro de su fuerza, juventud y estatura, el macarrón se había acercado a mi acompañante, casi tocándolo. «Te voy a matar», repitió amenazador, inclinado hacia él. Y entonces, muy sereno y sin moverse del sitio, el viejito alzó la cara y dijo: «Tú no has matado a nadie en tu puta vida».

Fue increíble, oigan. El efecto. Aquel grandullón era, en efecto, gilipollas; pero no era tonto. Miró los ojos de mi amigo, y la verdad es que supo mirar. Yo contemplaba la escena sin saber cómo acabaría –igual entre los dos abuelos equilibramos la cosa, pensaba–, pero vi que al sobrado le cambiaba la expresión. Por un instante muy corto, apenas dos segundos, se quedó quieto mirando al viejito como si de pronto pensara «aquí hay algo que no es lo que parece». Demudado el semblante, que dirían los clásicos. Después dio un paso atrás, sólo uno. No llegó a dar el segundo porque mi amigo, pegando un salto de fox terrier, se enganchó con el brazo derecho a su cuello y se fue con él al suelo, cuan largo era. Se dieron los dos al caer un hostión de campeonato y quedó mi amigo tal cual, trincado el otro por el gaznate, apretándoselo hasta que le faltó la respiración y se le puso la cara como una berenjena. Y lo más admirable fue que el viejito, mientras lo estrangulaba con la derecha, mantenía el puño izquierdo cerrado, listo para golpear, pero sin llegar a hacerlo. Para no dejarle señales en la cara. Evitando marcarlo por si la cosa terminaba en un hospital o comisaría. Viejos hábitos de profesional.

Lo soltó al fin, cuando el otro pataleaba sin aire; y tanto yo como los tres o cuatro transeúntes que se habían parado a mirar –nadie se atrevió a intervenir, y por suerte nadie sacó un teléfono móvil– vimos cómo el grandullón venido a menos se levantaba y cabizbajo, tambaleante, se alejaba remetiéndose la camisa en el pantalón. Mi amigo se levantó a su vez, sacudió la ropa y me miró impasible. Estaba muy serio, pero sus ojos reían. «Vamos a por una cerveza –dijo– que este hijo de puta me ha secado la garganta».

Nos telefoneamos un par de días después, para comentar el incidente. Estaba en casa dolorido, me dijo, con una contractura en el hombro y el cuerpo hecho polvo del costalazo. «Ya no está uno para estos trotes», añadió riendo.

Y, bueno. Pues eso. Tengan cuidado con los viejitos.

 

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