Arturo Pérez-Reverte: El armario de las horas felices
Mi rutina sevillana, los días en que estoy tranquilo, es simple: del hotel Colón a desayunar en Las Piletas, y luego un paseo por las pocas librerías de viejo que van quedando en la ciudad. Acabo siempre en Los Claveles, ante una manzanilla y una tapa de carrillada ensalsa, revisando el botín mientras charlo a ratos con Santi, el dueño, con su madre y con mi compadre Jordi, vecino del barrio –lo de Jordi es sólo un apodo, porque trabajó un tiempo en Cataluña–, cuando aparece por allí.
Esta vez el botín incluye un libro que, con un estremecimiento de emoción, he descubierto en la librería de al lado: Volcán, de Cecil Roberts, con tapa dura y sobrecubierta intacta, en la edición de Caralt de 1946. Sentado en la taberna leo durante media hora y lo cierro al fin con una sonrisa melancólica, tras confirmar que es una novela aún mucho peor de lo que recordaba. Cecil Roberts fue un autor inglés, hoy olvidado –como lo seremos casi todos–, que estuvo de moda en los años 40-50 a partir de una exitosa historia titulada Estación Victoria a las 4:30. Y esa novela, y la que acabo de recuperar por 5 euros –todavía tiene impreso el precio original, 32 pesetas–, las leí por primera vez a los quince años, en casa de mi abuela materna. Tras encontrarla en el armario de las horas felices.
Es asombroso cómo un objeto, la portada de un viejo libro, incluso el olor de sus páginas, puede desencadenar tantos recuerdos y sentimientos
Es asombroso cómo un objeto, la portada de un viejo libro, incluso el olor de sus páginas, puede desencadenar tantos recuerdos y sentimientos. Con Volcán en las manos siento una nostalgia que no es nueva, pues me asalta cada vez que en una librería encuentro una edición de las que conocí entonces, o en mi biblioteca toco algún libro de los que heredé de mis padres o mis abuelos. De algunos recuerdo hasta el momento y lugar exacto en que los leí. Y en eso de leer fui un muchacho sin duda afortunado, pues crecí en dos bibliotecas –tres, si contamos la de mis padres–, la de mi abuelo paterno y la de mi abuela materna.
Esta última, que se llamaba María Cristina, viuda desde poco después de la Guerra Civil, era una mujer tan avanzada para su tiempo que habría dejado con la boca abierta a las más conspicuas feministas de hoy: en esa época tenía un trabajo muy influyente, una inteligencia extrema y una curiosidad intelectual que se manifestaba en voracidad lectora. Vivía con su hermana soltera –solterona, como se decía entonces–: mi tía Pura, funcionaria del ayuntamiento, y los ratos de ocio los pasaban las dos entre libros y música. Y mientras la biblioteca de su consuegro, mi abuelo Arturo, era más bien canónica, con los grandes autores de la literatura universal, la de mi abuela y mi tía era actual, viva, atenta a las novedades, a lo entonces moderno. Les gustaban mucho Hemingway, Fitzgerald, Camus, Kafka y Dos Passos, pero también los bestsellers de calidad de Slaughter, Yerby y Margaret Mitchell, y eran fanáticas de la novela policial, desde los clásicos de enigma como Conan Doyle, Agatha Christie y Ellery Queen a los duros detectives de Hammett y Chandler. Y fue en su casa donde los leí a todos ellos y a muchos más.
En aquella enorme biblioteca había un lugar mágico, que me permitían saquear a gusto para llevarme cuanto quería: el armario de las horas felices. «Llévate lo que quieras, siempre que después lo leas», decía mi tolerante abuela. Era un gran espacio empotrado en la pared, trastero lleno hasta arriba de libros, ediciones baratas y de bolsillo que las dos hermanas no consideraban preferentes para las ordenadas paredes del salón, ocupadas por lomos de piel con letras doradas de las ediciones nobles de Blasco Ibáñez, Galdós, Maurois, Ludwig, Zweig, Mann y muchos otros. El armario era todo lo contrario: miles de libros amontonados sin orden ninguno; y en él ejercité los primeros ademanes del cazador que sabe buscar y, con un golpe de vista, seleccionar lo que le interesa. Quienes de ustedes son lectores imaginarán la felicidad de aquel jovencito, la codicia con que aspiraba el olor a papel impreso mientras me apoderaba de montones de libros –Somerset Maugham, Phillips Oppenheim, Graham Greene, Vicki Baum, Leslie Charteris–, que leía allí mismo, sentado en el suelo, o me llevaba a casa para colocarlos junto a Los tres mosqueteros, La isla de Coral, las aventuras de Guillermo Brown, los álbumes de Tintín, Cinco semanas en globo, El talismán y todos aquellos títulos de las colecciones Historias y Cadete Infantil o Juvenil que tan decisivos fueron en los primeros años de mi vida.
Y sí, en efecto. Eso pienso hoy en la taberna sevillana, llevándome a los labios la copa de manzanilla mientras huelo otra vez las viejas páginas del mediocre Volcán que el azar ha devuelto a mi memoria: hasta una mala novela puede contener aroma a felicidad.