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Arturo Pérez-Reverte: El caso del traductor recalcitrante

Aquel escritor no se lo explicaba. El misterio le hacía crujir la cabeza. Le quitaba el sueño. Era un novelista de éxito y sus obras se vendían en todo el mundo. Cada nuevo título era un best-seller que reventaba las listas de más vendidos. Cuando viajaba allí donde publicaba, las colas de gente en las firmas eran enormes y los medios informativos le prestaban mucha atención. Salía en la tele y en todas partes. Era un triunfador halagado por críticos literarios, seguido por cientos de miles de lectores, envidiado por sus colegas. Sin embargo…

Ahí estaba, precisamente, el drama que lo desasosegaba. En Uredakke, un  pequeño país báltico, caso único entre los cuarenta y siete que publicaban sus novelas, las ventas eran mínimas. Allí eran indiferentes a su obra. Los críticos literarios locales, hostiles al principio, habían acabado por ignorarlo. La editorial que lo publicaba era pequeña, modesta. Los anticipos por derechos de publicación resultaban mínimos, y aun así la venta de libros nunca cubría aquéllos. De una tirada de quinientos apenas se vendían pocas docenas. En resumen, el novelista no se comía una paraguaya. Económicamente era un desastre sin beneficio, pero le gustaba que sus novelas fuesen publicadas allí. Por eso las cedía casi gratis. Era un poco esnob, incluso un poquito gilipollas, y le satisfacía que en la extensa lista de países donde lo publicaban traducido –Taiwán, Birmania, Egipto, Croacia, Kazajistán– figurase Uredakke. Ni siquiera Vargas Llosa, Marías, Allende, Pérez-Reverte o Gómez Jurado publicaban allí. En eso les mojaba la oreja a todos.

Al recibir el ejemplar de cada edición contemplaba la bonita portada y abría el libro con avidez, intentando descifrar el enigma, pero era imposible

Pero el misterio persistía. Su última novela, La sexadora de pollos de Auschwitz, había sido un éxito mundial y Netflix preparaba una película. Sin embargo, al año de publicada sólo había vendido en Uredakke treinta y siete ejemplares. Al escritor se lo llevaban los diablos, pues no podía establecer la causa del fracaso. Juraba en arameo. Al recibir el ejemplar de cada edición uredaka contemplaba la bonita portada y abría el libro con avidez, intentando descifrar el enigma, pero era imposible. Podía leer las traducciones en inglés, francés, italiano y otras lenguas; pero aquel extraño idioma nórdico, vagamente emparentado con el finlandés, el sueco y el ruso (Tiveden ytterjödgal skäkerkfallen ulvsjo plasjvpòda, empezaba su última novela) era incomprensible para él. Tampoco conocía a nadie que lo hablase. En cuanto al traductor, un tal señor Vikavïskis, era otro misterio. A diferencia de otros traductores, nunca le consultaba ninguna duda. No tenían ningún contacto.

Un día, el novelista conoció a un uredako: un inmigrante que trabajaba como fontanero y fue a su casa para una chapuza. Al advertir el acento extranjero preguntó de dónde era, y la respuesta le hizo dar un salto de alegría. Llevó al fontanero a la biblioteca, le sirvió una copa de coñac y un cigarro habano y puso en sus manos La sexadora de pollos de Auschwitz. «Le pago cien euros la hora si me lo traduce leyendo en voz alta», dijo. Aceptó el fontanero, encantado. Frente a él, en otro sillón, el novelista seguía la lectura con la edición original en español; y a medida que escuchaba y comparaba, la vista se le iba nublando. Tres horas después dijo «pare» al fontanero, le pagó trescientos euros y se echó a llorar.

A partir de ahí fue fácil reconstruir los hechos. Bastaron unos mensajes intercambiados con los editores de Uredakke y un rastreo minucioso en las redes sociales para averiguar que todo era asombrosamente simple. El traductor, o sea, el señor Vikavïskis –profesor de literatura en un pueblecito de la costa báltica, por lo visto– profesaba un odio mortal al novelista. La causa de ese odio pertenecía a los secretos del corazón humano; pero lo indudable era que lo detestaba con toda su alma, y por eso procuraba destrozar deliberada y minuciosamente, con traducciones infames, todas y cada una de sus novelas. El resultado era un estilo literario rancio, casposo, adornado con resabios machistas y hasta homófobos, que convertía cada página en una sarta de disparates intragable. A modo de ejemplo, el comienzo de La sexadora de pollos de Auschwitz, que en español era: El día que sexó su primer pollo, la luz del alba iluminaba su feliz sonrisa –tampoco el novelista era Flaubert– aparecía así en la traducción: Hizo ella, con el pollo en la mano, una rimbombante mueca de femineidad matutina pero falsa aunque tal vez no pero quizás. 

(Igual creen ustedes que se trata de un relato inventado, pero les aseguro que es casi real. Ya lo señala el viejo dicho: Traduttore, traditore. El que más o el que menos, entre los escritores internacionales que conozco, se las ha visto alguna vez con un cabrón como el señor Vikavïskis).

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