Arturo Pérez-Reverte: De mujeres, truhanes y caballeros
Las mujeres, o algunas de ellas, se casan con los caballeros pero se enamoran de los truhanes. Leí eso hace muchísimos años, ya no recuerdo dónde, y se me quedó en la cabeza. O tal vez no lo leí de nadie, sino que lo escribí o lo dije yo mismo. Cualquiera sabe, a estas alturas. Lo que importa es que mía o de otro, como todas las generalizaciones, supongo que también esa resulta falsa, o inexacta, o exagerada. Pero esto no le quita, de algún modo, su puntito de verdad. Cuando vives lo suficiente, acabas comprendiendo que todo en la vida, hasta las mayores contradicciones o barbaridades, tiene ese puntito de verdad. Su lado por donde agarrarlas.
Me acordé de eso ayer cuando, mientras ordenaba o destruía papeles viejos, encontré una hoja con membrete del hotel Bristol de Buenos Aires, donde me alojé al llegar a esa ciudad en mi primer viaje como reportero a la Argentina, a mediados de los años 70. El Bristol era un hotel agradable con vistas a las palmeras y sauces de la plaza San Martín, y en él nos instalamos un periodista francés, al que llamaré Philippe, y yo, mientras preparábamos un viaje a la zona más austral del país. Nos acompañaba, alojada en el mismo hotel, una señora muy atractiva, funcionaria del Estado en Ushuaia, que debía guiarnos en el viaje. El papeleo y la burocracia nos retuvo una semana en la ciudad, y no teníamos otra cosa que hacer que comer, cenar, tomar copas oyendo tangos, e irnos a bailar de vez en cuando.
Si vives lo suficiente, acabas comprendiendo que todo en la vida, hasta las mayores contradicciones o barbaridades, tiene ese puntito de verdad
A la señora la llamaré Mirta. Era morena, simpática, muy agradable. Treintañera y casada con un militar o un marino. Yo tenía veintipocos años y no era insensible a su atractivo. Cuando salíamos a cenar o bailar los tres, ella me prestaba cierta atención. Yo estaba en la edad adecuada, era un chico razonablemente educado y cortés, mientras Philippe, por su parte, era un marsellés maduro, simpático pero vulgar. Grosero, incluso, en cierta clase de bromas. Le decía a Mirta inconveniencias que me sonrojaba escuchar. Cuando bailaba con ella la apretaba de modo tan inconveniente que la hacía sentirse violenta. Incluso le manoseaba el culo. Y una vez, estando ella de pie y él sentado, la agarró por un brazo y la hizo de un tirón sentarse en sus rodillas, lo que hizo que Mirta se enfureciera. Aquel día, lo recuerdo bien, estuve a punto de arrimarle una hostia al franchute. Yo estaba indignado con su actitud. Alguna vez se lo dije a solas, pero él encogía los hombros y se reía. Le importaba un carajo.
Me debatía entre contradicciones. No era tímido en absoluto y llevaba tiempo rodando por el mundo; pero había reflejos automáticos, fruto de la educación y de lo que entonces yo consideraba sentido común, que se imponían. Cuando bailábamos, cuando conversábamos, Mirta me mandaba señales adecuadas, o así lo entendía yo. Pero era una señora casada, pensaba al mismo tiempo, y además formaba parte de mi trabajo. Me parecía inconveniente mezclar las cosas, violentar lo que yo creía eran las reglas; así que todo el tiempo procuraba mantenerme en los límites del decoro y no ir más allá. Portarme como un caballero, o como entonces yo suponía que era eso. Ni siquiera una noche que ella y yo paseábamos por la Costanera después de cenar, cuando le di fuego a un cigarrillo y acercó mucho el rostro a la llama del encendedor y al mío, no hice otra cosa que deslizarle un beso suave en la comisura de la boca, que ella acogió con una sonrisa dulce. Al día siguiente, tras pensarlo mucho, me disculpé como un idiota. Mi padre estaría orgulloso de mí, concluí satisfecho. Una señora casada, elegante, respetable y tal. Funcionaria del Estado. He quedado como un caballero.
Dos noches después, subiendo a mi habitación, me encontré con Philippe saliendo de la de Mirta. Se sorprendió al verme, pero de inmediato compuso una sonrisa canalla, muy de las suyas, y me guiñó un ojo. «Salut, mec», dijo, y se alejó riendo. Saludos, chaval. Casi cincuenta años después recuerdo bien aquel guiño humillante, aquella risa y aquellas palabras. Fue una de las muchas lecciones que me iba ofreciendo la vida, y creo que resultó útil. Nunca volvieron a guiñarme un ojo ni a reírse de mí de aquella manera. Quizá de otras, claro, pero no de ésa. Cuando vives rodando por el mundo mochila al hombro, entre Philippes y Mirtas, acabas aprendiendo rápido. Comprendes, al fin, a qué se refiere Gloria Swanson en la película Esta noche o nunca cuando, tras pasar la noche con el apuesto Melvyn Douglas, susurra con un suspiro feliz a su mejor amiga: «Es un caballero… pero no es un caballero».